Tierra Adentro
Fotografía por Pixabay.

La semana pasada, dos contactos a través de sus redes sociales preguntaron a los demás sobre cómo les recomendaban organizar sus respectivas bibliotecas. Desde luego, por más recomendaciones que les hayan hecho, en mi opinión, una biblioteca debe ajustarse a las necesidades de cada persona, es decir, debe ser una biblioteca personal. Para empezar porque la organización en la biblioteca de un escritor es una imposibilidad: dado que los libros son nuestro instrumento de trabajo están en continuo movimiento y su desorganización es parte intrínseca de ella: cuando uno cree haber puesto orden tiene que sacar libros para estudiar cierto tema o releer por gusto a cierto autor y entonces la tan esmerada organización quedó aniquilada en un santiamén.

Hay un librito muy curioso llamado Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama, 2010), en el que su autor, Jacques Bonnet, cuenta todas las peripecias por las que tenemos que pasar los bibliófilos: en una cena con un autor italiano, narra Bonnet que rápidamente se hicieron amigos por su afinidad a los libros y por lo tanto “ambos poseíamos una biblioteca monstruosa de varias decenas de miles de obras. Y no una de esas bibliotecas de bibliófilo con libros tan valiosos que el propietario no los abre nunca por temor a estropearlos, sino una biblioteca de trabajo cuyos ejemplares no dudábamos en anotar, en leer en la bañera y en la que conservábamos todo lo que habíamos leído –incluidos libros de bolsillo y múltiples ediciones de una misma obra– o todo lo que teníamos la intención de leer más adelante”. Bonnet dice que incluso tenía libros en la cocina y en el baño y que uno de sus mayores temores es morir aplastado por una torre de libros que se venga abajo mientras él duerme. Y más adelante hace una pregunta muy pertinente: “¿Las bibliotecas deben ordenarse alfabéticamente, por género, por idioma, cronológicamente o, por qué no, como Warburg, siguiendo una invisible red de afinidades desconocida para todos salvo para el interesado?”.

Una vez tuve la oportunidad de visitar la biblioteca de José Luis Martínez en su casa de la colonia Anzures, que en su caso toda la casa era una biblioteca. Estaba tan bien organizada que me dio la impresión de que nunca la usaba, como si nada más los hubiera ido acumulando (una de esas “bibliotecas de bibliófilo”, que dice Bonnet). Los libreros llegaban hasta el techo y en una parte alcancé a ver la colección de La Pléiade, en otro cuarto se encontraban todos los libros de arte y cerca de su escritorio estaban los suplementos culturales del fin de semana pasado. Ahora su biblioteca se alberga en La Ciudadela, pero para que fuera trasladada allí, antes de morir, José Luis Martínez puso como condición que se organizara tal cual él la tenía dispuesta en su casa, de manera que se tuvieron que acondicionar dos celdas del viejo edificio para que se cumpliera con su instrucción. Elena Poniatowska, por poner otro ejemplo, tuvo que quitar la cochera de su casa poder ampliar su biblioteca. Y la de Carlos Monsiváis estaba toda miada por sus numerosos gatos.

En mi caso, mi biblioteca primero estuvo dispersa en tres lugares, ahora por fortuna la tengo en mi pequeño departamento y al alcance de la mano. Está organizada de la siguiente manera: en un pequeño librero, muy cercano a mi cama, están todos los libros de mis autores predilectos sin importar la lengua, el género literario o la edición (sobre este último punto creo que una biblioteca es rara justamente por su diversidad de ediciones, aunque sea el mismo libro o el mismo autor, la portada, la editorial, la tipografía o incluso si tiene añadido o suprimido un prólogo eso la hace todavía más particular). En mi escritorio están todos los libros de consulta: diccionarios, sobre todo. En el buró, justo al lado de mi cama, todos los libros pendientes por leer y que en cuanto eso suceda pasarán a sus respectivas áreas. En las repisas de un librero está toda la literatura gay, en otra una buena cantidad de literatura cubana y un poco de literatura alemana. En otro lado está la poesía en general. En un librero más está todo el ensayo y en uno más la narrativa con un poco de teatro. Finalmente, hay un espacio para los libros de arte y catálogos. Esa organización me permite ubicarlos fácilmente en cuanto necesito alguno.

Sin embargo, durante mucho tiempo mi biblioteca en realidad fue hemeroteca pues colecciono una infinidad de revistas y periódicos (en particular los suplementos culturales), que tienen también sus respectivas áreas en lo que algún día será la sala. Alguna vez, en una de sus clases en la Facultad, Huberto Batis nos recomendó con su característico ímpetu que no coleccionáramos revistas y periódicos porque a la larga se vuelven una lata, ¡cuánta razón tenía y lo desoí pues cada mes sigo comprando revistas y cada fin de semana los periódicos! Por otra parte, una de las cosas que más pregunta la gente cuando me visita es: “¿Y ya los leíste todos?” A fuerza de escuchar esa pregunta tantas veces, tengo preparada la respuesta más obvia: “No, claro que no”. Entonces, ante su desconcierto, tengo que explicar lo que al parecer la gente no entiende: que hay distintos tipos de libros, hay libros de consulta, libros decorativos (en la mesa de centro hay un librito sobre el sky line de Nueva York, que habré visto un par de veces y luego sólo he mostrado a algunos visitantes) y, sobre todo, no tengo el tiempo suficiente para leer todo lo que quisiera (a veces tengo que ponerme a escribir o a editar y eso me quita mucho tiempo para leer).

Ahora no recuerdo quién o en dónde se cuenta que don Artemio de Valle Arizpe tenía una curiosa inscripción a la entrada de su biblioteca: “Esta biblioteca se hizo con libros prestados. No presto libros”.