El Cronopio mayor y el teatro
Existen escritores que son lugar recurrente para los que gustan de la lectura, escritores que nacen con estrella, a los que es difícil no querer, escritores cuyas frases son cita obligada en charlas, fiestas y, ahora, estados de facebook cuando pretendemos ser “intelectuales”. Borges, Chejov, Jaime Sabines e incluso, si nos vamos al ámbito teatral, el maestro Beckett son algunos ejemplos; pero de entre todos estos, Julio Cortázar es quizás uno de los más visitados.
Tengo la teoría de que nadie llega arbitrariamente o por obligación escolar a ese mundo. Sostengo que cuando tienes en tus manos un texto del argentino que arrastra la “r” es porque has sido convocado a un llamado del que no hay escapatoria: ser cortazariano es destino.
En mi caso, sucedió una tarde mientras esperaba afuera de la escuela de música en la que entonces estudiaba creyendo que poseía la vocación de esta disciplina. Tenía 16 años, era sábado y me encontraba viendo los libros usados que un señor vendía, por un momento estuve tentada a comprar Los de abajo, de Mariano Azuela, pero cuando estaba a punto de agarrarlo un muchacho moreno y regordete —con quien estaré agradecida por siempre— me lo arrebató y dijo que se lo habían dejado leer de tarea, ahora caigo en cuenta que mi agradecimiento también debe estar dirigido al maestro que le encargó dicha lectura, ya que era imperante que fuera él el comprador y no yo.
Ante su insistencia no tuve corazón para empeñarme en quitárselo, así que mientras sacaba cuarenta pesos de mi bolsa miré un libro que tenía el dibujo en la portada de un hombre barbado fumando y cuyo título era El perseguidor y otros cuentos. Inmediatamente, el vendedor me convenció de que ese también era tan bueno como el otro que se alejaba en la bolsa trasera del pantalón del estudiante cumplido. Me repetí que sí, que además éste costaba la mitad del precio y que la portada no estaba tan fea. Empecé a leer de regreso a casa. Fue el principio del fin. Pasé los siguientes dos años buscando y adquiriendo cuanto texto de Cortázar me encontraba.
Me creí cronopio, lloré una y otra vez con “Ahí pero dónde, cómo” y memoricé el famoso capítulo siete de Rayuela. Así pasaron los años y cuando, tiempo después, empecé el estudio de la dramaturgia, cayó en mis manos un ejemplar pequeño llamado “Nada a Pehuajó”. Emocionada lo abrí y descubrí que estaba frente a una de las obras de teatro que Cortázar había escrito, sobra decir que devoré el texto en un acto y sonreí al corroborar que no me había defraudado.
Esta faceta poco conocida del autor como dramaturgo se puede resumir en: tres piezas teatrales propiamente: “Dos juegos de palabras I” “Pieza en tres escenas II” “Tiempo de barrilete”; además de, si queremos vernos con un criterio más amplio, “Los Reyes”, ya que a ésta el mismo Cortázar la nombró poema dramático; “Adiós, Robinsón”, que por sus características es considerado una especie de guión radiofónico y el que hoy nos atañe: “Nada a Pehuajó”.
De esta última, no se sabe con certeza la fecha exacta en que la escribió; sin embargo, se cree que fue en la década de los setenta por las referencias a las que recurren los personajes.
“Nada a Pehuajó” transcurre en un restaurante donde el piso sugiere un tablero de ajedrez. Las escenas cortas están plagadas del más puro teatro del absurdo, sus diálogos fluidos acertadamente ayudan a darle al texto un ritmo ágil y el humor salpica por aquí y por allá la progresión dramática. Con una anécdota sencilla, Cortázar cuenta cómo una mujer quiere mandar algo a Pehuajó, para después enseñarnos la serie de personajes que desfilan a lo largo de dicha historia.
Si se le puede reprochar algún aspecto, es quizás el hecho de que no se atreviera a acotar con toda la capacidad narrativa de la que era capaz; Cortázar se dedica a indicar con una economía del lenguaje el lugar en que cada elemento de la escenografía debe ir y la posición en la que cada personaje debe estar; cada que regreso a esta obra, echo de menos su capacidad de construir atmósferas y algo dentro de mí muere de ganas por preguntarle el porqué del decoro.
Nunca he tenido la oportunidad de ver un montaje de este texto en el Distrito Federal, cosa que lamento. En alguna ocasión, Alejandro García, dramaturgo, actor, director y amigo querido platicó que él presentó algunas escenas para sus exámenes en Casa del Teatro y que, cuando tuvo oportunidad de viajar a Argentina, vio algunas adaptaciones del original. Seguramente se han hecho representaciones con la obra tal cual la escribió, pero por la fecha de publicación (el mismo año de su muerte) se intuye que él tampoco pudo verlas.
Ahora que se cumplen cien años de su natalicio, se me ocurre que una buena manera también de festejar sería re descubriendo esa cara de Cortázar y mientras se da la tercera llamada, decirle: “Feliz cumpleaños, Cronopio mayor”.