Sin miedo a la caída
I
Antes de que mi familia terminara de separarse vivíamos en el departamento de FOVISSSTE que mi papá tardó más de treinta años en pagar. Estaba en un cuarto piso, tenía dos recámaras, un baño, pasillo, sala-comedor y cocina. Recuerdo que el espacio era mayor al que ofrecen ahora las casas de interés social. No pienso en ese lugar con especial afecto. Una de las cosas que ese edificio hizo por mí fue curtirme ante los temblores, pues a una altura de nueve o diez metros cualquier movimiento podía magnificarse, eso sumado al hecho de que en cada ocasión la estructura de nuestro conjunto de departamentos literalmente chocaba con la del edificio de atrás. Ya ni hablemos de la imposibilidad de llegar a la planta baja sin entrar en pánico porque las escaleras también se sacudían sin control.
Nuestro departamento estaba más cerca de la azotea que del suelo. Supongo que, cuando niña, por eso me gustaba pensar que, de ser necesario, quienes vivíamos a esa altura tendríamos mayores probabilidades de ver los detalles de la luna, de percibir más nítido el titilar de las estrellas o de comunicarnos con las naves de los habitantes de otros planetas. Imaginaba que existir en los últimos pisos de los edificios era también una especie de entrenamiento para cuando pudiera subir a un avión. En la azotea había una estructura que guardaba y sostenía al tinaco que alimentaba a todos los departamentos. Para llegar a él había que subir una escalera marinera de dos metros, levantar una compuerta, pasar un descansito un metro y subir una última escalera marinera de dos metros más. Me aventuré a explorar una de las pocas veces que me dejaron ir sola a recoger la ropa seca. Mi sorpresa más grande fue cuando me di cuenta de que nada bordeaba al tinaco: un espacio de seis metros cuadrados carente por completo de valla de seguridad, de algún borde que pudiera ofrecer cierta sujeción. Tendría unos doce años cuando acumulé la curiosidad suficiente para arrastrarme sobre mis rodillas y asomar la cabeza lo más que pude hacia abajo. No sabía que esa punzada en la boca del estómago era el vértigo. Tampoco sabía que la punzada podía convertirse en una suerte de telaraña cuyos extremos se expandirían como si hubieran sido disparados desde el centro para acomodarse en otras partes del cuerpo. Creo que basta sentir el vértigo por primera vez para que éste eche raíces y se quede adormecido dentro de la propia humanidad para siempre.
II
En la primera mitad de los noventa, Reino Aventura no atraía tanto por sus juegos mecánicos como por ser el hogar de Keiko, la ballena protagonista de Free Willy. Para la segunda mitad de la década, una vez que liberaron al cetáceo, la administración de Reino Aventura de pronto ya había invertido gran cantidad de recursos en un montón de atracciones para quienes gustaban de las emociones fuertes (juegos de altura y velocidad, principalmente). El año dos mil llegó con el renombrado Six Flags abriendo sus puertas para una cantidad impresionante de gente que no dudaba en pasar el día entero entre un juego y otro. Los spots publicitarios de ese tiempo consistían en secuencias de imágenes donde podía apreciarse con claridad la expresión de las personas que subían al Kilahuea o a la Medusa, porque la cara era la única parte del cuerpo que controlaban: ojos cerrados apretados con fuerza, la boca abierta y dispuesta a gritar. Por lo demás, las fuerzas físicas les convertían en muñecos o muñecas de trapo, cuya permanencia en sus asientos sólo dependía del correcto funcionamiento de los mecanismos de seguridad. Mi imaginación fatalista me hacía intercambiar lugares con alguna de las personas en la pantalla y pensar que existía el riesgo de salir disparada del juego. ¿Cómo podían divertirse con esa amenaza latente? ¿Cómo hacían para ignorar el peligro y dejarse ir, disfrutar las emociones o siquiera atreverse a participar? Porque al bajar del juego en cuestión siempre había alguien que preguntaba si se habían divertido, si volverían a subir o si recomendaban la experiencia. La respuesta, invariablemente, era sí.
Varias veces volví más allá de la azotea. Pensaba: necesito entrenar, por si alguna vez voy a Six Flags. Me entrené para no marearme al mirar hacia abajo: calculaba la distancia que me separaba del piso y la comparaba con lo que, suponía, me separaba de una nube; me exponía a la idea de la caída libre por tiempos que cada vez incrementaba un poco más; di por superado mi entrenamiento cuando fui capaz de sentarme en el borde de la estructura, dejando que mis pies colgaran. El vértigo permaneció, pero estaba contenido en mi cuerpo y eso me permitía controlarlo de alguna forma: no me impedía quedarme ahí el tiempo que quisiera, no sentía miedo, no me pensaba en riesgo. Me preguntaba si sentiría algo similar la primera vez que viajara en avión.
III
En La insoportable levedad del ser, Milán Kundera escribe: “Aquel que quiere permanentemente llegar más alto tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo”. Como si en vez de instalarse para siempre después de una primera vez, el vértigo fuera algo con lo que nacemos, un instinto que nos habita el cuerpo en espera del momento preciso para despertar y no volver a ser silenciado. Más adelante, en el mismo libro, Kundera reflexiona: “¿Qué es el vértigo? ¿El miedo a la caída? ¿Pero por qué también nos da vértigo en un mirador provisto de una valla de seguridad? El vértigo es algo diferente del miedo a la caída. El vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados”. El Kilahuea, la triple torre que ha sido de las principales atracciones en Six Flags desde el año dos mil, lleva a sus ocupantes hasta una altura de sesenta metros, desde donde descienden en caída libre en pocos segundos. Las personas que voluntariamente suben a ese tipo de juegos, ¿sentirán el vértigo conforme suben al punto más alto, o solo será un flashazo que les sorprende en el momento exacto en el que sienten la fuerza de la aceleración una vez que el descenso ha comenzado?
IV
He ido a Six Flags dos veces en mi vida: la primera, en 2003; la segunda, en 2023.
Después de mi arduo entrenamiento en la estructura del tinaco, desconocía el miedo que el vértigo puede originar. Por eso, en 2003, pensé que estaba preparada para la montaña rusa. Subí a la Medusa, en uno de los carritos del frente, en compañía de una amiga mucho más temeraria que nunca me soltó la mano. Desconozco por qué ninguno de los encargados del juego me dijo algo sobre quitarme los lentes, y yo no tuve el sentido común suficiente para razonar que saldrían volando si no lo hacía. Fueron pocos metros de avance lento al compás de los rechinidos del carrito sobre la estructura ―seguro para mí esa fue la primera señal de alerta―; en seguida el bajón a altísima velocidad, y fue un reflejo extrañamente exacto en mí, lo que me permitió conservar mis lentes ―de los cuales dependía por completo en ese momento―. Ya no volví a soltarlos, pero tampoco volví a abrir los ojos. El recorrido dura menos de un minuto, pero para mí fue un paseo larguísimo y nada placentero. El vértigo despertó justo antes de iniciar el descenso y no me dejó volver a separarme de tierra firme en el tiempo que permanecimos en el parque. Mi amiga y su hermano subieron a unas cuatro montañas rusas más, pero yo decidí quedarme a esperar en la seguridad de las banquitas con algún alimento para calmar los nervios.
En 2022 subí a un avión por primera vez, por eso me sentí mucho más valiente que veinte años atrás, y en 2023 dije: voy a darle otra oportunidad a la montaña rusa. Esta vez iba con dos amigos de toda la vida. Elegí una pequeña, Superman Krypton, y me subí en el primer carrito con uno de mis acompañantes, en tanto el otro tomó el segundo. De nuevo cerré los ojos en cuanto sentí la aceleración, pero como mis amigos gritaban yo lo hice también. Me di cuenta de que el grito fácilmente podía convertirse en carcajada, y continué. No dejé de gritar para no dejar de reír, y al bajar del juego pude seguir haciéndolo. Paseamos, comimos, platicamos, y propusieron subir a Batman The Ride. Pensé: ya superé una, puedo con otra. Lo hice y volví a gritar y el grito volvió a ser carcajada. Pero en algún momento dejé de gritar y fue como si mi cuerpo se dejara ir, como si mi fuerza lo abandonara. Entonces volví a gritar y recuperé la autonomía de la risa. Ya en tierra firme, con la garganta irritadísima, concluí: el vértigo, el miedo, la risa, la fuerza, todas se originan en el mismo centro, en un lugar primigenio de todo lo que el cuerpo es capaz de sentir.
Las vallas, los mecanismos de seguridad, las estructuras protectoras, todo está pensado para ayudarnos a controlar aquello que puede provocar que nos salgamos de control en circunstancias de altura. Y a pesar de su existencia, debe haber un ejercicio interno para asumir ese control. No viene de la nada, la ausencia de miedo no sucede porque sí. El vértigo está ahí, latiendo, habitándonos, lanzando el mensaje permanente de que hace falta un pequeñísimo mal cálculo para que cualquier artilugio de seguridad deje de ser efectivo. Y, sin embargo, buscamos esa sensación de descontrol para, de nuevo, creer que la controlamos por completo.