Cuatro pasos para el crimen perfecto
Una idea
—Hay que hacerlo.
El Chivo está completamente derretido y por ende adherido a la plastipiel del sillón. Se imagina que, si se levantara de golpe, una fina capa de dermis se quedaría pegada y le sangraría toda la espalda. La imagen le da un escalofrío delicioso.
—¿Qué cosa? Estás bien pendejo —dice Omar desde su posición horizontal, de brazos y piernas extendidas, sobre el tapete peludo, inmundo, azul en tiempos remotos, hoy apenas gris, que le está provocando una alergia que lo hace moquear y sorberse la nariz cada cuarenta segundos. Juega con el mechón de pelo atrás de su nuca, ya casi le alcanza para hacerse una coleta.
—Secuestrarla. Hay que secuestrarla.
—No mames.
—¿En serio, wei? Llevas como cinco horas convenciéndome y ahora que estoy convencido, el loco soy yo.
—Esa no era la conversación, bestia.
—Tons cuál era —, tras un breve ataque de tos, el Chivo continúa —. Está bien venenosa esta yerba, ¿de dónde la sacaste?
—Me la vendió la Kraken.
—Verrrga, no le hables a esa morra, tiene pactos con Satanás.
A Omar se le nubla la vista. Tiene que sonarse, que limpiarse los ojos, que moverse de ese pinche foco de infección, pero no puede ni levantar la cabeza para mirar a su amigo ni dejar de observar esa lámpara espantosa que ¿siempre estuvo ahí? Lleva dos años pernoctando en ese cuchitril unipersonal y no recuerda haber visto antes ese colguije que parece un móvil de bebé. Del bebé de Rosemary.
—Bueno, ¿lo hacemos o no? —insiste el Chivo.
—Wei, no mames. A ver: sólo quería demostrarte, con un sencillo ejemplo, que no es tan difícil salirte con la tuya y menos en este país chaqueto. Si los criminales de la tele tuvieran licenciatura nunca los descubrirían, pero siempre ponen a puro drogo pendejo como tú. Por eso está chido Mesier Lupin.
—Es mesieu, monsié, jajaja ¡Ah no! ¡Era Arsen, Arsen Lupin! La gente con licenciatura no necesita robar.
—Si eres de Comunicación, sí. Ve este lugar de mierda.
—Porque así te gusta vivir, podrías conseguir mejor jale. Tú y yo estudiamos lo mismo y mírame…
El Chivo se saca una pelusa del ombligo, enterrado en su pancita flácida y lampiña.
—Ah, pues si el mundo está lleno de oportunidades, si es un regalo esperando a ser abierto, una cajita de sorpresas y de arcoíris, explícame por qué vergas te latió la idea de secuestrarla.
—Por probar tu punto.
—Naaah.
—Bueno, porque sus jefes sí tienen billete en serio. Lana de verdad. Imagínate lo que podríamos hacer dos caballerangos como tú y yo con diez millones. Poner un negocio, comprar acciones para hacernos ricos, dedicarnos al cine.
—No sabes qué es una acción. Ni qué es un caballerango.
—No, pero tú sí.
Omar se ríe sin sonido. Así se ríe siempre, jalando y soltando el aire con fuerza como hiperventilando. El Chivo se levanta a medias y le arroja una lata vacía a Omar, que le pega en la cara antes de volcarse sobre la alfombra y revelar que no estaba vacía del todo.
—¡Wei! La vas a ensuciar —dice el agredido encajando los dedos, llenándose las manos de peluche grisáceo. Y Omar se ríe porque más inmunda no podría estar, y el Chivo se ríe de su risa y pronto parecen dos lunáticos en la cumbre del éxtasis.
—Está perra esta mierda– dice Omar mirando la bacha.
—No le digas perra a la Kraken, ya te dije que está en tratos con El Maligno.
Se hace un silencio y cada uno piensa en su propio cuerpo, en la sensación de los brazos saliéndoles del torso y algo helado corriendo bajo la piel, en las luces cambiantes atrás de los ojos.
—Ya me estás convenciendo —habla de pronto Omar.
El Chivo se sienta de golpe, emocionado.
—¿En serio? Oye, pero pérate, fue tu idea, eh.
—Sí, pero es tu “mejor amiga” —aclara Omar.
—Mmm… sí, sí somos amigos —. El Chivo alza los hombros con desdén.
—Eso dice ella.
—Bueno, así es, medio posesiva… También es cuata tuya, no te hagas.
—Nomás llevamos dos clases juntos. Pues sí, cae chido, aunque me da… algo… que intenta ser ruda. Jajaja, como que dice mamadas para disimular su cuna y sólo se pone en evidencia, ¿no? Pero a quién le cae mal una vieja con esas tetas, se parece a mi Salma Hayek.
—Ey, ey, cálmate, es mi mejor amiga.
El Chivo eructa y sopla e inhala, apreciando su pútrida creación.
—Tu escala de valores siempre será una intriga para mí —dice Omar entre dientes.
—Bueno, bueno, no te pongas espeso, a ella no le haríamos nada. Un sustito, ¿a quién no le cae bien? Un buen sustito de vez en cuando, ya sabes, para ponerle sal a la vida. Hasta le va a dar caché, ya ves cómo le gusta cacarear sus anécdotas. Y con tu parte hasta la podrías invitar a cenar.
—Para soplarme yo su versión de las cosas.
—¡Ja! Y que te diga: uno de los tipos tenía unos brazos, uff, un paquetón, uff. Si no me hubiera amordazado me lo cogía ahí mismo.
Omar quiere reírse, pero de pronto parece imposible.
—Estás enfermo.
—Aparte no es nada para esos cabrones. Les va a dar ternurita que pidamos tan poco. Diez milloncitos. Nos los van a dar enseguida.
—¿Enseguida? Jajaja, esa palabra no existe.
—¿Cómo no? Se supone que el inteligente eres tú. Significa luego luego.
—Sí sé que significa, pero no existe. Enseguida, enseguida, encendida.
—Esenguida, ese guinda, ¿enceguecida?
Los dos se callan, confundidos. Omar por fin rueda hacia el mueble de la tele, alejándose de la alfombra y de pasada limpiándose los mocos con ella.
—Me está dando el bajón, ¿tienes perico?
Dos cabrones
Omar juega Playstation en su cuarto, medio sentado medio erguido entre las sábanas de una cama sin hacer. Es sábado. Su celular vibra y vibra, pero incluso si pestañea va a perder y nunca había llegado tan lejos en Call of Duty. De pronto cae en cuenta: “nunca había hecho tantos puntos”, y al pensarlo, inmediatamente pierde. El cuello le truena cuando voltea a ver su celular, es El Chivo.
—Ya tengo su horario, ¿qué día lo hacemos?
“Nunca, pedazo de pendejo” typea el Chivo como respuesta y después lo borra, letra por letra. Escribe: “Qué has pensado de decirle?”. Omar es de la idea de invitar a la misma Carmela a formar parte del complot. Siempre se está quejando de sus viejos, dice que son unos controladores elitistas y que la quieren menos que a su hermana porque salió morocha, se tatuó los dos brazos y se coge a puro negro. Bueno, Carmela dice un chingo de pendejadas y es a todo dar, pero luego esas morras que se juran bien rebeldotas, bien acá, resultan unas hijas de mami cuando la cosa se pone cerda.
Tal vez sí era mejor dejarla fuera y dividirse entre dos como insistía El Chivo. Además, ellos lo necesitan, ella no. Lo que sin duda era increíble, de no creerse, es que él tuviera los suficientes escrúpulos para titubear, mientras el imbécil del Chivo estaba all in desde el principio. Omar tampoco manda ese mensaje; vuelve a empezar: “No sé qué tan buena idea sea, we, piensa en lo cercanos que son…”.
Omar sabe que Carmela y El Chivo se conocen desde la primaria y que, dijera lo que dijera El Chivo, ella siempre había sido una excelente amiga. Cuando el wei se queda dormido en las pedas, ella se asegura de que el cabrón no deje de respirar, porque cuando era chico tenía apnea. Le pasa los apuntes para que estudie, resaltando lo más importante en colores fosforescentes y recordándole las páginas que debe leer para dejar de reprobar, porque Carmela es una borracha impulsiva, pero se toma las clases muy en serio.
Omar sospecha que el Chivo no quiere hacer esto sólo por el dinero, sino que el idiota se imagina genuinamente que si Carmela llegara a descubrirlos, se cagaría de la risa con la ocurrencia. Lo hace por la adrenalina, porque las drogas lo llenan de una ansiedad que no alivia con nada, ni el alcohol, ni el sexo, ni siquiera otras drogas surten el efecto de antes. Ya una vez cuando estaban bien colocados, le había sugerido asaltar un Oxxo, pero Omar le dijo que se fuera a dormir y el Chivo obedeció. Borra de nuevo aquel conato de mensaje: ve que el otro está escribiendo…
—Chivo llamando a Calamar
—No me digas así.
—Necesitamos nombres codificados
—Omar, el Calamar.
—Suena cabrón
—A ti todo el mundo te dice Chivo
—Hasta tu mamá
–Jajajaja
—Tru
—Bueno me bautizaré Caballerango del Zodiaco
—Wei, esto no es un juego
—Si vas a estar de pendejo no lentro al pedo.
—Nos podemos meter en un pedote
—Hay que borrar esta conversación
—Primera cosa inteligente que dices.
La pantalla se tapiza de Este mensaje ha sido eliminado antes de sustituirse con el cuadro negro que indica una llamada entrante.
—Qué pex —bala el Chivo haciendo honor a su apodo.
—Va, hagámoslo el jueves que sale tarde, pero acuérdate…
—Sí, sí, ya sé. Bolsa, cajuela, inyección, tu depto, pedir rescate, recibir dinero, regresarla sana sanita de rana.
—Ok, genio, como quiera mañana hay que repasar el minuto a minuto. No me da nada de confianza tu confianza. Hay que ser calculadores, pacientes, como Lupin.
—Uyuyuy quién te viera, si así fueras en la escuela…
—Así soy en la escuela.
Tres millones
–Que nos depositan un adelanto de tres melones, les mandamos prueba de que está viva, y nos rolan los otros siete.
–Eso no tiene ni pies ni cabeza.
–Pues qué van a saber estos riquillos sobre cómo negociar un secuestro, seguro están sacándolo todo de series y películas.
–Entonces estamos en las mismas.
El Chivo se ríe, aunque Omar lo dice serio, completamente serio.
–A ver, hay que cortarle un mechón de pelo. Lo voy a hacer yo porque no me latió como le echaste ojo la última vez.
Omar se muerde las uñas y aprieta la mandíbula. El falso impulso protector del Chivo lo estaba irritando desde la noche anterior porque, para empezar, él no quería hacerle nada a Carmela. El que aprovechó para ver si su chichi le cabía en la mano fue él, pinche Chivo asqueroso.
–Si les mandas pelo cómo van a saber que sigue viva.
–¿Les mandamos un dedo entonces?
Los dos se ríen.
–Hay que tomarle una foto, es lo más fácil– sugiere El Chivo.
–Pues también podría estar muerta y la pudimos haber maquillado para la foto.
–Bien pros, ¿no? Bueno tons un video. Que se vea que respira.
–Al rato resolvemos eso, hay que ver primero lo del billete, ¿les dijiste que nada de depósitos, verdad, que mejor en efe como quedamos?
–Simón.
–Va, pues mira, voy a recogerlo al rato. Lo que se me ocurrió para blindarnos es esto: voy a separarlo en bonchecitos y esconderlos en diferentes lugares. Ya que hayan pasado tres o seis meses y nadie sospeche de nosotros, los recuperamos.
–Y yo cómo voy a saber dónde los metiste.
–No vas a saber, no confío en ti.
–Ah chingá.
–No me digas que tienes el autocontrol para esperarte a que estemos seguros.
El Chivo le da la razón con un gesto y vuelve a abrir con sigilo la puerta del clóset donde tienen apretujada a la chica inconsciente. La mira por un segundo y cierra de nuevo.
–Wei, deja de revisar cada diez minutos, no se va a ir a ningún lado. Está noqueada.
Omar duda del Chivo, del peligro que pueda correr Carmela dejándolo solo y decide:
–Es más, le voy a poner llave, ¿va?
Y le echa seguro a la puerta sin esperar respuesta.
Omar regresa al departamento pasada la medianoche. La operación le tomó mucho más tiempo del que pensaba. Horas revisando los alrededores del casillero de gimnasio abandonado dónde el padre de Carmela había asegurado que dejaría el dinero. No fue hasta que estuvo ahí, oculto entre los coches estacionados de la calle, frente al letrero apagado y a medio caer de XtremeSportz, que el plan le pareció infantil de principio a fin. Podía haber cámaras, policías encubiertos, detectives que lo siguieran al salir de ahí, incluso una pinche bomba en lugar de los billullos prometidos. Podían atorarlos de una y mil maneras. Pero no, nada de eso.
Cuando finalmente se decidió a entrar, todo avanzó como si fuera una película. Ninguna alarma, ni patrulla ni escándalo. El susurro de sus pasos, su respiración agrietada por la media que usó como pasamontañas, sus manos temblorosas metiendo la clave al candado. No le cupo ninguna duda: los padres de Carmela la amaban. Estaban obedeciendo las condiciones de los secuestradores al pie de la letra.
Tenía ganas de contárselo al Chivo, de echar una cervecita de alivio y al mismo tiempo tenía ganas de llorar, pero al abrir la puerta se encuentra con su colega, ahora sí que su parner in crime, igual de noqueado que la secuestrada. El bulto ronca a un lado de la puerta del clóset, entre recargado en la pared y no, con bolsitas de papas, cascos de cerveza y una botella de tequila Azul levantando una barrera de mierda a su alrededor. Un ligero olor a guácara invade la habitación. Omar le patea un pie.
–Levántate, pendejo.
El Chivo abre los ojos a media asta. Bosteza y luego eructa.
–Eres encantador.
–Te tardaste un chingo.
–Ya quedó. Tres millones estratégicamente ocultos.
–Ya ya ya, vamos a festejar– dice el Chivo al tiempo que saca una bolsita con polvo de sus jeans–. Un poco de caspa del diablo pa despertar.
Omar se mete una línea y el Chivo, al ver que su amigo no se abalanza sobre la segunda, se fagocita las otras tres a toda velocidad. Se sientan en la sala y hablan y ríen y ponen música. Afuera empieza a amanecer, pronto tendrán que mandar las pruebas de vida si quieren esos siete más, y vaya que los quieren, por lo menos el Chivo. Lo que más quiere Omar en ese momento es olvidar el asunto, borrar el episodio y, de ser posible, quedarse con el dinero cómo único recuerdo. La bocina se queda sin batería y los muchachos se miran el uno al otro, incapaces de solucionarlo. El Chivo se revienta otras tres líneas. Es bastante coca, piensa Omar, pero tampoco más de la que acostumbra su cuate cualquier lunes.
Se escucha un breve tosido.
–No mames, no me digas que se te olvidó volverla a inyectar– dice el Chivo.
–Cabrón, yo fui a hacer lo del dinero. Además, hay que tener cuidado, si la atiborras de esa madre se va a quedar lela. No creo que se haya despertado.
–¿Ah no?, y qué es ese ruido.
–La gente también tose dormida.
–Hola–, se escucha el hilo de voz de la muchacha, aún confundida por la droga y por el sendo putazo que le metió Omar sin querer cuando la metió en la cajuela –. ¿Hola?
Y las siguientes palabras se las intercambian los amigos sin sonido alguno, con ademanes y caras que sudan de puro susto:
“Shhh”, se lleva Omar el dedo a la boca.
“Hay que inyectarla de nuevo”. Pone una inyección imaginaria el Chivo sobre su brazo.
“No, no nos puede ver”, niega Omar, preocupado.
“¿Tons?”, Levanta las dos manos al techo el Chivo, gesticulando.
“Tapa eso, se puede asomar por ahí”. Omar hace mímica mientras arrastra el tapete felpudo para cubrir el huequito que se hace entre la puerta y el piso.
Lo único que se escuchó en el cuarto durante este intercambio fue el arrastre de los muebles y a Omar sorbiéndose los mocos cada tanto por su alergia reactivada por los ácaros y polvo que suelta la alfombra al moverla. Los cabrones se salen del cuarto para ponerse de acuerdo: el Chivo hará una voz diferente, grave, para ordenarle a Carmela que no abra los ojos antes de que se los cubran o la matarán sin miramientos.
Omar se impresiona con la sangre fría con que el Chivo habla y ejecuta: saca un tripié de quién sabe dónde y acomoda la cámara; ya van a aprovechar para hacer el video. A Omar le tocó la otra parte: quita el seguro al clóset y lo abre. La chica está en posición fetal, con la frente pegada a las rodillas, sin atreverse a alzar la cara. Omar se pone atrás de ella y la levanta de las axilas, la conduce al centro del cuarto y vuelve a sentarla en el piso, le tapa los ojos con su suéter.
Se da cuenta de las lágrimas que caen de sus bonitos cachetes, silenciosas, y no puede soportarlo. Sale corriendo al baño por papel y con unas bolas mal hechas la seca con delicadeza. Ella susurra un “gracias” quedo y entonces él la toma de la mano y le da un breve apretón para transmitirle seguridad, para hacerla saber que todo irá bien y que nada malo va a pasarle. Pero a ella la recorre un escalofrío al instante y endurece la boca. Él se imagina horrorizado lo que ella está temiendo y otra vez se sorbe los mocos con fuerza.
Todo está quieto, sus cuerpos cerca, sus caras también. Él aprovecha para memorizar sus facciones y sabe que, incluso si todo sale bien, jamás tendría el valor de invitarla a ningún lado. No después de esto.
–¿Omi?–, dice ella en un susurro al que le falta suavidad.
–¡No mames, cabrón! ¿Qué hiciste?–, grita el Chivo al escuchar eso.
–¿Chivo? ¿Qué pedo?
Ella se quita el suéter de los ojos de un jalón. Mira a uno y al otro, confundida en lo que su cerebro, que lento no es, va comprendiendo la situación para transformar su sorpresa en miedo y su miedo en furia.
–Me pueden explicar qué vergas…
El Chivo le da un trompazo con la cámara Nikon con lente de 50mm que la tumba al instante y, una vez en el piso, sigue golpeándola con más saña que espíritu, con un semblante gélido que su amigo jamás le había visto.
–¡No mames, wei! ¡qué haces! ¡no mames!
A Omar se le nubla la vista, un calambre le sobrecoge el pecho y hormigas imaginarias le caminan por la cara. Siente ganas de vomitar, y la imagen a su alrededor se ralentiza.
–Wei, qué haces, hay que llevarla al hospital. No mames, wei, qué pedo–. Esto Omar no sabe si lo dijo en voz alta o solamente lo pensó, o quizás lo gritó con todas sus fuerzas y los vecinos pronto estarán preguntando qué chingados pasa ahora con los del 604. Tal vez sólo aulló sin sentido.
Omar se levanta de un brinco y detiene el impulso violento del Chivo, lo tumba de un golpe, toma a Carmela en brazos y le da un beso antes de ingresarla anónimamente en urgencias. Luego abre los ojos y nada de eso. El Chivo sigue cómo energúmeno y él, Omar, está sentado en el piso hecho un ovillo contra la pared, llorando, aterrado de averiguar con su mirada si la chica aún respira.
Cuatro horas
… en absoluto silencio.
El Chivo hace rato que se dejó caer de un sentón, exhausto, se tapó la cara con una mano y con la otra acariciaba y todavía acaricia el cráneo roto de Carmela. Se mira la mano llena de esa sustancia que es apenas líquida, casi un sólido, como si no supiera cómo apareció de pronto entre sus dedos. Omar apenas puede verlo porque tiene los ojos anegados de lágrimas. Además del pecho le tiemblan las manos y la boca. Lo odia, odia al Chivo como nunca había odiado a nadie. Por tener esta idea tan estúpida y por destruir algo tan hermoso.
Dos jóvenes con cara de adolescentes y ninguno sabe dónde poner los ojos. No se reconocen entre ellos, ni a sí mismos.
–¿Cómo supo que eras tú, cabrón?
La voz del Chivo suena ronca, envejecida, y Omar no encuentra la suya para contestarle.
¿Fue su olor? ¿Su maldita alergia? ¿Fue la afamada intuición femenina o fue que atrapada en el clóset algo escuchó, algún objeto reconoció en la penumbra? Jamás lo sabrán porque la sangre corrió como si tuviera prisa por alejarse de su fuente y se expandió como yogurt sobre la loseta mugrienta del departamento de Omar. En algún momento, ninguno de los dos recuerda cuándo, la mancha dejó de crecer y ahora se seca, despacio.