Sergio Pitol: la intimidad de una ficción
Este ensayo indaga en los mecanismos con los que está construida la obra autobiográfica de Pitol; una obra sustentada en la memoria, pero que entiende que nuestros recuerdos siempre son inestables, y en esa inestabilidad a menudo se confunden literatura y vida. «La memoria en Pitol —afirma Jezreel Salazar— adquiere la forma de una serie de juegos con la identidad».
¿Existe algo menos estable, o más incierto, que la forma que le otorga Sergio Pitol a la memoria? Tal vez sea posible averiguarlo. En Formas breves, Ricardo Piglia escribió que «la crítica es la forma moderna de la autobiografía», y agregó que «el crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee». La obra reciente de Pitol, cercana a la escritura autobiográfica y al relato del yo, pareciera estar diseñada para demostrar tal postulado. Desde El arte de la fuga hasta Una autobiografía soterrada, el narrador mexicano reconstruye su memoria, refiriendo recuerdos, pero sobre todo realizando un recuento de lecturas, comentando obras y autores, reflexionando sobre la escritura literaria y el arte de la novela. De ahí que algunos lo hayan calificado como un «autobiógrafo reticente», cuyo objetivo sería escamotear su propia vida y borronearse a través de sus lecturas. Como si se tratase de falsa autobiografía, cuando Pitol narra hechos concretos éstos sólo parecen tener importancia si se encuentran asociados a algún tipo de experiencia literaria. Sin duda, él está consciente de ello. Ya desde su autobiografía temprana, escrita en 1966, afirmaba:
Hasta hace poco me inclinaba a pensar que una buena biografía debía recoger sólo los datos verdaderamente fundamentales de todos los periodos anteriores al contacto de quien la escribe con la creación; la auténtica biografía empezaría en el momento en que alguien se convierte en aspirante a escritor…
En la reedición de este precoz ejercicio de autonarración, esto se vuelve aún más evidente. Cuando en 2011 Pitol publicó Memoria 1933-1966, decidió reescribir su autobiografía juvenil suprimiendo detalles, nombres y datos específicos que tenían que ver con su intimidad, dándole mayor peso a su relación con libros y autores, a su formación intelectual como narrador. En otro de los libros que conforman su Trilogía de la Memoria, recuerda a Henry James y de paso justifica el modo en que se retrata a sí mismo:
Al final de su vida escribió una autobiografía en tres volúmenes donde se propuso hacer ignorar al lector todo dato de carácter privado. Al igual que Juliana, la protagonista de Los papeles de Aspern, debió considerar que la vida de un escritor, como la de cualquier otra persona, era sagrada, y que lo único que debía suscitar el interés del público era la obra.
Pitol se proyecta en sus escritos estrictamente como literato. Cada vez que narra su evolución creativa (y esto lo hace en multitud de ocasiones), remarca cómo la lectura de novelas definió su recorrido vital: «aquello que da unidad a mi existencia es la literatura; todo lo vivido, pensado, añorado, imaginado está contenido en ella. Más que un espejo es una radiografía: es el sueño de lo real». La literatura no como una vivencia más, sino como la experiencia fundamental, como el espacio efectivo al interior del cual desarrolló toda su vida. En Una autobiografía soterrada lo constata: «En esa época vivía yo en Varsovia y en la literatura polaca». En Pitol el mundo de los libros equivale al mundo real.
El autor xalapeño va más allá. Una y otra vez invierte la relación entre realidad fabulada y mundo fáctico. Lo hace remarcando la carga de ficción que hay en toda vida y otorgándole un poder de veracidad mayor a lo que construye en sus obras de ficción. Dice en su Memoria: «me permito omitir y pasar por alto muchos puntos cuyas claves y aun explicaciones el lector encontrará en mis cuentos. Por ellos sabrá más de mí que a través de estas páginas, que a pesar de mis esfuerzos en contrario, como todas las de su género, están viciadas de una esencial insinceridad». Desde sus primeros cuentos el vínculo poroso entre existencia y arte, entre experiencia y creatividad, aparece como temática constante. En su obra la ausencia de líneas divisorias prevalece: «En todo lo que he escrito: cuentos, novelas, crónicas, hasta en ensayos, me presento por todas partes […]. No hay nada allí que no esté extraído de los archivos de mi vida». De igual modo, Pitol afirma que al abandonar el mundo diplomático y regresar a México perdió a los personajes que poblaban sus novelas, por lo que comenzó a escribir otro tipo de textos en donde él mismo se volvió personaje.
Proyectarse como héroe de novela y usar la realidad como pretexto para contar tramas transgrede no sólo la división entre textos ficcionales y de no ficción, sino la definición que suele dársele al concepto de intimidad. Según Pitol, hablar de obras literarias no sólo supone narrar la propia vida; también implica pensar lo privado como espacio en donde tiene cabida la voz de otros. Si lo más íntimo se produce en el contacto con los libros es porque a través del acto de leer se genera un ámbito donde lo privado y lo público se enlazan y dialogan. Así, en Pitol la intimidad toma la forma de un libro inacabable, que es necesario leer una y otra vez.
La dimensión confesional e íntima no sólo está presente en las autobiografías intelectuales de Pitol (¿ensayos autobiográficos?); se encuentra vinculada a lo que podríamos considerar una teoría de la lectura, diseminada a lo largo de su obra. Hay en ella un elogio a la exclusiva forma de leer de cada sujeto («Nadie lee de la misma manera»), una conciencia sobre la naturaleza irrepetible de las lecturas («Un libro leído en distintas épocas se transforma en varios libros»), además de una reflexión sobre la densidad interpretativa de los textos («la auténtica lectura es la relectura») vinculada a una apuesta por hacer de los relatos de otros la materia prima para narrar la historia de la propia personalidad.
Pitol hace de la escritura del yo un espacio en donde intimidad y vida pública conviven. Esto lo logra desplazando constantemente su identidad. Al hablar de otros autores, valora aquellas experiencias que le parecen comunes o aquellas formas estéticas que también practica. Sobre la escritura de Gao Xingjian, por ejemplo, afirma lo que un lector podría decir sobre cualquier novela de Pitol: «La trama es un intrincado tejido de discursos, un laberinto que yace bajo una superficie en apariencia confusa». Hablar de otros le permite conformar su propio autorretrato, gracias a un ejercicio de identificación y contraste. Una y otra vez encuentra en los autores y las obras que comenta modos de la autodescripción. El desplazamiento hacia el otro como ejercicio autobiográfico. Es como si sólo distanciándose, Pitol pudiera hablar de su propia vida. ¿Qué lo lleva a evadir la primera persona: pudor, miedo a la autocomplacencia, incertidumbre frente a lo vivido? En su «Diario de la pradera» el narrador habla de su primera estancia en Cuba, cuando era joven, pero decide hacerlo en tercera persona. Así lo justifica: «Me pasma el joven que he sido. Me es casi imposible creer que aquel joven fuese el anciano que con esfuerzo recuerda un capítulo tan lejano de su vida. Me es más fácil establecer una distancia para contar sus hazañas en La Habana; utilizaré la tercera persona como si yo fuera otro». He ahí el hallazgo fundamental: «como si yo fuera otro». El relato autobiográfico a partir de una identidad no unívoca, ni fija, ni propia. La personalidad como el resultado de metamorfosis que pondrían en crisis el pacto de confianza que la concepción tradicional de la autobiografía carga consigo. De nuevo Piglia: «La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos». Para Pitol, la persona lo es en su sentido etimológico: una máscara, de modo que tanto la idea de sujeto como de sinceridad no resultan simplificadas, sino que implican un proceso complejo que es celebrado a través de la mutación y el antifaz. Máscaras autobiográficas, podríamos decir. El propio Pitol se caracteriza así: «En mis narraciones soy más bien un personaje enmascarado, que se mueve en los corredores, un observador de las tramas para despejar las oscuridades de la obra, o encapotarlas más».
Pitol es un maestro del disfraz, pero también del autoescarnio. Si el yo es verosímil, su veracidad suele ponerse en duda: «De la única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo», escribe en El arte de la fuga. En ciertos momentos este ejercicio de autodescalificación se plasma a través de una escritura plenamente ficticia. En «Hasta llegar a Hamlet» la exposición de experiencias a través de una memoria ajena y ficticia corre a cargo de un narrador bajo sospecha y sugiere la imposibilidad de todo proyecto autobiográfico en su sentido tradicional.
Me explico. Se ha dicho que en los relatos y novelas de Pitol siempre hay un enigma que no se resuelve, pero del que depende toda la estructura de la obra y el futuro de los personajes. En Una autobiografía soterrada lo afirma de este modo:
En el centro de todas mis tramas establezco una oquedad, un enigma, en cuyo torno se mueven los personajes. El vacío al que reiteradamente me refiero y del que depende el destino de los protagonistas jamás se aclara; lo menciono una y otra vez, sí, pero de modo oblicuo, elusivo yrecatado. Instalo en el relato una ambigüedad y una que otra pista, casi siempre falsa. Necesito crear una realidad permeada por la niebla; para lograrlo debo armar una estructura lo más firme de que sea yo capaz.
Ocurre lo mismo en sus escritos autobiográficos. Sergio Pitol es un escritor elíptico. Lo tácito y los sobreentendidos son lo suyo. En su postura estética, la realidad tiene un sustrato inaccesible; se trata de una dimensión que se halla fuera del alcance de la percepción:
Cuando escribo algo cercano a la autobiografía […] me queda la sospecha de que mi ángulo de visión nunca ha sido el adecuado, que el entorno es anormal, a veces por una merma de realidad, otras por un peso abrumador de detalles, casi siempre intrascendentes. Soy entonces consciente de que al tratarme como sujeto o como objeto mi escritura queda infectada por una plaga de imprecisiones, equívocos, desmesuras u omisiones… De esas páginas se desprende una voluntad de visibilidad, un corpúsculo de realidad logrado por efectos plásticos, pero rodeado de neblina.
Si lo real (y en última instancia, la verdad) resulta inasequible, la tentativa de escribir un texto autobiográfico siempre tendrá como destino la desilusión o el fracaso. En Pitol los principios sobre los que se basa la escritura de lo autobiográfico están descartados. La intención (en muchos sentidos positivista) de reconstruir una vida a través de la escritura, confiando en la sinceridad y precisión de un autor que logra, gracias a ellas, la articulación coherente entre yo, mundo y texto, es puesta aquí de cabeza. Pitol supone lo contrario: si se trata de ser honestos, hay que decir que la inexactitud debe ser el eje de la memoria, en buena medida porque a la realidad, rodeada «de neblina», nunca podremos aprehenderla en su totalidad y de manera uniforme e inmóvil. La referencialidad, propia del género, es imposible. Pitol apuesta a lo contrario: la ficción como resultado de la vida privada. La intimidad como modo de la ficción.
En un breve fragmento titulado «No saber nada», el narrador de El mago de Viena reproduce unas frases halladas en el diario argentino de Gombrowicz que le resultan de interés porque pareciera como si él mismo las hubiese escrito: «Todo lo que sabemos del mundo es incompleto, es inexacto. Cada día se nos presentan mayores datos que anulan un conocimiento previo, lo mutilan o lo ensanchan. Al ser incompleto ese conocimiento es como si no supiéramos nada». Lo que defiende Pitol es una epistemología de la incompletud que adquiere forma en sus textos autobiográficos a través de su secuencia fragmentada. Pero sobre todo mediante una serie de supresiones y saltos temporales que impiden que la vida que relata tenga una textura homogénea y cronológica. Este quiebre de la linealidad narrativa explica el porqué cada una de sus obras no busca dar cuenta de la totalidad de la vida de su narrador; en su lugar, refieren sólo episodios aislados que se enlazan gracias a la lógica del azar y la libre asociación.
Si Pitol trabaja con lo suprimido es porque busca demostrar que todo ejercicio de autoexégesis resulta imposible. O mejor aún: indeseable. El autoconocimiento no debe ni puede ser el resultado de las escrituras del yo. En Pitol la inestabilidad del sujeto, del género textual y de la memoria, están acompañadas de la multiplicación de voces personales. El yo se escinde, trastocado por experiencias ajenas, pero también en la multiplicación de registros autobiográficos. Los distintos volúmenes en donde Pitol narra fragmentos de su vida implican tanto una ruptura en la unidad del yo, como una diversificación de sus perspectivas y representaciones. Y es que, para Pitol, la interpretación del mundo es siempre cambiante, lo cual se comprueba lo mismo al leer un libro muchas veces que al intentar asir la identidad de los sujetos: nuestro carácter móvil e inestable impide que podamos conocernos de manera plena. Por eso, la memoria en Pitol adquiere la forma de una serie de juegos con la identidad, en donde varios yos expresan sus múltiples posibilidades vitales, lo cual deja ver el artificio constitutivo de todo relato de la subjetividad. La identidad como mutación y artificio narrativo. Para Pitol, más que esencia estable, toda identidad es el proceso (complejo, múltiple, itinerante) de búsqueda que un sujeto realiza para constituirse a través del lenguaje.
Si para Pitol el yo es de por sí un disfraz, esto se potencia cuando el contexto de su enunciación está plagado de simulaciones. Al hablar sobre El desfile del amor, Juan Villoro afirma la «carga política» de la novela: «Aunque posee tensión de thriller, no podría tener un desenlace. Metáfora de México, retrata una sociedad donde la verdad es impronunciable y toda explicación pública, un simulacro». Este planteamiento le otorga otra explicación a la escritura autobiográfica de Pitol: si el país funciona por una moral de hipocresías y simulaciones, la vida personal no puede ser sino un fingimiento más. La memoria de Pitol puede sintetizarse, acaso, en esa ineludible certeza: la ficción nos defiende de aquello que acecha a la intimidad. Una forma de decir, después de todo, que rastrear recuerdos inventados ofrece un mejor retrato que los rumores en torno a la vida privada de un autor.