Tierra Adentro
Portada Tierra Adentro ilustrada por Rosario Lucas

Me llamaba hermanita aunque no éramos parientes. Recuerdo sus labios gruesos, sus mejillas abultadas y el cabello negro que le cubría los ojos casi por completo. Tenía nueve años cuando lo conocí. Calculo que él tendría veinticinco o veintiséis, aunque se veía más grande. Un día, cuando fuimos a visitar a tía Gemma, él ya estaba ahí y nadie me explicó nada. Lo que sé de él lo descubrí escuchando pláticas a escondidas. Incluso ahora, que ha pasado tanto tiempo, nadie lo menciona, como si no existiera. Le decían Che Hui. Mi familia es de un pequeño pueblo cerca de la costa de Oaxaca. Mis padres viajaron a Ciudad de México después de casarse; mi hermano Beto y yo nacimos en la capital. Cuando éramos pequeños viajábamos al Istmo todos los años, en verano y Navidad. El verano que conocimos a Che Hui fue especialmente caluroso: era insoportable estar bajo el sol y la temperatura rondaba los treinta y siete grados a la sombra. No importaba que nos moviéramos poco o que nos bañáramos varias veces: todo el día estábamos cubiertos de un sudor que nunca secaba. Mi hermano y yo ni queríamos jugar, andábamos en calzones y con chanclas de plástico. Abanicarnos era inútil, lo único que se conseguía era revolver el aire caliente. Se nos iban las horas en las hamacas de casa de los abuelos y, cuando comenzaba a oscurecer, nuestros padres nos llevaban al centro del pueblo. La plaza se llenaba de luces y zanates. Nos compraban botecitos de jabón para hacer burbujas y nos llenábamos los pies de polvo corriendo alrededor del kiosco.

También nos gustaba ir a casa de tía Gemma, la hermana mayor de mi mamá. Era una casa grande, de un solo piso, con ventanales enormes sin cortinas y un patio amplio lleno de palmas, helechos y flores rodeadas de abejas. Al fondo crecían un ceibo y un árbol de mango bajo el cual jugábamos con los primos. Había escarabajos de colores y lagartijas adheridas a las paredes; las hormigas formaban hileras a lo largo del concreto, y a Beto y a mí nos gustaba echarles agua.

Era una tarde de mediados de julio. El viento silbaba, mecía las plantas del jardín y los rayos de luz dorada entraban a través de los ventanales. Los adultos —mis tíos y mis padres— descansaban en las hamacas colgadas de las paredes de la sala; yo jugaba en el patio, aplastando moscas y haciendo pasteles de lodo.

Entonces lo vi: moreno, alto y desgarbado, sonriente. Se movía de una manera extraña, como en cámara lenta, y tarareaba la melodía de un comercial de refresco que salía en la televisión. Se volteó hacia mí y comenzó a hablar. Su voz era pastosa y arrastraba las palabras. ¿Te gustan las lombrices? Se rio. No entendí nada más, observé la saliva en las comisuras de sus labios y la delgada capa de vello negro que era su bigote. Conforme hablaba, se acercaba cada vez más y pude ver que tenía los dientes torcidos. Asentí un par de veces, luego volví a la sala donde estaban mis papás para evitar encontrármelo de nuevo.

Pasamos casi todas las vacaciones en casa de tía Gemma. Cuando veía a Che Hui, daba rodeos para no tener que hablar con él; mi hermano también le rehuía. Mamá me decía que no fuera maleducada, que lo saludara. Es tu primo José Luis, insistía. A regañadientes me acercaba a saludarlo de beso y me limpiaba la mejilla cuando creía que nadie estaba mirando.

Me daba vergüenza preguntar quién era, de dónde había salido. Beto y yo descubrimos que dormía en un cuartito en la azotea. Mis primos casi no le hablaban, y cuando lo hacían era para regañarlo por derramar cosas o por tropezarse y romper algún adorno de la casa. Tía Gemma le hablaba como a un niño chiquito, tío Pepe lo ignoraba. Los demás miembros de la familia eran amables con él, pero en cuanto comenzaba a hablar dejaban de prestar atención. No comía con la familia, se sentaba a la mesa después de nosotros y yo lo espiaba. A veces tiraba las verduras que tía Gemma le ponía en el plato. Lo que más le gustaba comer eran tortillas con rebanadas de queso fresco y camarones, las engullía de un solo bocado.

Conforme pasaron los días me acostumbré a Che Hui, que me seguía como una sombra porque yo era la única que asentía o respondía cuando hablaba. A veces se movía como si sus extremidades fueran de gelatina o como si fuera una máquina descompuesta, pero sus movimientos bruscos dejaron de incomodarme y descubrí su buena disposición para jugar a cualquier cosa que le propusiera. Me acostumbré a sus berrinches cuando algo no salía como quería y a no entenderle cuando hablaba; también a que se acercara demasiado, aunque, algunas veces, todavía me removía inquieta al notar los hilillos de saliva que escurrían por su mentón. Hermanita, ¿jugamos?, me decía con una sonrisa, luego me abrazaba. Yo escapaba del abrazo lo más rápido posible y corría a saludar a los demás.

Esas vacaciones jugamos a los exploradores, a la comidita, a los aviones, a que éramos capitanes de un barco y recolectamos muchos bichos de las macetas del patio. Me enseñó a atrapar mariposas, también a arrancarle las púas a las orugas que se arrastraban entre las flores. Después Beto comenzó a juntarse con nosotros y los primos nos hacían burla. Pero nos divertíamos. Nuestros padres observaban desde la sala y nos decían en voz baja que mejor jugáramos con los primos.

A veces, cuando hacía demasiado calor como para estar afuera, mi hermano y yo nos quedábamos a platicar con los adultos, bajo el ventilador y comiendo raspados. Che Hui se entretenía con un libro para colorear y crayolas que tía Gemma le compraba.

Ese verano llovió un par de veces. En cuanto olía a tierra mojada corríamos al patio para brincar en los charcos y refrescarnos. A Che Hui también le gustaba. Jugábamos a las atrapadas y, cuando los adultos no se daban cuenta, cruzábamos el portón y salíamos a la calle a seguir chapoteando.

En una ocasión Che Hui nos enseñó a perseguir sapos y a clavarles ramas en la barriga para que saliera una sustancia blanca y lechosa. Nos daba mucha risa la manera en la que croaban. Algunas veces Beto y él los agarraban para estrujarlos; yo no, me daba asco. Cuando regresábamos a la casa, empapados y con los zapatos llenos de lodo, nuestros padres nos regañaban y tía Gemma le daba un porrazo en la cabeza a Che Hui.

Un día fuimos todos a la playa y, pese a las quejas de mis primos, tía Gemma dijo que Che Hui nos acompañaría. Ayudamos a los adultos a cargar la camioneta de tío Pepe con mantas, toallas y una hielera repleta de cervezas. Una hora después estábamos pisando la arena hirviente. Los adultos buscaron una palapa en la cual instalarse, después ordenaron refrescos, cocteles de camarón y huachinangos con papas.

Che Hui, Beto y yo estábamos tan entusiasmados que mamá apenas consiguió embadurnarnos de bloqueador antes de que corriéramos al mar. ¡No se alejen!, gritó, pero ya estábamos a unos metros de la orilla. Los primos se metieron después y jugaban aparte. Nosotros reíamos y nos salpicábamos agua en los ojos.

Nadamos mar adentro y cuando mis pies dejaron de tocar la arena, agarré muy fuerte la mano de Beto. Che Hui quería ir más allá, mi hermano y yo nos miramos inseguros. Volteamos hacia la palapa: los adultos platicaban sin prestarnos atención. Avanzamos un poco más y le clavé las uñas a mi hermano para que no se le ocurriera soltarme. Las olas pasaban sobre nuestras cabezas, nos costaba trabajo mantenernos a flote y respirábamos a grandes bocanadas. Hay que regresar, le dije a mi hermano y él asintió. No, un poco más, decía Che Hui. Que no, nos van a regañar, respondimos.

Una ola monstruosa que no vimos venir nos arrastró. Solté a mi hermano y los perdí de vista ambos. Di vueltas en el mar como una muñeca de trapo. Se me taparon los oídos, sentí que se me quemaba la nariz por dentro. Intenté salir a la superficie, pero la corriente me arrastraba. Al abrir los ojos bajo el agua no veía más que arena, espuma y un azul turbio. Me movía con desesperación, intentaba mantenerme a flote, sacar la cabeza, pero era inútil. Entonces sentí un cuerpo contra el mío que me jalaba y se aferraba a mí: era Che Hui, también estaba muy asustado y daba manotazos sin control.

Me golpeó la cara varias veces y recargó todo su peso sobre mí tratando de no hundirse. Yo intentaba respirar y sacármelo de encima, pero tampoco podía ver, tenía los ojos llenos de sal.

Una quemazón insoportable comenzó a extenderse en mi pecho, se me cerraban los ojos, ya no sentía ni los brazos ni las piernas. Empecé a ver manchas brillantes.

Lo primero que distinguí al recobrar la consciencia fue la cara de mi papá. Luego vomité agua salada y tosí tanto que creí que me desgarraría la garganta. Me sangraba la nariz, me zumbaban los oídos, tenía moretones y pequeños cortes en el cuerpo que me ardían al contacto con la arena caliente. Papá me frotaba la espalda y me decía que respirara, que tosiera, que ya había pasado lo peor. Mamá me envolvió con una toalla seca y me llevó hasta la palapa, donde pasé otro buen rato tosiendo.

Mis tíos hicieron lo mismo con Che Hui mientras Beto y los primos, que habían logrado llegar a la orilla y avisarles, miraban temerosos. En el camino de regreso al pueblo escuché a los adultos discutir y distinguí el nombre de José Luis varias veces; papá, mamá y tío Pepe se habían zambullido en el agua y nos habían sacado a ambos. En el hospital del pueblo nos dieron el alta tras obligarnos a beber una botella de suero y dos de agua.

Al día siguiente regresamos a la playa sin Che Hui. Tía Gemma dijo que no había querido ir con nosotros. Mamá nos prohibió meternos al mar, así que nos la pasamos haciendo figuras en la arena, recolectando conchitas y buscando cangrejos. Cuando regresamos  a la casa comenzaba a oscurecer. Che Hui estaba sentado en el suelo con varios bloques de madera, armaba torres, las derrumbaba y las volvía a construir. En cuanto nos vio llegar, miró a tía Gemma y salió de la sala llevándose sus juguetes.

Casi al final del verano me enteré de que mis tíos habían acogido a Che Hui porque su madre, que era conocida de la familia, había muerto en un accidente automovilístico y porque su padre le daba unas golpizas brutales cada que perdía la paciencia con él. Le hice muchas preguntas a mamá, pero sus respuestas fueron evasivas. No volvimos a jugar con él.

La Navidad de ese año fuimos al pueblo, pero no a casa de tía Gemma. Mamá se había peleado con ella. No regresamos en dos veranos. Casi tres años después, cuando volví a ver a Che Hui, me llamó hermanita de nuevo pero no jugamos juntos, y tampoco fingí interés por su parloteo. Había crecido varios centímetros y ya podía rechazar sus abrazos. Beto tampoco le habló. Se volvió invisible para nosotros como lo era para el resto de la familia. Pasamos las vacaciones en el pueblo, cenamos en los puestos callejeros de tlayudas y fuimos a la playa con los primos. Che Hui seguía en el patio persiguiendo sapos.

Muchas veces lo vi dar vueltas con los brazos extendidos y murmurando en voz baja, pero no le hablé. Con el tiempo dejamos de ir cada año al pueblo y ya no veíamos tan seguido a la familia. Papá consiguió un trabajo en otro estado, nos mudamos de la capital. Se me olvidaron los veranos intentando atrapar mariposas y arrancando flores.

Hace dos meses regresé a casa de tía Gemma con mis padres y mi hermano; ahora tengo diecinueve, Beto veintiuno. Era verano. Todo seguía igual que antes, pero Che Hui ya no estaba. Nos reunimos con toda la familia y comimos juntos y nos reímos. Rememoramos historias viejas y anécdotas graciosas, alguien incluso recordó aquel susto que les dimos en la playa. Nadie mencionó a Che Hui, nadie parecía acordarse de él. Un día escuché por accidente una conversación entre mamá y su hermana; tía Gemma, entre susurros y muy avergonzada, le contó a mamá que habían acusado a Che Hui de molestar a un niño que era vecino de la familia. Me lo imaginé intentando abrazarlo como me abrazaba a mí, acercándose demasiado, besándole las mejillas con sus labios gruesos y húmedos.

Mis primos estaban aliviados de tener la casa para ellos solos otra vez. Cada fin de semana tía Gemma le llevaba a su celda libros para colorear o plastilina, y ropa limpia, también observaba los moretones nuevos, los ojos hinchados y las heridas en los labios, pero no hacía preguntas.

El último día que pasamos en casa de tía Gemma le dije a Beto que me acompañara a dar una vuelta al patio y no quiso. Hacía muchísimo calor, aunque en la tarde cayó una tormenta y salí a brincar en los charcos como hacía cuando era chiquita; extendí los brazos, sacudí mi cabello y abrí la boca para beberme la lluvia. También me ensucié los zapatos de lodo; Beto me observaba desde una ventana y le hice una seña para que saliera, pero negó con la cabeza. Antes de entrar a la casa, vi un sapo que croaba junto a una maceta. Inflaba y desinflaba el saco vocal.

Corrí a buscar una cubeta del patio, me detuve junto al sapo y lo miré un momento antes de atreverme a agarrarlo para echarlo dentro. Luego busqué entre las plantas un buen rato hasta encontrar a otro, al cual puse junto al primero. Los miré: uno era verde oscuro y el otro marrón, ambos cubiertos de verrugas. Contuve la risa. Después arranqué una rama del limonero, los saqué uno por uno y les clavé la rama en la barriga para observar el líquido blanco que brotaba de su vientre. Dos sapos, uno para mí y uno para Che Hui.


Autores
Egresada de la licenciatura en Escritura Creativa y Literatura de la Universidad del Claustro de Sor Juana. En 2017 fue asistente editorial de la antología "Motivos de sobra para inquietarse" publicada por Libros Pimienta. En 2018 fue seleccionada para participar en el área de Escritura Creativa del programa Elipsis México 2018, organizado por el British Council en colaboración con el Hay Festival Querétaro. Ha publicado en la revista Sin Embargo, y actualmente forma parte del Women’s Creative Mentorship Project organizado por el International Writing Program de la Universidad de Iowa.
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