Santos voladores: dos ciclistas en la pandemia
Era domingo. Quedamos en vernos debajo del Monumento a la Revolución. Era la primera actividad social que haría desde que inició la cuarentena del Covid-19. Más de dos meses de no salir de casa, a no ser que fuera para ir al súper, la farmacia o a hacer un trámite necio en el banco. Llegó tarde, como siempre, unos veinte minutos después de la hora acordada. Para los que lo conocen, esto es algo intrínseco de la personalidad de Diego Rodríguez Landeros, esto y la imposibilidad de enojarse con él por su impuntualidad. Le solté un no mames genérico y él un disculpa protocolario. Nos saludamos de codo y tras unos minutos llenos de las preguntas básicas del confinamiento —¿cómo te va encerrado?, ¿qué rutinas de ejercicio haces?, ¿dónde compras la verdura?, ¿ves la novela de las 7?—, iniciamos la rodada con destino fijo a la Villa de Guadalupe.
La meta fue sugerencia mía, quizá algo de mi respeto a los ritos religiosos —a pesar de mi carnet de no creyente— tuvo algo que ver. Además, realizar un peregrinaje en medio de una pandemia, tiene un toque de fervor medieval que no se debía desaprovechar. La incertidumbre, imposible de disipar incluso escuchando a Gatell con la habitualidad de un feligrés de cielo ganado, es tal en estos tiempos que ayuda un poco de rito piadoso.
El trayecto tuvo desviaciones por sugerencia de Landeros. Hicimos, en nuestro peregrinaje, una parada para ver a un santo, al Santo. La estatua del luchador profesional que se hizo estrella de cine y entró así, cual héroe revolucionario, al inconsciente colectivo de las y los mexicanos. Entre callejones continuamos la ruta, atestiguando que Susana, aquella de apellido Distancia —que dicen sufre de una malformación congénita que le vuelve imposible bajar los brazos, aunque otros aseguran que es puro fanatismo religioso y con su pose rememora a la crucifixión, nadie sabe realmente— no vive ahí: los tianguis, los tacos y la caguama banquetera, en cambio, pasan como actividad esencial.
Sin pena ni gloria —qué va a ser, si sólo somos dos ociosos en bici— llegamos a la Villa de Guadalupe. La explanada vacía nos brindó cierta sensación de tranquilidad, de antigua paz. Frente al reloj reposaron las bicis y nosotros reanudamos la conversación abandonada en el Monumento a la Revolución. Al agotar el surtido de chismes, nos dirigimos al cerro del Tepeyac.
La subida, con las bicicletas a cuestas, nos hizo regresar al sentimiento de expiación, quizá en el sudor de la frente se iba el virus, quizá ésta era el remedio —qué vacuna ni qué madres— buscada por tantos científicos del mundo, o quizá solo era una necedad de dos ociosos en bici. En la cima nos tomamos la selfie obligatoria de todo paisaje que distrae del tedio y hablamos otro tanto, ahora de proyectos de escritura, de ideas para cuentos que nadie publicaría, de libros que uno y el otro debería leer, de la historia del Panteón Civil del Tepeyac y de la estatua del papa Juan Pablo II.
El sol calaba fuerte y el cansancio ya había doblegado la euforia de salir a pasear tras la cuarentena. Emprendimos el regreso. En Reforma cada quien jaló para su rumbo tras acordar repetir la rodada el siguiente domingo.
Llegué molido. La cama me guiñaba un ojo. Me bañé. Un dolor de cabeza me confirmó que estaba insolado. Debía tomar agua antes que nada. Fui por un vaso, lo empiné y sentí el alivio momentáneo en mi garganta reseca. Ahora sí, a dormir un rato.
Desperté y ya era noche, no abrí los ojos del todo, me era imposible. Era como si una manta invisible me cubriera el rostro. Tragué saliva y el temor hizo presencia: estaba adolorida. Por mi mente pasaron todos los testimonios que había leído en redes sociales: se inicia con incomodidad en la garganta, luego te puede dar fiebre, y agárrate que se pone peor. Era Covid-19, no hay duda. Quizá lo pesqué en el súper, quizá en la farmacia, estuvo adormecido cuatro días y precipité el tormento gracias a la rodada. Debía avisar a Landeros, pero las fuerzas estaban en desabasto.
Traté dormir de nuevo: imposible. Sentía calor y frío a la vez. Alguien estaba hablando y descubrí que era yo. Las paredes del cuarto ya no eran blancas, tenían los grises del asfalto de Reforma, luego las fuentes del Monumento a la Revolución. Me cubrí el rostro, esperando el chisguete de agua. No llegó, claro que no van a prender las fuentes en plena cuarentena. Alguien me observaba, me volví hacia al marco de la puerta del cuarto y ahí estaba Juan Pablo II. Le grité que se fuera, que no eran horas para visitar, además qué iban a decir los vecinos, están prohibidas las visitas durante cuarentena. Él dijo que venía por el líquido de mis rodillas, que era agua bendita. La cama se puso tiesa y el cambio de textura me asustó, yo sabía perfectamente qué era aquello, estaba sobre las tumbas del Panteón Civil del Tepeyac, en la lápida decía mi nombre, como epitafio “Ya ni modos…” y la fecha de defunción era la de ese domingo. Una parte de mí me tranquilizó diciendo que sólo eran las cosas que había visto en el paseo, que agradeciera que no llegara el Santo a hacerme una plancha. Esto también pasará, repetí una y otra vez. Entonces sentí un viento helado y violento, ya no estaba sobre la tumba, mucho menos la cama, ni había pontífice en el marco de la puerta, sólo el vacío y la ciudad desde la cima de la Torre Latinoamericana, pero lo más aterrador, lo que más me sumió en un sentimiento de abandono y vértigo, fue ver que de la antena colgaban voladores de Papantla. Su vuelo era ensordecedor, parecían hélices de helicóptero. Si seguía viéndolos terminaría cayendo al abismo. Era un vuelo de muerte, asesino y morboso. Fue entonces que recordé mis malviajes en ácidos, que la música te puede hundir pero también rescatar. Tomé el celular que estaba a punto de caerse del borde del edificio. Abrí Spotify, seleccioné crear una nueva lista de reproducción y puse de título “Canciones para mi funeral”. No sé cómo le hice para ignorar a los voladores de Papantla, la vista de toda la Ciudad de México a mis pies, esperando mi caída, exigiendo que me uniera a su evangelio de concreto. Pero la selección de canciones exigió toda mi atención, debían demostrar quién fui en vida, debían provocar un calorcito en los asistentes —aunque temí que por la pandemia el funeral fuera por Zoom, y por eso mismo debía durar menos de 40 minutos, si no te cortan la sesión, y ni modo que paguen una cuenta si ya estoy muerto—. La primera canción es una bastante obvia: Mi último deseo – Banda los Recoditos; la segunda, una que hará sonreír a todo aquel que me haya sufrido borracho y con acceso a elegir la música: El mono de alambre – El Viejo Paulino y su Gente; le sigue la que siempre he sentido mía por el simple y estúpido hecho de decir mi nombre: Tubthumping – Chumbawamba; la cuarta, una para verme rudo, que me ha servido para motivarme y además me gustó la escena final de esa película: Lose Yourself – Eminem; volviendo a lo regional, después de todo uno es norteño aunque se le vaya el acento entre tanto chilango, puntos extra porque sé que no le caigo bien a todos: No soy monedita de oro – Cuco Sánchez; le sigue la que, desde que practiqué boxeo de puberto, sentí incrustada, además de la soledad que narra pues ni para qué les digo si ya estoy muerto: The Boxer – Simon & Garfunkel; y no sé cómo llegué a esto, quizá la banda del inicio me recordó a los sonidos balcánicos, en fin, la escuchan por Zoom y si no les gusta le ponen silenciar y ya: Kalasnjikov – Goran Bregovic; y el título de la penúltima se explica solo —además de que es mi banda favorita, o al menos la que más escuché en vida según los reportes anuales del mismo Spotify—In My Time of Dying – Led Zeppelin; y finalmente, ya cuando las diferentes ventanitas de las sesión de Zoom muestren un chillar de qué bueno era, él tan joven, por qué Dios, por qué, maldita existencia de perros: Sergio el Bailador – Bronco. Lo había logrado: cuarenta minutos de duración total de la lista de reproducción.
Despegué la vista del celular y ya no veía el concreto sediento de mí, alrededor estaban las paredes de mi cuarto, debajo mío la cama con una mancha de sudor, silueta de cuerpo, y en el marco de la puerta, mi gato Kant observando en su perpetuo quehacer estoico —que en ese momento pasó a un tributo a Diógenes el Cínico: lengüetazos rasposos en sus partes pudendas—. Pensé en marcarle a Landeros y preguntar si estaba bien, sí él también tuvo Covid-19 por un día y si sabía si, en algún momento de la historia de la ciudad, voladores de Papantla rasguñaron el cielo desde la antena de la Torre Latinoamericana.
Han pasado días, quizá meses (la cuarentena es la insana distorsión del tiempo); no le he marcado, o quizá sí, puede ser que no fue necesario, que él era uno de los voladores, o que la rodada fue parte de la fiebre y yo nunca he subido el cerro del Tepeyac; ahora que lo recuerdo, la estatua de Juan Pablo II traía careta y cubreboca, bajo la cruz de la Basílica se leía “¿No estoy yo aquí que soy tú mismo?” y con Landeros no he hablado desde la presentación de su libro. Es una vorágine de realidad y absurdo, de realidad pura pues.
Hoy abro Spotify y la única certeza que encuentro es la lista de reproducción “Canciones para mi funeral”, con su exacta duración de 40 minutos. Por fin le marco (¿o él me marcó?). Contesta (¿o yo contesto?) y le cuento todo, él, a su vez, dice su parte, y ahora estamos en un laberinto, más bien en un espiral, de un yo febril, en un tiempo con forma de rueda de bici, ensordecedor por el rehilete de los voladores de Papantla que cuelgan de la antena de la Torre Latinoamericana, sin Santo alguno que nos salve.
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Siempre me ha parecido que la personalidad de mi compa Danush tiene ciertos rasgos de disciplina monástica. Educado con los jesuitas y autor, entre otros textos, de una novela inédita donde se narra la historia de un pastor evangélico que vive en el norte de México, su respeto por los horarios es una cosa casi benedictina: convivimos en el mismo espacio laboral durante dos años y nunca lo vi postergar su hora de comida más allá de las dos la tarde. Para él la puntualidad es muy importante y por eso, al llegar con retraso a nuestra cita en el Monumento a la Revolución y verlo un poco desesperado, me propuse compensar mi descuido contándole alguna historia mientras pedaleábamos.
Nos saludamos de codo y Danush, recargado en la columna del Monumento donde yace el cadáver sin cabeza de su paisano duranguense Pancho Villa, propuso que la Basílica de Guadalupe fuera la meta de nuestra rodada dominical de pandemia. Me pareció una buenísima idea y en pocos minutos encontré el pretexto para contarle la historia de terror de Juan González y García, el fantasma novohispano que, al frente de un comando de espíritus chocarreros, dirige una campaña ecologista de estertores de ultratumba en los vestidores de H&M, ZARA y otras tiendas de ropa del centro comercial Parque Delta.
Meditando la mejor forma de comenzar a narrar, avanzamos hacia Paseo de la Reforma y en el Antimonumento dedicado a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa dimos vuelta hacia el norte. A la altura del templo de San Hipólito, comenté que el hecho de peregrinar al Tepeyac en medio de una pandemia mortal tenía algo de circularidad histórica. En 1531, cuando la Virgen de Guadalupe se le apareció a Juan Diego, la población indígena era diezmada por uno de los picos del cocoliztli, epidemia del siglo XVI desatada a raíz de la Conquista europea.
La fría y tenebrosa noche del 11 de diciembre de ese año, el macehual Juan Bernardino, habitante del pueblo chichimeca de Santa María Tulpetlac, en Ecatepec, agonizaba víctima del cocoliztli. Tumbado en un catre dentro de su choza humosa, agotado por la fiebre hemorrágica, le habló con voz raída al oído a su sobrino Juan Diego Cuauhtlatoatzin y le pidió que al rayar el sol corriera a Tlatelolco (18 kilómetros de distancia) a traer un confesor que le diera la extrema unción. A la mañana siguiente, llevando más de dos tercios del camino andados, con el sol ya alto picándole el coco y los pies entumidos, en las ariscas faldas del Tepeyac, entre rocas, víboras y agua sulfurosa, Juan Diego vio de nuevo a la Virgen —días atrás ya había tenido algunos encuentros hierofánicos con ella—, arrebujada en su piadoso manto de astros: “Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y te aflige; no temas esa enfermedad ni otra alguna. ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? ¿No soy yo tu salud? Suelta la enfermedad de tu tío; ten cierto que no morirá de ella.”
Después de cantarle sus palabras hermosas, la madre de dios le dio unos arrumacos a Juan Diego y le dictó unas puntillosas y extenuantes instrucciones: que subiera al cerro de las espinas, cortara varias docenas de flores y se las llevara cargando al obispo Juan de Zumárraga como un recadito sagrado de parte de ella. Al menos eso tradujo —vaya uno a saber si se lo inventó— el simpático canónigo Juan González y García, de veintiún años de edad, que afirmaba entender náhuatl y en esa ocasión, enervado por el aroma de las flores contenidas en el famoso ayate, fungió de intérprete entre el obispo y Juan Diego.
Con el paso de los años, González y García se volvió secretario y confesor de Zumárraga. Escaló muy alto en la jerarquía eclesiástica, pero en la cúspide de su carrera se retiró a hacer penitencia a una ermita que él mismo construyó en un pueblo llamado Ahuehuetlán, entonces una isla dentro del lago de Texcoco. Ahí murió y fue enterrado, con fama de santo, González y García en 1590. Hacia ahí la gente comenzó a peregrinar, atraída por cierto magnetismo sagrado. Ahí se levantó, décadas más tarde, el imponente templo de La Piedad Ahuehuetlán. Desde ahí pudo verse retroceder el agua de los lagos desecados hasta que el carácter insular del pueblo perdió toda significación. Ahí, tras la Independencia, llegó el abandono, el cuartel y el saqueo. Ahí el auge de terratenientes decimonónicos que mediante leyes liberales, cercamientos, violaciones y otros recursos propios de la acumulación primitiva del capital, convirtieron al pueblo en hacienda agrícola. Ahí el mercado inmobiliario del siglo XX derrumbó el templo, fraccionó la hacienda y fundó la colonia Narvarte. Ahí el Instituto Mexicano del Seguro Social levantó en 1955 un estadio de beisbol. Ahí, sobre el pasto del diamante, se improvisó una morgue gigantesca para las víctimas del terremoto de 1985. Ahí, a principios del siglo XXI, la mecánica neoliberal demolió el estadio e inauguró un centro comercial (Parque Delta) que recibe 20 millones de consumidores-feligreses al año, la misma cantidad que llega a la Basílica de Guadalupe en el mismo periodo de tiempo. Y ahí, en esa catedral del consumo, al frente de una asamblea de enardecidas ánimas en pena del terremoto, el fantasma de Juan González y García conjura contra la industria textil internacional. Él, que vio y tocó el ayate sagrado de Juan Diego, estampado sublimado mariano, modelo y flor de los textiles ante el cual palidece y se hace facha y andrajo cualquier tipo de tela profana, no comprende y abomina la locura de los posmodernos, súbditos idiotas de las tiendas de ropa.
−¿¡Acaso los vivos de esta época siniestra no entienden que el fenómeno del fast fashion contamina los ríos y esclaviza a las personas!? −grita retóricamente Juan González y García a su auditorio de fantasmas.
−No lo sé −me respondió Danush cuando llegamos a la Villa−; o sea, la historia del fantasma novohispano está vergas, pero me parece que metes a huevo el asunto de la conciencia ecológica y el consumo responsable. El peligro es que la narración sea aleccionadora o quieras parecer contemporáneo a fuerzas −dijo y le contesté que simón, que tenía razón, y luego, para cambiar de tema, pues nuestro paseo no era taller literario, le pregunté si alguna vez había visto en funcionamiento el reloj de la explanada, sobre todo la rueda que, en medio de la espadaña, se abre cada tanto y muestra a unos autómatas con ojos de canica que, de forma absolutamente horrenda y demencial, representan el relato guadalupano: Juan Diego un maniquí color café y Zumárraga uno rosa con tonsura, entre nopales de plástico y fondos pintados al estilo pulquería, un teatro mitológico de engranes o −ya poniéndose locos− un portal hacia ese México paralelo donde todos somos muñecos hincados con las rodillas sangradas.
Subimos el cerrito del Tepeyac con las bicis a cuestas. Ya arriba, contemplando la ciudad desde el mirador ubicado entre la capilla y el panteón, Danush dijo que estaría perrón que hubiera otros relojes con maniquíes autómatas: “Imagínate que en la antena de la Torre Latinoamericana −señaló hacia el Centro Histórico− se accionara cada hora, a manera de reloj cucú, un mecanismo con Voladores de Papantla falsos, y que desde las alturas, como desde los alminares musulmanes que anuncian el salat, sonara la flauta y el tambor”.
−Güey, eso sería una cosa súper vergas −le contesté−, sobre todo porque el rito del Vuelo es, en efecto, un mecanismo que sirve para marcar y accionar el paso del tiempo. Lo sé gracias a uno de los batos enterrados aquí a un lado, en el Panteón del Tepeyac, junto al cuerpo sin pierna de Antonio López de Santa Anna y muy cerca de la tumba de Xavier Villaurrutia. Me refiero al historiador Alfredo Chavero, que en el siglo XIX escribió el primer tomo de México a través de los siglos. Ahí explica que el “Juego del volador”, como él lo llamaba, tiene una significación cronológica: los cuatro voladores que bajan por las cuerdas representan a los cuatro cargadores del año. Mientras descienden, cada uno da trece vueltas alrededor del palo. El resultado de multiplicar 13 por 4 es 52, cifra importante porque un siglo mesoamericano tiene 52 años, es decir el lapso en que tardan en coincidir los dos grandes calendarios antiguos: el de 260 y el de 365 días.
”Los Vuelos se llevaban a cabo cada 3, 8, 12, 36 y 52 años. Eran, literalmente, el motor del tiempo. Servían para darle cuerda al mundo. Si no se realizaban, el tiempo se detenía. Si se realizan con demasiada frecuencia, el tiempo se desbocaba, como sucedió hasta hace poco, antes de la Jornada Nacional de Sana Distancia, cuando afuera del Museo Nacional de Antropología, en Chapultepec, unos Voladores volaban cada media hora a cambio de la pinche propina de los turistas. El resultado, ya te habrás dado cuenta, fue la enloquecida aceleración de la vida y la muerte, de los virus que no están vivos ni muertos, de las pesadillas, del cambio climático, del derretimiento de los glaciares, de la extinción de las ranas de colores, de la hiperplasia oncológica, de los sentimientos, del sexo, del amor, de la industria, de los flujos informáticos y las finanzas, de las guerras y, lamentablemente, de la literatura que debería ser, por definición, un milagro lento.
−Chale, bato, es cierto, qué honda tristeza la festinación y prostitución de los ritos −dijo Danush−. Y cada vez más: por el Covid, si ahorita te mueres, ni siquiera te puede velar tu raza. Los ritos funerarios de toda una jornada son reducidos a sesiones de Zoom de cuarenta minutos. En chinga y a lo que sigue. Pero no te agüites, compa: este momento, en las alturas del cerrito sagrado, será eterno. Échate una selfie en la que salgamos los dos. ¡Y arriba Sinaloa y Durango!
Así fue.
Bajamos el cerro cargando de nuevo las bicis, dejamos la Villa y avanzamos pedaleando por Calzada Misterios, casi sin hablar. En Tlatelolco dimos un breve rodeo y continuamos nuestro regreso. Frente a la Glorieta de Cristóbal Colón, en Reforma, nos despedimos:
−Si me muero de Covid te llamo por teléfono −dijo Danush.
−Arre, bato −le contesté, chocamos los codos y lo vi avanzar: a unos cincuenta metros de distancia su bici comenzó a elevarse, como en E.T., el extraterrestre, hasta que la perdí de vista. Solo entonces reanudé mi propia marcha, también volando, sobre los edificios y las azoteas y los árboles de esta ciudad que, vista desde el aire, es un cráter descomunal y bello, milagroso.