Rostros sin nombre
En The Life of the Drama, ese tomo clásico de crítica dramática, Eric Bentley sostiene la identificación como uno de los grandes placeres de la asistencia al teatro. El reconocerse en el escenario permite una disociación cognitiva que, cuando conviene, nos provoca un enorme gozo. Hallar características propias en una persona genera un deseo de interacción, pero en la ficción es algo mayor: una posibilidad de retar a la realidad y vencerla. En el melodrama simple, el reconocimiento es aún más sencillo, pues los personajes representan algo más que los nombres y las biografías que portan. Es decir, detrás de la superficie humana está un signo que contenemos y nos contiene. El personaje que E. M. Forster llama “plano”, aquel que no tiene carácter definido, es el más universal. El héroe, el villano, el guasón y el oráculo, entre otros, son personajes cuyo carácter existe en su función y no en su personalidad, y que por ello congregan a la humanidad entera dentro de sí. Ante la aparición de estas figuras que Carl Jung cree resguardadas en el inconsciente colectivo, uno se introduce bajo esa piel. En El héroe de las mil caras, Joseph Campbell observa la recurrencia de los arquetipos como una prueba de su teoría. En el camino del héroe se tienden a cruzar el padre, la madre, la esposa, el guardián, el dragón, en una aventura que restaura el orden e integra al héroe al universo en una muerte simbólica, una comunión con el resto de la materia. Bentley vuelve a explicar que “el punto de cualquier mito es proveer un elemento conocido como un punto de inicio y resguardarnos del vacío de la novedad absoluta”. Hay un trasfondo arquetípico que aun en los personajes más complejos evita la originalidad total, y en los más simples comprueba la supervivencia del patrón que observaron Jung y Campbell. Acaso el reconocimiento de estas figuras, facilitado por los personajes “planos” del melodrama, es lo que garantiza el éxito de nuestras narrativas cinematográficas.
La crítica ha considerado clásicos a personajes tan complejos como Norman Bates, de Psicosis (Psycho, 1960); Alex DeLarge, de Naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), o Travis Bickle, de Taxi Driver (1976), pero el público no les concedió el mismo éxito financiero que al Hombre sin nombre (Clint Eastwood), de la Trilogía del dólar de Sergio Leone. Quizá porque en los primeros la psicología es densa y pesimista la conclusión, pocos se quisieron encontrar en ellos. Pero eran, sobre todo, antihéroes. Es más fácil insertarse bajo la piel de un héroe sin nombre, sin biografía y prácticamente sin personalidad. El triunfo de este modelo tan antiguo, menguado por la inspección conductual de la literatura, confirma lo que explica Octavio Paz, en consonancia con Bentley, Jung y Campbell, en el El arco y la lira: estas actitudes etiquetadas como primitivas “no constituyen formas antiguas, infantiles o regresivas de la psiquis, sino una posibilidad presente y común a todos los hombres”. El héroe y la necesidad de hallarnos en su periplo son una condición etérea y eterna.
A pesar de las intenciones de Leone de hacer westerns amorales donde la distinción entre buenos y malos fuera confusa, el personaje interpretado por Clint Eastwood es claramente un salvador, un redentor que viene a higienizar la polución moral de un mundo al borde del caos. En las tres películas, su heroísmo es evidente ante el sadismo de los dragones, ya sean las pandillas rivales de Por un puñado de dólares (A Fistful of Dollars, 1964), el violador forajido de Por unos dólares más (For a Few Dollars More, 1965), o Angel Eyes (Lee Van Cleef ), el sádico asesino a sueldo de El bueno, el malo y el feo (The Good, The Bad, and The Ugly, 1966). Es claro que El Hombre sin nombre, en sus tres distintas encarnaciones, podrá no ser el mismo personaje aunque se vea y actúe idéntico, pero a los ojos de Leone es el bueno. La recurrencia de esta extraña sombra sin historia apunta a una creación mítica que no podemos confirmar como consciente, y que en la superficie se ve trastocada por el racionalismo; aprendida por la tradición. El Hombre sin nombre es invocado por el caos, destruye el mal y, aunque en Por un puñado de dólares renuncia al amor y a la recompensa, en las otras dos cintas obtiene un tesoro. Incorruptible por el tiempo, y por tanto un signo de la inmortalidad, el oro aparece en la primera y tercera películas como la recompensa de la restauración del orden. Sin embargo, Leone no parece ir más allá de lo que vemos; sus westerns siguen condicionados por una moralidad simplona que no parece representar los antiguos arquetipos como una continuación de la antigüedad, sino como una apropiación sencilla de la narrativa mítica relatada una y otra vez. Sobrevivió el pozo de la sabiduría, pero no el agua que contiene. Alejandro Jodorowsky lo rellenaría unos años más adelante en El Topo (1970), su anómalo western.
Las similitudes entre la primera aparición del Hombre sin nombre y la del pistolero El Topo son evidentes. Es difícil comprobar la influencia de Leone sobre Jodorowsky, pero la imagen del protagonista llegando a un pueblo sometido por la violencia tiene un aire de repetición mítica al menos. Campbell señala que el héroe es “el campeón de la cosas convirtiéndose, no convertidas, pues él es”, es decir, no deja de ser. La recurrencia es inevitable en una figura que no muere nunca, pues cada una de sus apariciones es sólo una encarnación. El Hombre sin nombre fue una de ellas bajo una dirección superficial; El Topo es otra, derivada del pensamiento sincretista de Jodorowsky, donde intervienen ideas cristianas, judaicas, hinduistas. El viaje del Topo es mucho más complejo que el del personaje de Leone, y es una representación muy distinta en su propósito. La presencia de diversos arquetipos, como la esposa, cuyo amor sólo se puede ganar El Topo tras vencer a los maestros pistoleros, evidencia un conocimiento más profundo de la mitología que en el caso de Leone. Jodorowsky intenta reconstruir una forma de relato muy antigua y se condena al anacronismo, aunque el toque de contemporaneidad se lo dieron la fiebre del ácido y la introducción al Occidente del pensamiento religioso oriental. En su Hombre sin nombre, Jodorowsky no sólo permite el encuentro de la audiencia en general, sino de figuras religiosas, como Cristo y Buda, que experimentaron la senda de la iluminación en un viaje similar. Después de ser llevado por una vida de violencia a una primera muerte, en el subterráneo, El Topo, al igual que Jonás, se reedifica como profeta para poder salir de nuevo a la luz. El Topo cava desde la profundidad hacia la superficie, como Dante viajó del infierno al paraíso. Su nombre es una descripción de su acto y lo afirma como un signo del cambio y la virtud encontrada en la ascendencia, que, para Jodorowsky, como para Dante, es espiritual. “El héroe de hoy se convierte en el tirano de mañana salvo que sea crucificado hoy”, explica Campbell, y con su frase pareciera definir la narrativa de El Topo, cuyo protagonista trasciende la violencia, se ilumina en la oscuridad, emerge y, después de fracasar en su prédica, se inmola. El riesgo de la tiranía lleva al Topo al arrepentimiento y la reintegración con el universo, una estructura que seguirá treinta años después Nicolas Winding Refn con otro héroe sin nombre.
En el último escalón en el retorno al símbolo desde el racionalismo, del melodrama al mito, apareció Drive (2011), una película con la ambigüedad suficiente como para considerarse moderna en una lectura frívola que encuentre en ella sólo una cinta de acción, o muy antigua y universal, si se entiende como una nueva manifestación del monomito. En la historia de un stunt driver de Hollywood sin historia, nombre ni carácter (Ryan Gosling) que en las noches ayuda a escapar a ladrones por un precio, recurre de nuevo la purga donde el héroe purifica el mal del mundo, pero el repudio a la violencia con que lo hace y que lo obliga a huir de su princesa muestra una preocupación moderna que lo expresa como una deidad dual, hermosa y aterradora. En una plática con la revista Vulture, Alejandro Jodorowsky, a quien Winding Refn le dedicó la también mitológica Sólo dios perdona (Only God Forgives, 2013), expresó que el personaje de Gosling es, “por un lado, delicado, y por el otro es terrible”. Cuando al final el personaje se refugia en las sombras para evitarle peligro a la mujer que ama, presenciamos un descenso en repudio y a la vez aceptación de su apoteosis. La violencia lo convierte en algo más que un héroe, un semidios compuesto de las naturalezas humana y divina, que acepta su destino en el aislamiento. Winding Refn encuentra en su chofer sin nombre un paso más en el trayecto del héroe: el teofánico. La presencia en pantalla no sólo es el viaje del hombre en su búsqueda por la iluminación, el sentido o la realización, sino un proceso de trascendencia absoluta en el que descubre el poder del universo entero congregado dentro de sí. Winding Refn termina afirmando con Drive la posibilidad de que la presencia divina en nosotros se libere para mantener el orden en el mundo, aunque su ejercicio de la violencia es la opción menos adecuada. ¿Cuál es la correcta? El planteamiento trágico no nos permite saberlo; sólo nos informa de la ruta hacia la caída. Lo que sí muestra Winding Refn es el camino del hombre moderno, que concluye no en la recompensa material, como en Leone, ni en la profecía de Jodorowsky, sino en la liberación de la potencia universal que fluye dentro de nosotros.