Tierra Adentro
Antenas/Pixabay

Uno se define como un viajero por aquellas visitas que considera ‘de cajón’. Así el que va a la Torre Eiffel como el que se mete primero al cementerio Père Lachaise para dejarle una florecita rockera a Jim. Así el que se sienta a tomar un pint of Guinness en aquellos pubs del SoHo londinense −específicamente esos en el Tottenham Court Road− donde (dicen) Marx pasaba las tardes escribiendo El Capital. ¿Qué me define como viajera? Todas estas cosas y varias más. La visión de un enorme Moomin que llevaba un barco finlandés como insignia; el granizo asesino en Budapest, las noche embalsamada en alcohol del Mars, el último hoyo punk de Nueva York… Pero hay algo, una visita tan fallida como específica que me enorgullece por ser un objetivo singular y no una de esas formas que tiene la vida de fluir, si la sabes aprovechar y no te estás cuidando el trasero todo el tiempo. Se trata de mi primera visita a Los Ángeles, una de mis ciudades preferidas. No es la joya de una corona vieja y olvidada como Budapest, ni una mujer culta y estirada (aún sexy) como París. No es la salvaje gitana ojinegra transilvánica y tampoco el viejo alcohólico tatuado con excelente gusto musical londinense. Los Ángeles es el caldero del infierno disfrazado de viejo cine art decó. Es una ciudad espejo al D. F. que se deja comparar y sostener tanto en el ridículo como en el asombro, tal como lo hace Coraline en la casa de su otra madre o como lo hacíamos de pequeños en la cara del Superman Bizarro.

El caso es que la primera vez que pisé Los Ángeles, mi ritual consistió en ir al edificio Bradbury, donde se filmó una parte de la película Blade Runner (Scott, 1982). Era el 2002, el GPS no era omnipresente y yo solía vivir al día. Había ido a entrevistar a nuestro Jack Bauer, acabadito de terminar la temporada uno de 24. La encigarrada voz de Kiefer era lo más hermoso que había oído desde el útero materno. Toda tonta y emocionada, pensé que lo que seguía era ir al Bradbury Building con la única tarde que tenía libre y los únicos tres pesos que traía en la bolsa. A pesar de que no tenían nada que ver, en mi cabeza el edificio también conectaba con el autor de The Illustrated Man,  Ray Bradbury, escritor de ciencia ficción que me había cambiado la vida de niña. Iría al Bradbury, subiría por ese elevador de hierro forjado y caminaría por esos largos pasillos por los que Roy Batty persigue con un bat para volarle la cabeza a Deckard. Por cuestiones de trabajo estaba hospedada en un hotel donde me encontraba con celebridades en el elevador (entre otras, se subieron y se saludaron de beso, Sigorney Weaver y Tori Amos) y que jamás podría pagar por mi cuenta: el Four Seasons, en el corazón de Beverly Hills. Los botones se ofrecían a llevarme en limosina al mall más cercano, pero nadie se atrevía a pensar que quisiera ir más allá. ¿A qué si estás en el ombligo del mundo? Pregunté a un mesero mexicano, poblano para más señas, que se extrañó mucho. ¿A qué vas para allá? Acá todos vienen a las compras. Toma un taxi, te vas a perder. Le pedí que me diera indicaciones de un camión y lo hizo, pero olvidó decirme que el viaje tomaría una hora y media más lo que me tardara en caminar.

En un viaje tan largo, que en muchas ciudades de Europa es lo que toma llegar a otro país, uno ve muchas cosas. En el camión poco a poco olvidaba el entusiasmo por el Bradbury Building para concentrarme en la gente que subía. Vaya fauna. Qué cantidad de indigentes. Qué siniestra maraña de lonely people. Los demás pasajeros: una mezcla de mamás mexicanas que cargan todo lo de sus tres o cuatro niños en bolsas de plástico, cholos que rapean en silencio y unos cuantos negros. Todos, sin excepción, practican el deporte de la indiferencia olímpica. En Los Ángeles se sobrevive de ignorar al otro. La única tarada mirando a la gente y no al piso o a las ventanas era yo. Recuerdo que una de esas mujeres, una señora entrada en los sesenta, delgadísima, blanca y de ojos azules que apestaba a basura se me acercó para tocarme el pelo. It’s beautiful, beautiful. Nadie volteó siquiera. Fue un momento espeluznante e inspirador. Como si estuviéramos filmando un video en el que sólo existiéramos ella, yo y una serie de robots-maniquí. Eso es lo que pasa en las ciudades con la gente. Para quienes somos nuevos y no estamos clavados en el miasma de las preocupaciones diarias, todos pueden resultar autómatas.

El camión hizo la parada a dos cuadras del Walt Disney Concert Hall, el edificio del arquitecto Frank Gehry que a veces parece una broma y a veces un espectáculo estructural divino −depende de la hora del día, en realidad−. Caminé por South Grand Avenue, me perdí diez cuadras hacia los grandes edificios de oficinas. Pensé en otra de mis películas favoritas: Heat (Michael Mann, 1995). Pregunté varias veces direcciones y en todas me perdí un poco más. De pronto, llegué a un lugar idéntico al Metro San Cosme o a La Merced. Vendían bolsas chafas, camisetas del América o las Chivas. Y junto a un Pollo Loco, allí estaba el imponente (y cerrado) Bradbury Building. Era domingo. Ja. En mi cabeza el Bradbury estaba abierto las 24 horas para que cualquier fan de Blade Runner o mínimo de Raymond Chandler con su estética noir −el escritor Thomas Pynchon dice que Philip Marlowe, el detective protagonista de algunas de las novelas de Chandler, se sentía nostálgico ante los balcones como de encaje de hierro forjado del Bradbury−. Allí, parada frente a negocios cerrados y perros buscando comida me enteré que el Bradbury es ahora la sede de los Asuntos Internos de la Policía de Los Ángeles. La famosa LAPD. Por los vidrios de las puertas podía vislumbrar apenas las hermosas escalinatas restauradas y su piso de madera. Pero de entrar nada: había que esperar a lunes, día de mi regreso a la ciudad de México. Me senté en el suelo a reírme un poco y miré el edificio de enfrente: el Million Dollar Hotel, ya con la intervención de grúas para su demolición. Quise decirles: espérenme, no lo tiren hasta que pueda venir otra vez. Pero para entonces ya tenía que tomar mi camión de regreso a Beverly Hills.


Autores
nació en un hospital público de Av. Toluca (ciudad de México, 1973) pero creció en la Calzada de Las Águilas, lo que supone una infancia feliz aunque cuesta arriba y llena de topes. Le da un poco de pena decir que estudió Comunicación (pero se la aguanta porque no hizo la tesis en balde). Ha escrito algunos guiones y dirigió un cortometraje premiado por IMCINE. Escribe en muchas revistas pero su comentario mensual sobre cine aparece en Chilango. Este año publicará su primera novela en una editorial catalana. En su cabeza revolotean cómics y canciones de los Flaming Lips todo el tiempo.