¡Oh símbolos y rituales! (o cómo nadie nos detuvimos)
A mi mamá.
Porque con sus ojos también he aprendido a ver.
Titánica. Tromba titánica. Repentina, intensa, violenta: chaparrónica. La lluvia cuévana repercutió a favor de una idea mía gestada hace varios años: correr, saltar, seguir un trayecto en Guanajuato al más puro estilo de la música en las películas de Kusturica. Nunca me pregunté el nombre del músico, de los músicos. En aquel entonces sólo entendía de intensidades, de sonidos, de gitanos, de risa o drama correspondidos con melodías torrenciales. Fueron varias las veces que me senté a ver en televisión y videocasetera la película Underground. Era 1995 y yo tenía 22 años.
La noche del viernes once de octubre de 2013, en la explanada de la Alhóndiga de Granaditas la presentación de Goran Bregović y su grupo de cantantes y músicos devino concierto inolvidable. Sobra comentar aquí la maestría o la gracia; demás está inquirir con frases de entusiasta melómana; ¡Vaya! ¿Qué puedo decir yo para no rayar en lo llano de la nota periodística sino la humilde traducción de la experiencia personal? Maestro Bregović, ¡que suene la trompeta!
La primera parte del concierto observé desde una apretujada silla en la parte baja frente al foro. Estaba rodeada de cuevanenses que en ese momento me recordaron el pasado: inamovible. Inquieta, tuve a bien levantarme y, decidida, caminar hacia la muchedumbre que apiñonada ⎯al frente⎯ bailaba frenética. Me les uní. Imposible que no. Habrían pasado los primeros cuarenta y cinco minutos cuando comencé a sentir unas ligeras gotas sobre la cara. No eran de sudor. Era la lluvia. La nocturna y cantarina lluvia que se manifestó, cual debe, luego del frenesí masivo de la audiencia, luego de la contundencia de trompetas, voces y guitarras. ¡Oh símbolos y rituales! Nadie nos detuvimos.
Hasta ahí la parte romántica. En menos que canta un gallo blanco, las ligeras gotas se transformaron en goterones pesados, tibios, que alcanzaban a doler. Sin embargo, la música seguía, la turba endemoniada se sacudía enérgica y poco a poco, entre unos y otros nos comenzábamos a ver de soslayo. Como que ya el agua estaba haciendo de las suyas, y como que una se empezaba a preguntar qué hacer: ¿Seguir bailando sin parar? (Un concierto del gran Goran no es para menos) ¿Detenerse un momento y dejar pasar el azote de las gototas? (Bueno, un aguacerillo no es para tanto)…Así que resuelta, continué la poesía en movimiento.
Desde abajo vi las caras de los músicos: eran de asombro. Sé bien que desde el foro, debido al efecto de las luces sobre los ojos, es casi imposible ver a la audiencia. Imagino que tanto el maestro como su contingente musical, observaban la implacable belleza de la lluvia, ¿qué más? Escuchaban al público enardecido, ¿cómo no? A esa hora, los goterones devinieron granizo estilo caico. “Ojo de gato”, para precisar tamaño.
Frente a mi, el chico que sonriente había intentado guarecerse usando una silla como paraguas, repentinamente desertó. A mi lado izquierdo la chica que minutos antes me había exclamado casi histérica “¡Increíble!” -mientras con ambas manos trataba de atrapar el granizo-, dio un patinón marca diablo. Quiero pensar que no sufrió. Poco a poco la multitud menguaba pero la música seguía.
Yo me debatí entre aguantar los pedradones de hielo que las nubes lanzaban, o dejar la fiesta en paz y protegerme en algún sitio. Cuando sentí el agua adentro de mis botas subir nivel hasta debajo de las rodillas, opté por lo segundo. He de decir que es aquí cuando -sin haberlo siquiera intuido- comenzó a consumarse el viejo sueño: correr, saltar, seguir un trayecto en Guanajuato al más puro estilo de la música, en las películas de Kusturica.
El cierre de la bota izquierda reventó. Agua salió a borbotones. Salí de la explanada lentamente pues el agua alcanzaba cierto nivel para no poder ver el piso. Había relativamente poca luz. Di cuenta de ello cuando los rayos de la tormenta eléctrica que se desató iluminaban radiantes la escena. Y los truenos, ¡Oh truhanes truenos! Salté hacia la calle inmediata sólo para caer a un hueco por donde el agua corría feroz. Con pasos largos, dígase zancadas, traté de saltar de nuevo hacia la banqueta inmediata. Pude sentir la fuerza de la corriente del agua pues corría y caía -cuasi cascada- desde lo alto de calle de la Alhóndiga. Sentí por dos segundos un poco de pavor que inexplicablemente se transformó en risa. Iba yo pues, saltando a carcajada batiente y desparpajo total. Con el agua hasta los huesos, con la ropa escurriendo y el cabello ídem. La gente se resguardaba donde podía. Camiones de bomberos y luces de patrullas se dejaban ver por todas partes. Puestos de humeante comida callejera a punto de la destrucción, trataban de librar bajo los toldos de plástico. Yo ya corría. A la vez, trataba de buscar el trayecto menos peligroso. Finalmente me detuve junto a una enorme puerta de madera. Desde ahí vi muchos, pero muchos rayos “caer”. Al fondo, mientras todo esto: La música de Goran Bregović magnífica, estruendosa también sonaba.
Goran Bregovic – Sheva