Risas peligrosas
Titulo: Risas peligrosas
Autor: Steven Millhauser
Editorial: Circe
Lugar y Año: 2010
Espero que el lector me permita un momento de vanidad el día de mi cumpleaños, porque comenzaré con una anécdota personal. En los primeros días de diciembre de 2009 estábamos sentados en un salón de la Expo Guadalajara mi amigo el escritor regiomontano Luis Panini y yo esperando a que iniciara una conferencia, si no me equivoco, de la ganadora del Pulltizer Jane Smiley. Llegamos muy temprano por temor a que la sala fuera a estar llena —las filas para entrar a la Feria del Libro de Guadalajara pueden ser muy largas– pero en vez de eso nos habíamos encontrado con un salón vacío.
Estábamos hablando de lo que siempre hablamos, de libros, cuando entraron los escritores Aimee Bender y Mark Z. Danielewski. Yo llevaba en las manos un libro que Luis me había regalado ese día y del cual justamente me estaba recomendando con vehemencia uno de sus cuentos, “La desaparición de Elaine Coleman”. Pronto resultó que tanto Aimee como Mark tenían justamente ese libro en su mesa de noche —al parecer era el libro de moda ese otoño en Los Ángeles—y mientras comenzaba a llegar más gente a la conferencia, la charla giró en torno al gran maestro del cuento que era autor de ese libro (Risas peligrosas), Stephen Millhauser.
El por qué la fama de Millhauser como cuentista parece estar relegada a los lectores de lengua inglesa es un misterio. Están traducidas al español sus dos novelas, Edwin Mullhouse y Martin Dressler, que ganó el Pullitzer en 1997, pero sus cuentos están, en su mayoría, sólo en su idioma original. Esto llama la atención en particular porque en 2006 su cuento “Eisenheim the Illusionist” se utilizó como inspiración para la película de Neil Burger El ilusionista, que en general fue un éxito crítico y de taquilla. En este sentido su caso me recuerda al de otro escritor fantástico de lengua inglesa, David Mitchell, a quien la novela Atlas de las nubes, adaptada al cine los hermanos Wachowski, sólo consiguió darle una extraña reputación como autor new age que no tiene mucho que ver con las sorpresas que aguardan al lector en sus libros.
Lo cierto es que contra Millhauser pesa además el eterno prejuicio que en los países de habla hispana se tiene en contra de los autores que escogen temáticas no realistas para sus relatos y que su obra traducida no ha aparecido en editoriales con buena distribución. A mi gusto, pesa también inevitablemente la envidia que debe provocar en los editores de cuento el nivel de maestría de sus relatos. Su factura se ha comparada con la de Jorge Luis Borges, Stephen King, Gabriel García Márquez, Dr. Seuss, Julio Cortázar y Jonathan Franzen –todos a la vez, en un mismo párrafo–. Su ojo para el detalle, su capacidad para transformar lo mundano en algo maravilloso y su habilidad para alternas los tiempos verbales y las personas es propia del mejor prestidigitador. No importa que tanto intentes descubrir el truco, al final el efecto termina por asombrarte.
Y este es quizá el mayor problema para la popularidad de Millhauser entre los contemporáneos lectores de habla hispana. Es demasiado astuto en un medio en que los lectores están acostumbrados a leer cuentos demasiado llanos. Espero que un lector avezado venga acá y me saqué del error, pero no recuerdo haber leído un cuento con tanta mala leche narrativa en español como la que tiene “La desaparición de Elaine Coleman” en su primer párrafo. El cuento, que narra los eventos desatados tras la desaparición de la joven del título, recuerda mucho a la nostalgia de Las vírgenes suicidas de Eugenides, pero con el sadismo irónico de Donald Barthelme y George Saunders —otros dos cuentistas que se leen demasiado poco en español — pero con un final digno del mejor equipo de guionistas de La dimensión desconocida o Black Mirror. Porque ya no somos inocentes, nosotros los que no vemos y no recordamos, nosotros, los poco curiosos, nosotros, conspiradores de la desaparición. Esa es una paráfrasis de la antepenúltima frase de “La desaparición de Elaine Coleman”. También podría ser un comentario de nosotros como lectores, ya no sólo de libros, sino del mundo.
Solemos quejarnos de la insularidad del medio literario norteamericano, pero lo cierto es que nosotros tampoco los leemos. No nos leemos entre los países de habla hispana, no nos leemos, a veces, ni entre nosotros. No lo hacemos en gran parte porque leer, mirar hacia otra parte, requiere de un esfuerzo. Es muy cómodo leer lo que nos proponen los departamentos de prensa de las editoriales y tomarlo como bueno. Es muy cómodo leer lo que está a la mano en la estantería de novedades. Los apocalípticos que se han azotado estas últimas semanas por el Nobel de Literatura a Bob Dylan han resaltado que con este premio se castiga al esfuerzo del lector atento de libros. Pero olvidan, quizá con alevosía, que el esfuerzo lector no comienza al abrir el libro, comienza mucho antes, al seleccionar la lectura, al arriesgarse con un autor nuevo, con una lengua nueva, con nutrirse con otras influencias fuera de los libros. Más que esta queja contra la lectura atenta, me aterra la defensa del comité del Nobel como un grupo de sabios que descubre a un autor que hay que leer al año. Estimado lector: salga usted a su biblioteca o librería más cercana y descubra grandes autores usted mismo.
Los que ya hayan leído “La desaparición de Elaine Coleman” comprenderán la pertinencia del párrafo anterior. El cuento, me temo, podría leerse también como un comentario en clave sobre las recientes olas de feminicidios y su principal causa. Se publicó originalmente en The New Yorker en 1999 y el internauta avezado sabrá encontrarlo en su idioma original. Tampoco es complicado encontrar en librerías Risas peligrosas, que tiene otros doce cuentos al menos tan buenos como éste. Aunque si se animan a leer a Millhauser por primera vez en su lengua original, me permitiría recomendar en su lugar We Others, una selección de sus mejores historias.
Al final no hubo más de una docena de personas en la conferencia de Jane Smiley en la FIL de Guadalajara. Y en realidad recuerdo muy poco de lo que dijo en ella. Recuerdo que esa noche decidí no salir a ninguna de las famosas fiestas que engalanan la Feria del Libro y en vez de eso me quedé en mi habitación a leer por primera vez a Stephen Millhauser. Espero que se me permita este momento de candor extremo porque es mi cumpleaños: recuerdo esa lectura de “La desaparición de Elaine Coleman” como uno de los mejores momentos de mi vida.