Tierra Adentro
“Gabinete de curiosidades”, ilustración de John Marceline

Para E.L.M.

Llevo tal vez más de diez años yendo a psicoanálisis. No sé cuánto tiempo exactamente porque no tengo registrada una fecha , pero sí un montón de vivencias que he compartido ahí. En ese espacio aprendí a navegar a través de mi discurso, a darle forma y a entender el mundo de otra manera. A aceptar que no hay verdades absolutas y que incluso las propias cambian con el tiempo. Que los padres son humanos y los sentimientos, volátiles.

Con el psicoanálisis, luego de haberme negado la escritura por pudor durante la carrera de Letras, me reencontré con mi discurso, con esa construcción nueva en cada ocasión, con esa página en blanco que era el silencio de mi terapeuta. Con ese compás que hay que ir creando o ese silencio que también dice cosas. Me volví dueña de mis palabras y comencé a saborearlas como nunca había podido. Me apoderé de mi propia historia y acepté su falacia, su formato de verdades aproximativas, de mis mentiras que conforman unos lentes para ver el mundo y comprendí los lentes de los demás, sobre todo de quienes creía que me hacían daño a propósito o que me daban alegrías sin querer.

El psicoanálisis me ayudó a ver que soy más que las personas que han estado a mi lado y sólo porque han estado ahí. Y que mi psicoanalista es una de ellas.

Me aventé sin ver, sin querer saber demasiado, sin leer mucho, igual que antes de la operación de mi mamá no quise informarme de en qué consistía, tal como no me interesa saber cómo funciona un avión, o que es mejor no intentar correr en un sueño. Cerrar los ojos para que nada se detenga funciona sólo en ciertas ocasiones, y el psicoanálisis es para mí una de ellas. Tal como cruzar caminando una calle muy transitada, o entrar a la glorieta de la muerte en la Narvarte, sólo puede hacerse con rabia, con los ojos cerrados y en completa oscuridad.

Aprendí a trazar una historia en cada visita. A sentir que escribía con mis palabras. A darme cuenta de que todos somos capaces de narrar, simbolizar y crear. Lo primero que se me dijo al llegar fue que tratara de no poner filtros a lo que quería decir, que no juzgara si algo es más o menos importante, que confiara en mi propio discurso. Cuando comencé a hablar, una de mis primeras preguntas fue si estaba bien decir groserías. Y mi terapeuta me dijo que sí.

Sin las groserías no habría sobrevivido ni dos sesiones. Y es que yo empecé a decir groserías desde que aprendí a hablar. Las usaba, según cuenta mi mamá, desde la cuna. Mis papás las decían todo el tiempo, así que para mí no eran tabú, sólo palabras.

Cuando iba en preescolar, una vez jugué con un amigo a escondernos las loncheras. Primero yo escondí la suya: él empezó a mirar para todos lados menos hacia donde yo la había puesto, preguntando dónde estaba. Los dos nos doblábamos de risa, sepa dios por qué. Quizá jugábamos a imitar adultos perdidos, nosotros, tan hallados en ese mundo infantil. Y seguro fue así, porque cuando vino mi turno, yo sólo lo miré directo a los ojos y le dije: “Chingada madre. Ya perdí mi lonchera”. Antes de que pudiéramos reírnos, escuché una voz que me reprendía. No había notado que Lucy, la maestra, estaba parada a nuestro lado, viendo divertida nuestro juego, hasta que mi vocabulario le borró la sonrisa. Me dijo que esas palabras no se podían decir y yo no sabía cuál de todas estaba mal. Al final del día, me acusó con mis papás.

Toda mi familia paterna habla con groserías. Mis primos y yo las hemos saboreado desde siempre y a la fecha. La usábamos como cuando uno, al no saber jugar un videojuego de pelea, aprieta todos los botones al azar y saca poderes secretos sin querer. Con el paso de los años, cada grosería se fijó paulatinamente en mi vocabulario para cubrir alguna necesidad comunicativa. Incorporé uno a uno el manejo de cada botón para dar un golpe bajo, una patada, hacer un combo.

Los niños, sin necesidad de que un libro de autoayuda se los inculque, son simplemente ellos mismos. No saben ser alguien más, y aunque en el fondo reflejen a sus padres, lo son sin filtro. Por eso a los adultos les asustan tanto esos seres capaces de reproducir todo lo que escuchan, ven y sienten. Saben que son una ventana a lo que ellos tratan de ocultar, o bien, a lo que no tienen por qué mostrar. La restricción de las groserías por parte de los adultos se relaciona por un lado con el statu quo, pero también con el miedo a revelar una forma de ser que pertenece a la esfera de lo privado.

Ante ese impulso imperioso por hacernos escuchar ante el mundo, una cierta conciencia nos ayuda a tener en cuenta nuestro entorno y mostrar sólo lo necesario. Claro que hay personas más o menos autorreguladas. No se puede esperar que un niño controle su uso de groserías en ciertos ámbitos, sobre todo si desconoce la distinción de contextos sociales donde se desenvuelve: ¿por qué es distinta la casa de la escuela? ¿Por qué los abuelos maternos son de una forma y los paternos de otra? Los padres se lo enseñan a sus hijos mediante un regaño, una solicitud o una aclaración. Pero ellos, para desenvolverse sin ser socialmente rechazados, forman esos mismos límites internamente. Y de ahí cada quien se forje un carácter, que una persona puede ser decididamente regulada o inevitablemente desenfrenada. Dice Adam Grant:

Los autorreguladores bajos tachan a los altos de camaleones e hipócritas. Tienen razón en cuanto a que hay un momento y un lugar para la autenticidad. Sin embargo, en los demás aspectos de nuestras vidas, ser muy auténtico puede tener un precio. Quienes se regulan a un alto nivel, avanzan más rápido y logran un mayor estatus, en parte porque están más preocupados por su reputación. Pero incluso los autorreguladores altos pueden sufrir por la idea de autenticidad, pues eso presupone que existe un yo verdadero: un cimiento de nuestras personalidades que es una combinación de convicciones y cualidades.[1]

Sin importar la personalidad de cada quien (o justo por ella), en el caso de una profesión creativa, regularse demasiado resulta un tope para la ejecución de una idea. De acuerdo con Grant, la psicóloga Carol Dweck demostró en un estudio que el mayor problema de la autorregulación consiste en que el individuo crea que tiene una personalidad inamovible: “Los niños que creen que sus capacidades son fijas se rinden después de fracasar”. Pues si por el contrario entendemos que no estamos predeterminados a nada, tendremos la libertad de ser quienes queramos.

La propuesta que apoya Grant no consiste en cambiar lo interno, sino interiorizar el exterior. Conocernos tan bien que entendamos no sólo o no tanto quiénes somos, sino quiénes queremos ser, de tal manera que podamos trabajar para serlo. En ilustración, consiste en imaginar algo y luego ejecutarlo tal como lo vimos a ojos cerrados.

Interiorizar el exterior es al mismo tiempo ser capaces de digerir nuestras influencias, hacer visible el límite que divide al individuo de los otros, y aprender a cruzarlo hasta que éste desaparezca y nos hayamos apropiado también de lo que está afuera. ¿Cómo incorporarlo? ¿Cómo evitar renunciar a lo que nos gusta, entender quiénes somos y hablar desde ahí? ¿Cómo hacer un discurso propio desde lo que queremos ser y aún no somos? Las influencias y los gustos personales sin duda nutren esta ambición, pero en el camino podemos perdernos abriendo puertas que luego decidimos no cruzar o de las cuales no tenemos la llave. El peligro está en caer en el plagio o en no atrevernos a decir nada. ¿En cuál de todas esas puertas nos hallaremos? ¿O cómo reconocer que en el fondo somos el edificio que las contiene?

Para Will Gompertz, ese puente se da a través del robo inteligente:

Hay una enorme diferencia entre copiar y robar. Copiar requiere cierta habilidad, pero ninguna imaginación. No es necesaria creatividad alguna; por eso a las máquinas se las da bien. Robar es poseer. Y tomar posesión de algo es una cuestión mucho más profunda: el objeto se convierte en tu responsabilidad y su futuro queda en tus manos […] Picasso nos demuestra que la creatividad no es sumar, sino sustraer. Las ideas necesitan afilarse, simplificarse, centrarse.[2]

Luego de un robo descarado, de poner fuera todo lo que imaginamos, con o sin la maestría para conseguir que se entienda, viene el momento de la edición, de la limpieza, de quitar hasta reducir a lo mínimo, de destruir. Regularmente uno elimina para salvarse, para encontrar otro lugar, para poder respirar mejor.

Cuando en Las horas de Michael Cunningham, Laura Brown (el personaje de la lectora) se siente muerta en vida, toma la decisión de huir de su casa, abandonar a su esposo y su hijo, pues sólo así es capaz de volverse a sentir viva. Esta culminación se dará luego de intentar suicidarse en un cuarto de hotel, pero la primera revelación aparece mientras hace un pastel con su vecina. En ese momento su lucha interna, la aceptación momentánea y la desesperación se funden en la frustración por un pastel malogrado: “La torta está simpática, le dice Kitty, como el dibujo de un niño. Es dulce y conmovedora en su discrepancia genuinamente sentida, dolorosamente sincera, entre la ambición y el talento. Laura comprende: sólo hay dos opciones: o se es capaz o se es despreocupado”.[3] Con todo, hay una tercera opción, que Laura vislumbra pero sólo después decide tomar: huir de esa bilateralidad y optar por ella misma.

A principios de este año decidí que ya era tiempo de despedirme del psicoanálisis y casi me vuelvo loca en el intento. Hoy que me siento mejor y lista para cerrar ese ciclo, veo de nuevo lo sumamente doloroso que resulta dejar algo que ha sido cotidiano durante una década. No hay creación sin destrucción, nada es opuesto a lo otro, ni nada está separado. Todos son puentes en movimiento, una cinta de Moebius: “La creatividad es un acto inopinadamente violento […] Y las ideas completamente originales no existen. Lo que sí existe son las combinaciones únicas, que se producen en el ojo de la mente y a menudo nacen de dos o tres imágenes mentalmente inconexas que, de algún modo, se hacen más agradables al alinearse”.[4]

Sólo al hacer las paces con esa suma de muertes de las que está compuesta la creación y la vida, se consigue volver a tener las manos libres para algo nuevo. Y llega el momento de tirar una moneda, dejarnos en manos del azar y confiar en que, aun sin malla de protección, no nos daremos en la madre.

[1] Adam Grant, “Sé tú mismo’ es un pésimo consejo”, 9 de junio de 2016, New York Times. Recuperado de: http://www.nytimes.com/es/2016/06/09/se-tu-mismo-es-un-pesimo-consejo/

[2] Will Gompertz, Piensa como un artista, México, Taurus, 2016, pp. 90, 97.

[3] Michael Cunningham, Las horas, Norma, Santa Fe de Bogotá, 2000, p. 105.

[4] Will Gompertz, op. cit., pp. 96-97.


Autores
(Morelia, 1984) Es gestora cultural, ilustradora, editora y escritora. Coordina el diplomado Casa: Ilustración Narrativa de la UNAM. Forma parte del comité organizador de El Ilustradero y del Catálogo Iberoamérica Ilustra. Es socia de Oink Ediciones y del estudio Cuarto para las Tres.