Tierra Adentro
Ilustraciones de Yoshio Romero

La web ha cambiado. De unos años a la fecha, los internautas se transformaron en creadores e inundaron la red con dibujos, textos, fotografías y videos. Ante este mar de obras expuestas, ¿dónde está la frontera de los derechos de autor? ¿Qué conserva el artista más allá de los likes y aplausos virtuales? Ahora todo parece ser asunto de abogados y corporaciones que vigilan el copyright mediante algoritmos. Como están las cosas, dice con ironía el autor de este texto, debemos conformarnos con que nadie se moleste en demandarnos.

Después de tantos años de caminar sin encontrar ni una sombra en el desierto de lo real, ni un resquicio de descanso en la era de la producción en masa, ni una raíz de esperanza para el artista ante los grandes conglomerados de medios, se oye el sonido de un módem de 28 mil baudios que gestiona su conexión a internet.

Creí muchas veces, cuando el internet todavía era joven en México, cuando internet era sinónimo de BBS y Telnet, no de Facebook y Twitter, cuando tenías que esperar cinco minutos para descargar una imagen de 256 colores en vez de mirar Netflix en alta definición desde tu teléfono celular, que internet era la respuesta. No cualquier respuesta. Si se me permite el barbarismo tipográfico: LA respuesta. Creí que de este lado, del lado virtual, se podrían solucionar muchos problemas que —yo también era joven— me parecían fundamentales: acceso universal a la cultura y la educación. Todos los textos del mundo disponibles en media hora de descarga.[1]

Los mejores tutores disponibles para resolver tus dudas las veinticuatro horas del día. No alcanzaba a concebir que este repositorio de conocimiento incluyera música y películas porque imaginar esas velocidades de transferencia en la línea telefónica era algo que mis maestros creían imposible. Pero ambos, mis maestros y yo, estábamos equivocados. Se oye el sonido de un modem de 48 mil baudios y algunos lo saboreamos como si fuera una esperanza.

Pero internet era muy joven y todavía había mucho camino por recorrer. Esos primeros años fueron como el descubrimiento de un nuevo continente. No sólo todo era nuevo, sino que parecía que nada tenía dueño. Si eras el primero en plantar tu bandera sobre una parcela virtual, podías hacerte millonario de la noche a la mañana. Ese primer recuerdo de internet, cuando me conectaba desde mi casa al tablero de noticias de la universidad y podía descargar cualquier archivo que encontrara, siempre y cuando mi madre no descolgara el teléfono, me parece una metáfora de la libertad absoluta.

Hemos venido cambiando mucho desde entonces. Internet es un espacio muy distinto. Alguien saca su teléfono celular y comienza a grabar su fiesta de cumpleaños. Está en un bar ruidoso con sus amigos y le parece gracioso subir el video a YouTube.[2]

Sus amigos también son graciosos y el video se vuelve viral. En una semana obtiene un millón de reproducciones. Una semana después ese alguien se despierta con una demanda por cien mil dólares por afectaciones a derechos de autor. La disquera que representa al rapero cuya música se escucha en el video exige una retribución. Se podría pensar:

—Esto es ridículo.

Pero habría que recordar el caso de Samantha Tumpach de Rosemont, Illinois, que en 2009 pasó dos noches en prisión por sacar su cámara durante su festejo de cumpleaños en un cine local para grabar dos pequeños fragmentos de Twilight: New Moon, la película basada en la novela homónima de Stephanie Meyer. El crimen no era su mal gusto cinematográfico, sino que los responsables de la sala cinematográfica pensaban que trataba de «piratear» la cinta. Lo que ella quería era capturar el momento en que su actor favorito se quitaba la camisa. De haber proseguido la demanda, pudo haber extendido su estancia en la cárcel hasta tres años.

Pero estos casos, los que se salvan, se pueden contar con los dedos. La inmensa mayoría nunca llegan a juicio. Compañías de abogados afincadas en Estados Unidos mandan diariamente miles de correos electrónicos a todo el mundo en los cuales reclaman daños por derechos de autor a nombre de las principales distribuidoras de música del planeta. Las penas van desde perder la conexión a internet hasta años de prisión. Pero los abogados ofrecen «llegar a un acuerdo» por unos pocos cientos de dólares. La mayoría de estos reclamos son falsos o no tienen validez en el país que los recibe, pero ante el temor de una demanda, la inmensa mayoría decide pagar. Esto no es en lo que pensaba Ray Tomlinson cuando inventó el correo electrónico.

Todos levantamos la cara y miramos la nube negra de la amenaza que se cierne sobre el internet, donde eres libre de decir lo que quieras siempre y cuando puedas pagar al abogado que defienda esa libertad. Cualquiera a quien borraron una entrada de su blog porque incorporaba una cita demasiado extensa de una novela, que vio su cuenta de Facebook cancelada porque subió El origen del mundo de Gustave Courbet a su portada, cualquiera que ha recibido la visita en su peluquería de un cobrador de la Sociedad de Derechos de Autor local porque «se está robando la música de José José», sabe que en el tema de los derechos prima la ley del más fuerte. Y pienso: «¿Tiene que ser así?»

Los creadores o hace mucho tiempo que no decimos lo que pensamos o hace tiempo que se nos acabaron las ganas de reclamar. Un autor se presenta en su casa editorial a recolectar su cheque semestral de regalías y descubre que no alcanza ni para el pesero. El editor no culpa a su departamento de prensa —que acaba de recortar a la mitad de su personal—, ni al precio exorbitante de los ejemplares —que de todas formas se pueden conseguir con buen descuento en Walmart. «Es la piratería, señor», le explica al novelista. «Ahora cualquiera se puede descargar todo de internet sin pagar nada». El escritor vuelve a su casa enojado y busca su novela en Google, donde ni siquiera aparece una sola reseña de su libro —que no sólo es malo, sino muy aburrido—, pero eso no le importa, le han hablado de sitios en la «internet profunda» donde puede obtenerse cualquier libro del planeta. Estima, porque confía en la grandeza de su obra, que debe haber sido descargado más de un millón de veces. La internet le ha robado el dinero para comprarse una casa.

Los creadores o hace mucho tiempo que no decimos lo que pensamos, o hace tiempo que se nos acabaron las ganas de reclamar. La banda que no hace tanto imprimía sus propios discos desde CD Baby y los vendía en cincuenta pesos en sus presentaciones, que subía mp3 de todas sus canciones a su sitio en WordPress, acaba de firmar con un sello importante, una major. Cuando la disquera comienza a demandar a sus primeros fans por haber hecho descargas ilegales del sitio del grupo, sólo se encogen de hombros. Aquí así son las cosas, les explica el abogado del sello. En cuanto le pidan a la banda que participe en un video contra la piratería, ellos aceptarán encantados.[3]

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CREATIVE COMMONS
Cae una gota de agua, grande, gorda: en 2001 se crea en Estados Unidos la organización Creative Commons, con la que pueden los creadores agregar licencias a sus obras que les permiten renunciar a algunos de sus derechos de autor para que dichas obras puedan circular libremente, con reglas claras y sin el temor de una demanda. Sus fundadores, Lawrence Lessig, Hal Abelson y Eric Eldred se inspiran en los ideales de la Free Software Foundation, FSF (Fundación para el Software Libre) que desde 1985 crea el núcleo del sistema operativo para que el internet funcione, y las licencias que permiten que el sistema se pueda copiar en millones de servidores en todo el planeta sin tener que pagar por cada copia. No existe todavía capital suficiente en el mundo para pagar el software de todos los servidores de internet del mundo, si se regularan las leyes tradicionales de derechos de autor. Pero Creative Commons no corre con tan buena suerte como su inspiración. La aplicación de las licencias en cada país del mundo es muy compleja. Algunos abiertamente las desconocen. Hay demasiadas licencias, cada una con diversas versiones, y todas son incompatibles entre sí. En su diversidad, la libertad encuentra su primer gran obstáculo. Ojalá fuera el más grande. Algunos de los proponentes de las licencias libres mueren bajo la presión de las corporaciones y los gobiernos.[4]

Hemos vuelto a caminar. En 2010 la revista Wired publicó en su portada «La red está muerta. Larga vida al internet». Lo cierto es que hemos migrado de forma masiva nuestro quehacer en línea a lo que en ese entonces todavía denominábamos Internet 2.0 y que hoy en palabras más llanas denominamos «redes sociales». En el lapso de unos pocos años, todos los internautas se transformaron en creadores.[5]

Subimos y compartimos nuestras ideas, dibujos, textos, fotografías y videos por millardos a cambio de corazoncitos y pulgares virtuales. Como contraprestación, renunciamos a ciertos derechos sobre nuestras propias creaciones. La televisión abierta sobrevive con anuncios; en las redes sociales tú mismo eres el anuncio. Ni siquiera podemos elegir quién ve dichas creaciones, es el algoritmo, el todopoderoso oráculo de Delfos de las redes, el que decide quién ve y quién no ve lo que creamos.

No, no es que el modelo de las redes sociales no sirva. Lo cierto es que hay creadores que han sabido aprovecharlo para hacer llegar su obra directamente a su público. O eso es lo que parece. Salvo por unos cuantos, los youtubers con más suscriptores en el mundo pertenecen a redes multi-canal que a su vez pertenecen a Discovery Networks o a Disney Digital. No, no es que el modelo de las redes sociales no sirva, pero aquí va una pista para saber por dónde vamos: si no pagas de tu propio bolsillo por el nombre del dominio y el alojamiento de tu sitio, tu contenido no es realmente tuyo.

Yo siempre he pensado que los que se inventaron el concepto de derechos de autor hicieron bien. Contra el concepto anglosajón de copyright, en donde lo que prima es quién tiene los derechos de explotación de una obra, los derechos de autor privilegian la idea básica de que toda creación tiene un autor que es una persona, no una corporación, y que esa persona tiene derecho a que se le reconozca como tal, a que su obra no se mutile o transforme sin su permiso, y a recibir una remuneración justa y proporcional por su creación. Pero el copyright es otro asunto. Las industrias culturales de Estados Unidos: Hollywood, Nashville, Nueva York, Miami, pueden amasar las fortunas que amasan porque son las empresas las dueñas del copyright, mientras que los creadores son simples obreros sin ninguna propiedad sobre las piezas que producen. Millonarios, quizá, pero no autores.

¿LOS DERECHOS DE QUIÉN?
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Vuelvo hacia todos los lados y miro. Tanta y tamaña internet para nada. En 2003, se modificó la Ley Federal del Derecho de Autor para proteger los derechos patrimoniales de una obra cien años después de la muerte de un autor. ¡Qué bien! ¡Nuestros autores están protegidos! El cambio en la ley significa que un mexicano nacido en 2003 jamás verá una obra creada en su tiempo de vida entrar en el dominio público. Incluso si imaginamos un futuro de ciencia ficción, en el que logremos extender la vida humana indefinidamente, hay que recordar que desde 1710 hasta la fecha se han buscado mecanismos para justificar aumentar cada vez más la duración de los derechos de autor.[6]

El Estado invierte en estimular la creación artística y cultural, pero esa inversión se quedará un par de siglos en manos de particulares: 10% para el autor, 90% para la cadena productiva, si es que el autor supo negociar bien su contrato. ¿Los derechos de quién estamos protegiendo, eh? Porque a nosotros nos dieron esta internet y esta tecnología que permite replicar el conocimiento humano, la cultura, las artes, a un costo tan bajo que es casi gratuito, pero al mismo tiempo nos dieron estas leyes para impedir que crezcan y se multipliquen estas semillas de cultura. Nos dijeron:
—Del iPhone para acá todo es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
—¿Las redes sociales?
— Sí, las redes sociales. Facebook y Twitter y Snapchat y lo que se nos ocurra. Pokemon Go también.

Nosotros queríamos los medios para compartir nuestras obras, pero sólo nos dieron herramientas para crearlas. Ni siquiera paramos la jeta para decir que no las queríamos. Los grandes centros de datos de Amazon, Google y Microsoft, donde están los algoritmos de sugerencia y compra, allí es donde la internet está buena. No este duro pellejo de vaca que llamamos redes sociales, donde potencialmente puedes alcanzar millones, de dólares, de visitas, de reconocimiento, si te alías con los dueños del latifundio. Por cada rapero que toma una canción vintage como base de sus rimas, por cada artista del collage, por cada diseñador industrial que decide hacer su computadora sólo un poco más parecida a una iMac, hay un ejército de abogados dispuestos a darse batallas por años o décadas en el árido campo de la propiedad industrial y los derechos de autor. Si no cuentas con ese respaldo es mejor rendirse o apostar por la oscuridad y el anonimato: apostar a que el algoritmo de reconocimiento de patrones no detecte que la canción del video de tu fiesta de cumpleaños es de un rapero famoso, apostar a que tu creación tenga tan poco impacto que nadie se moleste en demandarte.

Así nos han dado esta internet. Y en este sistema quieren que creemos algo, para ver si algo retoña y se levanta. Para acortar la «brecha digital». Para tener una sociedad más transparente y justa. Para tener un país más inclusivo. Pero nada se levantará de aquí. Nosotros seguimos adelante, impulsados por los algoritmos para influenciar nuestras emociones, los filtros fotográficos prediseñados, los booktrailers, las transmisiones en vivo desde las instalaciones de arte contemporáneo, las becas para tuitear los maullidos de nuestro gato en realidad aumentada. La internet que nos han dado está allá arriba.

[1]No sabía, como sé ahora, que el Proyecto Gutenberg había comenzado a digitalizar textos de relevancia cultural desde 1971, hasta rebasar los cincuenta mil en 2015.

[2] En defensa de YouTube habría que aclarar que este ejemplo ficticio es algo injusto con la subsidiaria de Google. Recientemente la compañía ha comenzado a invertir sus propios recursos legales para defender casos de uso razonable. Pero sólo unos cuantos casos, y sólo en suelo norteamericano

[3] En el 2000, Metallica entabló una demanda contra Napster, una compañía que permitía compartir archivos entre particulares, precursora de la actual tecnología de archivos torrent. Metallica obligó a Napster a bloquear a más de 335 mil de sus propios fans de la aplicación. Nikki Six, el bajista de Mötley Crüe, declaró que «los puercos engordan y los cerdos van al matadero, y creo que los de Metallica son cerdos». Un video en que Lars Ulrich, el baterista de la banda, entra a robar en el dormitorio de un fan (interpretado por Marlon Wayans) en venganza porque el fan se ha robado su música en Napster, irónicamente puede encontrarse pirata en varios sitios (palabras clave: Metallica Anti Napster) y es recordado con cariño como el punto más bajo en la carrera de Metallica. Sean Parker, uno de los fundadores de Napster, eventualmente se convertiría en uno de los principales accionistas de Facebook, y fue interpretado por Justin Timberlake en una película. Caso extraño, cada quien obtuvo el castigo que se merecía.

[4] Ojalá esto fuera una metáfora, pero no lo es. Aaron Swartz, además de ser uno de los principales proponentes de las licencias Creative Commons, participó de la creación de varias tecnologías clave en la internet actual, como el RSS, Markdown y el motor del sitio Reddit. En 2011, Swartz utilizó su cuenta del Massachusetts Institute of Technology (MIT) para «liberar» decenas de miles de artículos de JSTOR, una biblioteca digital por suscripción de artículos académicos, bajo la premisa de que la mayoría de los artículos se habían escrito con fondos públicos y por tanto deberían de ser de libre acceso. Aaron fue arrestado y acusado por cargos que podían acarrear hasta treinta y cinco años de prisión. El 11 de enero de 2013 Aaron Swartz se colgó de una puerta en su departamento de Brooklyn. Tenía veintiseís años de edad.

[5]Aunque en el argot de internet, para que no se hagan ideas extrañas sobre sus propios derechos de autor, se les conoce como «generadores de contenido».

[6] Lawrence Lessig desbarata las falacias del sistema copyright en «AgainstPerpetual Copyright» (wiki.lessig.org/Against_perpetual_copyright)

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