Tierra Adentro

Recibí una llamada todos los días a la misma hora: 7 a.m. Ante la posibilidad de que fuera algo importante, con los ojos medio abiertos, corrí a tomarla cada vez. Pensé en aquella llamada que recibió Daniel Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal[1], durante tres noches seguidas. Las primeras dos veces lo dejó pasar y respondió a la tercera. La llamada no era para él y ahí empieza la historia. Esas llamadas al “amanecer” tampoco eran para mí, pero aquí no hay historia. Lo único que hay es una lista de reclamos y la imposibilidad de volver a dormir. Llamaban de algún banco para preguntar por personas que no conozco. Quiero pensar que esos desconocidos dieron un número al azar y ese fue, casualmente, el mío. Reclamé un millón de veces y las llamadas no cesaron, luego decidí apagar el timbre del teléfono, creo que sigue así.

Pensé en todas las veces que de niña llamé a números desconocidos para preguntar por personas que no existían o para reproducir las  fórmulas de las más consagradas “bromas telefónicas”. En esa época en que las llamadas eran imposibles de rastrear, hubo una generación que buscó respuestas en números aleatorios. Las preguntas eran casi siempre un juego de palabras cuya respuesta daba un giro que terminaba en risas.

Las llamadas telefónicas tienen la particularidad de ocultar al receptor y al emisor del mensaje detrás de su voz. Le dan la posibilidad de esconderse detrás de un aparato y ser quien quiera ser; un ejercicio íntimo y anónimo a la vez. Una de las grandes virtudes del teléfono, previo a otras formas de comunicación, fue la capacidad de acortar largas distancias. El auricular da la posibilidad de comunicarse al otro lado del mundo, de escuchar una voz en otro huso horario. Sin embargo, el medio de comunicación lleva en sí mismo ciertas limitantes pues por mucho tiempo las llamadas a larga distancia eran tan caras que debían ser cortas y precisas: el tiempo era dinero.

En 1962 Gianni Rodari escribió una serie de relatos titulada Cuentos por teléfono[2],  la cual se centra en el señor Bianchi, un comerciante italiano que por cuestiones de trabajo tenía que estar fuera de casa seis días a la semana. Su pequeña hija lo extrañaba mucho cada vez que partía,  además tenía un problema: no podía dormir sin escuchar un cuento de la voz de su padre. Ante esta situación, Bianchi empezó a llamarle por teléfono cada noche para contarle un cuento que la hiciera conciliar el sueño. Por lo costosas que resultaban las llamadas en la época, tuvo que ingeniárselas para que fueran historias cortas que pudiera costear; los días que le iba mejor en los negocios se podía dar el lujo de contar historias más largas. Así, cada noche la pequeña niña pudo dormir con su padre del otro lado de auricular, sin importar qué tan lejos estuviera. Quizá las historias en sí no eran tan importantes como escuchar la voz de su padre al otro lado de la línea.

En los últimos años es bastante raro escuchar el timbre del teléfono y tener una conversación larga con alguien al otro lado. A pesar de lo barato que es hoy comunicarse por teléfono, pasar horas en el auricular es una acción insólita. Quizá hay tantas formas de hablar que buscamos las más impersonales, esas que impliquen menos contacto pero entregas más efectivas y verificables. Tengo la teoría, basada en una desordenada observación, de que esta es la época en la que más mensajes escritos se generan por segundo. Un punto en el que la humanidad escribe más pero habla menos. Quizá la popularidad de las notas de voz radica en la nostalgia por volver a escuchar voces, o quizá sólo sea un remedio para no tener que escribir pero tampoco hablar.

Yo todavía quiero escuchar un cuento por teléfono, o en su defecto en una nota de voz. Tal vez la siguiente vez que reciba una llamada equivocada le haga más preguntas a la voz del otro lado.

[1] Auster, Paul, Ciudad de cristal, Barcelona, Editorial Anagrama, 1996.

[2] Rodari, Gianni, Cuentos por teléfono, Editorial Juventud, 25a edición