Recuerdo de Luis Zapata
La primera vez que leí un libro de Luis Zapata mi mundo se volteó de cabeza. El encuentro, aunque, azaroso, se debió a esa curiosidad malsana que me inducía a comprar excelentes —o a veces también tremebundos— libros olvidados de literatura mexicanos.
Singular fijación mía por los libros olvidados, no los que tienen el destino penoso de acabar por docenas en los remates, sino los libros que de plano ya no se pueden conseguir, ni en librerías anticuarias ni en Mercado Libre. Fue así como llegué a La hermana secreta de Angélica María (1989).
El título lo escuché por primera vez en boca de mi entonces Carmen Ros (ya no sé nada Ros desde entonces; ella es, buena medida, la culpable de este zapatismo mío) quien por entonces cursaba el Doctorado en la Ibero y estudiaba estructuras novelísticas que se salían de la norma.
Ros era de esas personas letradas que consiguen ciertas muletillas para evidenciar su erudición e idiosincrasia. Y una de ellas era halagar La hermana secreta de Angélica María ad nauseam, asegurando que superaba por mucho al Vampiro de la Colonia Roma. “Pero no la vas a conseguir, si quieres te la fotocopio.”
Ros no contaba con mi astucia y al poco tiempo conseguí un ejemplar en una librería anticuaria (incluso llegué a conseguir otro en aquel tianguis de libros que se instalaba afuera del parque de la Bombilla, y se lo regalé a otra querida profesora de aquel entonces Susana Murga).
La novela es una maravillosa farsa que narra a tres tiempos las peripecias de un mismo personaje. Bildungsroman ambientado en los sesentas y setentas, nos presenta a Alvarito, un joven hermafrodita que idolatra a Angélica María. Al mismo tiempo, la novela relata las peripecias de Alba María (antes Alvarito), batallando por convertirse en una baladista famosa de palenque en palenque. Alba María es una cantante segundona, medio mojigata, que no cesa de recibir comparaciones con la novia de México.
El ídolo se come al fan; de la fantasía a la pesadilla hay un solo paso. Por último, una tercera voz más misteriosa describe a una exuberante bailarina de un congal en Tijuana (se puede inferir que es Alba María en decadencia).
Libro de transiciones, cambios de identidad, juegos de apariencias, La hermana secreta de Angélica María parece un libro ideal para la pantalla grande (si se hubiese filmado, la imagino como La mala educación de Almodóvar, donde el personaje interpretado por Gael García es una especie de Alba María española).
La tesitura de la novela es satírica, carnavalesca, nunca pierde el ingenio ni el puntilloso trabajo de las situaciones. Toda sátira, no olvidemos, dice una gran verdad de la sociedad (no creo que a Luis le hubiera desagradado una comparación con Justine de Sade, por ejemplo).
Pero un día me decidí a averiguar quién estaba detrás de aquel libro.
Alguna noche tuve un encuentro de Grindr aburridísimo con un estudioso de las letras mexicanas, también miembro del colectivo y de cierto renombre en el mundillo. Aproveché para contarle sobre mi predilección en torno a Luis Zapata y, con un tono desdeñoso, me dijo que mejor no intentara buscarlo. “Ah…, Luis, tiene libros divertidos; pero hay más…” ¿Y yo me preguntaba qué era más? ¿Más autores que escribieran con el mismo desenfado y humor que Luis? Imposible.
Además, me dijo que Luis ya estaba muy viejito y que lo único que intentaría sería ligarme y ni siquiera prestaría atención a mis bobadas. Sus palabras, he de admitir, me desalentaron de conocer a mi ídolo. Y digo ídolo, no solo porque ya para entonces hubiese devorado un número considerable de sus novelas.
Digo “ídolo” porque también había leído cuantas entrevistas encontraba en internet, algunas publicadas en blogs anodinos, pues era muy generoso con las entrevistas y se las cedía casi a cualquiera (que perdiese la paciencia con preguntas repetitivas era distinto).
Por aquellas entrevistas descubrí mucho de su personalidad. A Luis no le gustaba salir, leía mucho y fumaba el doble, no tenía tarjetas de crédito ni empleos estables, vivía de sus regalías y traducciones (hizo formidables traducciones de algunas obras teatrales de Copi). De pronto me encontraba como Alvarito, recolectando toda la información posible de Angélica María.
Si he dicho que su escritura marca un antes y después en mi vida, que ya es de por sí un juicio subjetivísimo, innecesario para cualquier ensayo serio, es innegable que la aparición de Luis en las Letras Mexicanas supone un momento fundacional.
Como algunos estudiosos han subrayado incesantemente es que su Vampiro de la Colonia Roma (1979), el irreverente Adonis García, es la primera novela mexicana que introduce con humor el tema de la homosexualidad.
Hasta entonces solo contábamos con narradores sumergidos en su patetismo atormentado y su arrepentimiento, como El diario de José Toledo de Barbachano Ponce, un libro exasperante y aburrido a cuál más, demasiado pudoroso como para titularse “diario”. El descaro de Salvador Novo en su Estatua de sal no apareció sino de forma póstuma.
En todo caso, la circulación de la Estatua era hasta cierto punto clandestina, un texto para el disfrute personal entre un restringido círculo de amistades. Habría que destacar los admirables poemas de Abigael Bohórquez, Digo lo que amo, que también, por tematizar el deseo homosexual en todas sus variantes, fue un texto que padeció de una circulación marginal (se cuenta que el libro, para poder ser leído, tenía que circular de boca en boca, a través de fotocopias). A los prólogos de ambas obras en sus ediciones más recientes me remito.
Personaje carnavalesco y dionisiaco, Adonis es el primer personaje de la literatura mexicana que exterioriza su alegría, su desfachatez para contar su vida sexual sin restricciones, con la naturalidad que permite la transcripción de unas grabaciones con el testimonio oral de un trabajador sexual. Es la misma década que presencia la explosión de narrativas testimoniales en América Latina.
Desconozco si Luis era consciente de la coincidencia, pero, poniendo a Adonis en perspectiva con los sujetos retratados por la literatura testimonial, Adonis, transformado desde la ficción, puede leerse como una parodia de esa trata sumamente politizada.
Acaso Adonis se politiza desde su cuerpo, desde su disidencia; el libro en sí es un valioso documento histórico de una vida gay que ya no existe, de discotecas, baños y aventuras de un chichifo en la Zona Rosa (un año antes de su publicación, por cierto, se organizó la primera marcha gay en la Ciudad de México; la novela está empapada de ese júbilo y de esa rabia). Por todo lo anterior, sería un gran desacierto adaptar al cine este libro sin una estricta ambientación de los setentas.
Zapata retomaba a un sujeto marginal y lo hace público, lo lleva al imaginario popular mexicano. Ni siquiera el cine (del cual Luis fue tan devoto) podía jactarse de ese logro: las representaciones del homosexual mexicano en pantalla siempre habían tenido hasta entonces un subtexto deplorable, vergonzoso, peyorativo. El lugar sin límites (1978) de Ripstein no impuso un fin tan tajante a aquel vicio, creo yo, pero al menos sirvió como un nuevo enfoque, una perspectiva más generosa del asunto.
Nuestro asunto. Porque la Manuela, aunque terriblemente humana, sigue siendo un estereotipo, una amenaza frente a los vínculos “homosociales” (por retomar el término acuñado por Eve Kosofsky Sedgwick), y acaba siendo aniquilada por los mismos.
Con todo y mi fanatismo considero que celebrar al Vampiro de la Colonia Roma únicamente por su relevancia dentro del ámbito gay es, y ha sido siempre, acotarla a un nicho, encajonarla, arrinconarla. Zapata, como Puig, como Lemebel, miró con escepticismo las convenciones del mundo gay importadas desde el primer mundo y resistió continuamente a las etiquetas editoriales.
Digamos que escribió sobre la cuestión gay únicamente cuando la ocasión lo requería. Porque la huella decisiva no la deja Adonis (demasiado heteronormado a mi gusto; habría que releer con rigor ese libro, con otros ojos más allá de lo carnal). El libro verdaderamente valiente de Luis Zapata es En jirones (1985).
Diario novelado mordaz divertido, intenso y azotado, En jirones (1985) apareció por primera vez en la extinta editorial Posada. Antes de su publicación, el manuscrito fue rechazado más de seis ocasiones. Era improbable que un libro que narra el enamoramiento y separación de dos hombres en una ciudad anónima del bajío fuera de fácil publicación en esa década.
Más de treinta y cinco años después, tal vez ninguna otra novela gay mexicana se le compara en su apertura del lenguaje para describir el acto sexual entre dos hombres. No omitir las dos novelas que publicó José Rafael Calva en la editorial Oasis antes de su fallecimiento —una sobre un asesino; la otra, de una pareja gay marxista que da luz a un hijo—, sin embargo, en En jirones predomina, desde su costumbrismo, un impulso confesional, una visión brutalista, fatal, fatídica de la vida gay. Novela de sudor y desesperanza, En jirones no ha perdido su vigencia a pesar de los azotes del narrador.
Por las continuas alusiones al mundo medieval, al sufrimiento de los santos y al martirio (el personaje lleva el nombre de Sebastián), podemos imaginar este texto en primera persona como una especie de exvoto religioso, pero uno combinado de referencias populares, a la manera de la composición de los cuadros del “neomexicanismo”, tendencia pictórica en boga durante los ochentas, de la que destacaron dos grandes creadores: Nahum B. Zenil y Julio Galán.
Insisto: de la literatura de Zapata se puede decir más que lo siempre señalado. ¿Por qué la crítica no se ha detenido a reflexionar que lo que Luis hizo siempre en sus libros fue empapar de jotería el lenguaje de los escritores “de onda”, de quienes, por cierto, fue alumno en los talleres literarios que se impartían en Bellas Artes? Puede que la crítica haya sido floja en este aspecto, pero la presencia de la contracultura en las novelas de Zapata (en novelas menos conocidas como Postulados del buen golpista, que narra las astucias de una joven y carismática ladrona) es tan palpable como en cualquier libro de José Agustín y anexas. Y ni hablar de su profunda afinidad con el séptimo arte, que también lo emparenta con la literatura de onda.
Luis nunca se animó a incursionar en el cine formalmente (hasta los dosmiles hizo una adaptación casera de un texto dramático de José Dimayuga). Pienso que, si se hubiera aventado, no habría contado una historia gay como tal, sino algo camuflajeado, como sucede en las películas de Jaime Humberto Hermosillo. Las protagonistas de La pasión según Berenice (1976) y Naufragio (1978) atraviesan una confusión identitaria y pierden la cabeza por hombres. Son heroínas extraviadas en su melodrama cotidiano.
Como hombres homosexuales es fácil entablar cierta identificación. ¿Posibles alter egos de Hermosillo? Como dato curioso, Hermosillo adaptó de manera no muy afortunada una de las primeras novelas de Zapata, De pétalos perennes, una novela contada a la manera epistolar de La nueva Eloísa. Aún con dos grandes actrices —Beatriz Sheridan y María Rojo—, la genialidad del texto no se proyectaba.
La técnica novelística de Zapata absorbe el formato de guion, pero seguramente las novelas de Zapata pierden mucho al ser adaptadas, porque se oblitera su frescura e innovación técnica. Si bien hay temas y estilos recurrentes en sus libros, nunca es repetitivo en forma. No fue sino hasta los últimos donde de plano escribió lo que quería y la repetición se vuelve capricho; la nostalgia y la depresión, motivos recurrentes. Dejando a un lado la magistral habilidad para contar historias, acabó escribiendo solo lo que le gustaba: eso también es admirable.
Pero ahora es cuando debo remitir a la tarde en la que conocí al Maestro en su casa en Cuernavaca (si le hubiera dicho Maestro se hubiera reído de mí en mi mismísima jeta). Y siempre pasa cuando hay una admiración gigantesca hacia alguien y no se le conoce en persona: al presentarse la ocasión, no se sabe ni qué decir, quizá porque la admiración demostrada con pompa y exageración puede ser perturbadora, o interpretada como adulatoria y falsa.
Para ese entonces yo no tenía ya nada que adular a Luis: no quise contactarlo sino hasta que ya había pasado el agobio del visto bueno de mis lectores de tesis, los trámites y el examen profesional para entregarle una copia de mi tesis de licenciatura dedicada a En jirones. Solo quería cerrar el círculo y darle aquel modesto regalo en la primavera del 2017.
Para ese entonces yo hacía una residencia en La Tallera gracias a la maravillosa Taiyana Pimentel, y aproveché un día libre para ir a visitar a Luis. Yo no sabía ni cómo desplazarme por esa ciudad y me resultaba tan confusa que debí pedirle ayuda a mi novio de ese entonces. Llevaba conmigo un retrato de Angélica María realizado por un caricaturista que solía vender sus dibujos en una esquina de Coyoacán.
Sabía lo mucho que Luis admiraba a Angélica y que incluso habían trabado una gran amistad (las cartas que Alvarito envía desde su pueblo a Angélica, y que ella le contesta, las envió Luis en la vida real). Zapata era un hombre inhibido, de habla fina y pausada, que conservaba la delicadeza de sus rasgos de juventud. Su apartamento estaba recubierto de fotografías, incluyendo, desde luego, una sección dedicada a su querida Angélica.
Cuando le pregunté qué le gustaba leer, me dijo que ya no lo hacía con frecuencia, y que le interesaba mucho Borges (¿¿??). Sobre todo malgastaba su tiempo viendo series de televisión, realities, tv chatarra de Home & Health y Telemundo y programas de asesinos seriales. En algún punto me sentí como Kevin Costner en la película Field of Dreams, haciéndole una visita incómoda, súbita e inesperada, a un escritor recluso por una visión que tuvo en un sueño…
Esa tarde increíble fumamos dos cajetillas Lucky Strike completas, y no quiero ni describir a qué olía la casa al final, con una pequeña ventanita abierta por ahí, ni mi ropa. Si tuve “cruda de cigarro” ya ni me acuerdo, porque fue más poderosa mi sensación de incredulidad.
Pude haber llevado mi copia de En jirones, pero escogí mi primera edición de El Vampiro (que hasta el mismo Luis se sorprendió, ¿y ora? ¿cómo conseguiste esto?, ofuscado por los grados hasta donde llegaba mi fanatismo). Pero buscando la conseguí y me la firmó. También, de paso, me obsequió una copia de su novela Siete noches frente al mar, una reinterpretación contemporánea del Decamerón.
Yo creo que a Luis le gustaba mucho la playa, el road trip, y no me parece casual que varias de sus novelas tengan ese elemento presente. También me contó de un libro en el que estaba trabajando y que llevaría por título Ramales nocturnos. Yo, por menso, le pregunté ¿Tamales nocturnos? Y no fue una broma, en verdad pensé que su humorismo llegaba así de lejos. Le dio mucha risa, por supuesto. (Me pregunto si la habrá terminado y si algún día saldrá…)
Hubo un punto en el que ya la conversación se desvió a una especie de juego de trivia de conocimientos. Luis mencionó de zarpazo al escritor francés de autoficción Tony Duvert. Arrojó su nombre como si fuera cualquier cosa, como si apenas se acordara de su crucial alusión dentro de En jirones, la única explícita referencia a un escritor contemporáneo.
Yo solo asentí, distraído, pero sin la intención de hacerle saber mi a veces neurótica investigación (había pasado meses y meses buscando como loco, por todos los acervos bibliográficas de esta Ciudad, un ejemplar del Diario de un inocente, hasta que un día, de pura casualidad, encontré un ejemplar en un botadero de Librerías Gandhi). Había dejado el libro a la mitad —me aburrió— y no encontré suficientes similitudes significativas entre ambos libros.
Por eso solo dije: ah, sí… Como baboso. Por otro lado, ¡vaya desilusión me llevé al enterarme que En jirones fue un libro en gran medida ficcional! ¿Cómo no sería verídica y autobiográfica esa voz en primera persona tan intensa, tan devota, tan herida? Ahora, en retrospectiva, pienso que es una cualidad: el artificio detrás de una voz narrativa en primera persona es algo sumamente arduo de obtener.
Desde esa tarde alucinatoria, y después de un viaje de regreso en taxi que apenas y recuerdo entre las laberínticas y confusas calles de Cuernavaca, hubo un par de intentos posteriores de acercarme a Luis, que fueron infructuosos. Lo que pude recolectar fue que Luis quería desconectarse de todo. La depresión y la apatía otra vez lo habían vencido otra vez. Ya no respondía llamadas ni mails.
Creo que en el año 2018 intenté marcarle para felicitarlo en su cumpleaños. No atendió la llamada y tuve que dejar un mensaje en la contestadora (sí, Luis era de esas personas que aún usaban contestadora). Comprendí su mutismo y la vida siguió.
Hace justo un año, en octubre del 2020, me compartieron una publicación de Facebook de su amiga Teresa Conde. Luis estaba grave en el hospital. Unas semanas después, falleció. QEPD. En medio del caos de la pandemia de COVID, los mensajes luctuosos fueron escuetos. De no haber habido esta terrible pandemia, habrían venido muchos homenajes, coloquios, muchos merecidísimos tributos. He olvidado lo que dije esa tarde en la contestadora, así que me limito a usar las palabras de Alvarito:
Bueno, espero que me contestes pronto y que me digas cuáles son tus planes para el futuro y cómo has estado. Tu amigo que Te quiere
Álvaro.