Quino, el hombre que vivía entre viñetas
Ayer estuve viendo tu último libro y me dije: “le tengo que escribir a este monstruo. No sé bien qué decirte, pero si sirve de respetuoso índice, te digo que cada vez que pasaba una página de tu libro decía: ¡Qué hijo de puta! Y esa, creo, es la máxima expresión admirativa que pueda arrancarse de un argentino…
Carta de Fontanarrosa a Quino.
I
Hace un año Quino no está entre nosotros y el mundo parece un lugar más triste. Un duelo mundial, sin excepciones, hermana a la comunidad de lectores, amantes de la tira cómica y casi cualquier persona con una pizca de empatía. En torno a su obra el mundo se congrega en una risa que sería capaz de reconciliar a los peores enemigos. “Bastan cuatro cuadritos mal dibujados para transformar una mente”, solía repetir en sus (pocas) entrevistas.
En su casa le decían “Quino” para distinguirlo de su tío Joaquín —también ilustrador y su primera influencia artística— pues así se modula en España, y su familia, como tantos argentinos “que llegaron de los barcos”, vino de Málaga a comienzos del siglo XX. Tres experiencias juveniles marcaron su sensibilidad artística: se quedó huérfano a los quince, estudió en la escuela de Bellas Artes de Mendoza y luego prestó el servicio militar obligatorio. A los 22 años ya tenía un millón de cosas que decirle al mundo y su arte no tardó en hallar buen puerto en diarios y revistas.
Sin embargo, el milagro ocurrió una década más tarde en la soledad de su oficina, en la atmósfera simple, casi aburrida, de una redacción periodística. En 1962 la compañía de electrodomésticos Mansfield —de donde viene el nombre imaginario de Mafalda— le pidió un dibujo para publicitar sus ‘heladeras y cachivaches’, y Quino aventuró el croquis de “la familia promedio”. Notó que en los bocetos sobresalía la niña: de peinado arborescente, cabeza bien puesta y sonrisa burlona. Al final la compañía rechazó el trabajo y Quino lo tuvo que archivar en un cajón hasta que, dos años más tarde, la revista Primera Plana dio rienda suelta al fenómeno y el resto es historia —una muy corta, pues su producción duró hasta 1973, poco más de diez años.
II
El carácter adusto y reservado de Quino ha sido evocado muchas veces: que no concedía entrevistas, que no contestaba el teléfono, que se informaba un poco pero no demasiado, que se recluía durante meses en busca de una buena idea, que intentaba trabajar mañana, día y noche. Su compañera Alicia Colombo fue siempre el último filtro para llegar a él. Se le recuerda encerrado en su casa, una estancia campestre de Milán donde se refugió tras dejar de dibujar a Mafalda.
Quizás esa experiencia solitaria nos dice algo sobre la obra de Quino. Aunque se inspira de Bosch y Chaval, dos caricaturistas franceses de viñetas mudas que hacían una aguda crítica socio-política –y que, por coincidencias de la vida, habrían de suicidarse– su obra responde a la simpleza juguetona del Comic Strip inmortalizado por Charles Schulz en Peanuts (mejor conocido como Charlie Brown o Snoopy). El argentino retrató un mundo indolente y lleno de ignorancia que evoca la experiencia del aislamiento, esa rara forma del egoísmo humano. Su espacio de poesía visual es cerrado y sintético, tiene menos de diez personajes que no cambian y representan la vida de una alienada clase trabajadora en la cual Mafalda es el elemento disrruptivo, la falsa ingenuidad.
Quino no es paródico, —afirma el caricaturista Miguel Repiso “Rep”— Quino crea el universo de Mafalda como el de una clase media ideal, sin época ni país concreto 1. Su humor ácido y cínico nos bofetea con ternura, pone las tragedias humanas ante nuestros ojos con sinceridad y no nos queda más que aceptarlas de buena gana, oírlas en la voz de una niña de ocho años que vive atrapada entre la curiosidad y la decepción constante. Por eso la risa se asoma sin ser carcajada y tiene su dosis de tristeza. El lector está de antemano desarmado y al recorrer una viñeta no puede salir ileso. Después de todo, como decía Diógenes el cínico, ¿de qué sirve un pensador que no hiere los sentimientos de nadie?
Pero, más que chistes, sus viñetas son epigramas que gozan de la ironía; el final de cada cuadro ofrece una conclusión paradójica, una contradicción esclarecedora. Una conocida ironía de Manolito lo ilustra certeramente: La guerra es un negocio, y los que la hacen son buenos comerciantes.
III
La tira cómica más exitosa de la lengua española posee la vida de un clásico del arte literario. Si Madame Bobary es la heroína trágica del siglo XIX, Mafalda es su par del siglo pasado. Esta niña traviesa reúne la inteligencia aguda y el criticismo espontáneo de una sociedad que creyó en los frutos de la democracia, los derechos laborales y la prosperidad económica. Por eso resulta inoportuno decir que Quino no se reduce a Mafalda; pues aunque tiene otros hijos (Flaubert también los tuvo) Mafalda es más real que muchas personas de carne y hueso —incluyendo quizás a su propio creador. La popularidad del personaje rebasa al autor: probablemente más gente en el mundo conoce a Mafalda que a Quino.
Quizás la época jugó un rol esencial en todo esto, no es casual que la niña más querida de Hispanoamérica haya florecido en los años sesenta. Además de los incipientes acontecimientos mundiales (Vietnam, la contracultura, mayo francés, las dictaduras y un larguísimo etcétera), Mafalda nació cuando la historieta empezaba a competir con la TV —una lucha de antemano perdida hasta el renacimiento del Comic, la novela gráfica y la llegada del internet. Había entonces una fuerte cultura del kiosco, del papel periódico y del libro impreso. En parte eso explica por qué sus viñetas no pueden faltar en los libreros de una casa progre en Latinoamérica. No obstante, su fama también es producto del impacto que tuvieron los libros recopilatorios de Ediciones de la flor, que en su primera edición sacó ochenta mil ejemplares y los vendió en tan solo dos días. Asombra pensar que pese a reunir caricaturas realizadas durante más de diez años, el libro se lee unitariamente.
Ahora bien, la popularidad de Mafalda tiene además razones ideológicas y poéticas. Ningún personaje supo llenar un vacío en nuestro imaginario como ella, acaso porque responde al destino de muchos niños y niñas en nuestras sociedades: es la historia de una niña que desafía el mundo masculino y la vida adulta; a ella todos le dicen que hay que ser “gente de bien”, no pelearse con nadie, sacar buenas notas, ver la televisión y tomarse la sopa. Pero su experiencia de la vida le muestra que la gente a su alrededor hace todo lo contrario y entonces ella se pregunta ¿Por qué?
Con el pasar de las tiras cómicas, el lector reconoce la partición social trazada por Quino: el mundo se divide en explotadores y explotados. Sin haber nunca leído a Marx, como admite en una entrevista de 19722, el dibujante retrata lo que es evidente a sus ojos. Asimismo ocurre con la aversión de Mafalda a la sopa, el platillo que todos deben tomar “para volverse adultos”. Su influjo representa un imperativo que homogeniza el pensamiento, que nos uniforma en una vida triste, aburrida y llena de frustración. Ricardo Bada3 acierta al leer en la sopa un platillo donde las verduras y demás ingredientes pierden la forma para fundirse en un mismo caldo, una metáfora del proceso de uniformidad que Ortega y Gasset entendía como masificación y resumía así: “el hombre-masa está hecho de prisa, está vaciado de su propia historia, carece de un adentro, se monta sobre unas pobres abstracciones y es idéntico en un país que en otro”4.
Contra esto lucha la aguda curiosidad de Mafalda, contra la masificación de las identidades. Entre el pesimismo y el humanismo, rebasa las ideologías políticas, sus inquietudes van más allá de filiaciones con izquierda o derecha, aunque eso no le impide soñar con las grandes utopías de nuestra especie: un estado de derecho con justicia social y oportunidades para todos.
IV
Al igual otros productos de la cultura popular como Los Simpsons o Chespirito –por mucho que moleste entre el refinado público mexicano– el humor de Quino tiene diversas capas, distintos niveles de lectura y llega a públicos de múltiples edades. Si bien está dirigido al público adulto (ningún infante de ocho años abordaría con tal seriedad temas como la guerra de Vietnam, los peligros del socialismo o la relatividad del tiempo), su grafismo recurre símbolos, chistes y retruécanos que nos por igual a grandes y a chicos. Por ejemplo hay una ocasión en que Felipe está jugando al Yoyo y cuando Mafalda lo ve le pregunta qué hace. Tras oír su respuesta le dice, enojada: “egocéntrico”. Sonríen los adultos y ríen los niños al descubrir el sentido de la palabra. Estos gags trazados en viñetas son ideales para tender un puente entre dos generaciones; muchos padres comparten con sus hijos la lucidez de este humor crítico y por eso estos libros son una pieza urgente en la educación de las nuevas juventudes.
No es difícil imaginar a Quino de ocho o diez años en el salón de clases; lo vemos dibujando disparates coquetos, retratando a la maestra de matemáticas que explica nuevamente las tablas del nueve. Acaso sus compañeros se divierten, les causa gracia la expresividad y simpleza del trazo. Es más fácil —gracias a los testimonios de sus allegados— verlo encerrado en una redacción periodística o en su cubil italiano tratando de encontrar una buena idea; tal imagen despierta la fama su fama como hombre de pocas palabras.
En una de sus contadas entrevistas junto a Fontanarrosa, Quino confesaba que no tenía un método muy preciso de creación, que a veces las ideas lo asaltaban en medio de la noche y debía levantarse a escribir en penumbras sin saber si al día siguiente entendería sus propias notas. Era “como si uno tuviera adentro de sí un hombrecito que le tira las ideas pero uno no lo maneja”5. Ese hombrecito, una mezcla entre el duende de Lorca y el demonio de la duda de Sócrates, sería quizás el presagio de que la obra de Quino estaba condenada a pasar a la historia. Por eso curioso suponer qué habría sucedido con el personaje si su creador lo hubiera llevado hasta sus últimas consecuencias, a una adolescencia o una adultez. Resulta inverosímil, a todas luces imposible e irreal. “Si hubiera crecido [Mafalda] sin duda formaría parte de los desaparecidos”, sentenciaba Quino.
De cualquier forma, Mafalda es una niña sexagenaria que aún conserva todos sus dientes. La vida de Quino se apagó cincuenta y seis años después de dar a luz a la hija que lo mantendría siempre vivo en nosotros, sus lectores. Como afirmaba el visionario Julio Cortázar al respecto, no importa lo que nosotros pensemos de Mafalda, lo importante es lo que ella piensa de nosotros, de nuestro mundo. ¿Se quedarán sus preguntas sin respuesta? ¿Vivirá Mafalda en una sucesiva inocencia marchita?
- https://www.youtube.com/watch?v=dkWR5Iy3bUc&ab_channel=CanalEncuentro
- https://www.letraslibres.com/mexico/cultura/quino-artista-la-condicion-humana
- https://www.nexos.com.mx/?p=14895
- Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (1929), Instantes, disponible en línea en: http://juango.es/files/La-rebelion-de-las-masas.pdf
- https://www.youtube.com/watch?v=zb_5I9u8jLk&ab_channel=audiovideoteca