Tierra Adentro
Ilustración por Julissa Montiel.

Te consta que Carlos y yo nunca nos llevamos bien, y mira que al menos por ti lo intenté. Desde el mismo momento en que nos presentaste sentí sobre mí el peso de esa atención forzada por su desconfianza. Ya sabes, cada vez que te abrazaba o te besaba la mejilla, él tenía que sostener tu mano o meterse entre las dos porque no podía pensar bien de ninguno de nuestros acercamientos. Era molesto, ¿sabes? Por eso me sorprendió más que fuera él quien me avisó.

Hacía tiempo que no tenía noticias de ustedes, por eso ni siquiera reconocí su dirección en el correo electrónico y tuve que abrir el mensaje sin asunto para enterarme de que era él. Claro que no fue algo dirigido solo a mí. En la barra de los destinatarios estaban incluidas al menos veinticinco o treinta direcciones más, y ninguna me era familiar. El contenido era un recuadro con algunas palabras sobre la imagen de una flor en un fondo claro, algo simple y directo, como siempre dijiste que él era:

Acompáñanos este 23 de mayo a despedir los restos mortales de nuestra amada Mariel Guerrero de Márquez. Por favor, usa solo prendas blancas y trae contigo alguna flor y tus recuerdos más hermosos para compartirlos con nosotros.

Jimena y Carlos Márquez, hija y esposo.

El primer pensamiento que llenó mi cabeza fue la expresión de Carlos al saberse único dueño de tu ausencia. Perfectamente pudo haber omitido su apellido detrás del tuyo y su título de relación. Pero no lo hizo. Con toda la intención quiso dejar claro, a mí y a quien leyera la invitación, que él era la única persona en el mundo que tenía el derecho legítimo de convocar a una reunión para honrar tu memoria. Privilegios de viudo que se atribuía, supongo. Y creo que por eso me invitaba, ¿sabes? Para restregarme en la cara que a él le faltabas más que a nadie. Que él podía declarar ante otras personas que le faltabas. Esa era su manera de echarme encima su triunfo. ¿Recuerdas lo que dijo cuando nos sorprendió en la cama? Que tarde o temprano iba a llegarle la oportunidad de desquitarse de mí. ¿Te imaginas algo más ridículo? Que tomara lo que había entre nosotras como afrenta personal. Pero supongo que eso era algo muy suyo, creerse que cualquier acción que tú tomaras terminaría por relacionarse con él de alguna manera. ¿No te parece retorcido? ¿Cómo terminaste formando una familia con un hombre como él? Frente al monitor, con el mensaje en la pantalla, podía imaginarlo con esa horrible expresión solemne y resignada, hablando en tu nombre, enalteciendo el amor de cuento de hadas que nadie podía refutarle, porque si él decía que nunca pelearon o que a diario le decías que lo amabas o que cada mañana lo despertabas con un beso nadie podía contradecirlo. Esa es una de las ventajas que los deudos ganan: el muerto deja de tener voz. Cualquier persona que asistiera a la ceremonia quedaría conmovida con cada anécdota maquillada y dulzona, transformada en recuerdo por la manipuladora imaginación de Carlos.

El segundo pensamiento fue la mirada triste de Jimena de pie junto a tu fotografía amplificada. Si alguien realmente merecía tu memoria, esa sin duda era tu hija, ¿sabes? Jimena que era mitad tuya, la mejor mitad: tus manos delgadas, tus hombros caídos, el lunar sobre la ceja derecha, las ondas de tu cabello, tus orejas pequeñas, tus ojos. Sobre todo tus ojos de gacela asustada.

Cuando nació fue eso lo único que me permitió creerte que no era de Carlos sino tuya. Y con el tiempo se volvió cada vez más claro que de verdad era tuya, porque tenía tus ganas de caminar sin zapatos sobre el pasto, de cazar orugas y buscar catarinas, de regar las plantas de las macetas en vez de hurgar en la tierra. Porque, igual que tú, cada vez que me veía, me echaba los brazos al cuello y me dejaba abrazarla fuerte, aunque Carlos no quisiera y aunque otras personas nos vieran, y yo podía acariciarle la espalda sobre el vestido, cerrar los ojos y aspirar el aroma de su cuello que también era como el tuyo. Si los hijos realmente pertenecen a los padres, ¿qué otra prueba de que ella te pertenecía más que a Carlos? ¿Qué otra prueba de que tu lugar en el mundo se extendía hasta la existencia de Jimena? ¿Cómo no pensar en la mirada triste de tu hija huérfana en adelante?

El tercero fue el recuerdo que elegiría llevar si al final decidía asistir. Pensé en la tarde fría que te quitaste la ropa y me dejaste colocar sobre tu cuerpo un caracol. Y quizá no me acordé de ti sino de tu piel cubierta por el rastro húmedo que el animal dejó a su paso. De tu dedo gordo del pie hasta tu ingle; de tu barbilla hasta el nacimiento de tu cabello; de tu clavícula hasta tus senos; de tu ombligo hasta perderse entre tu monte de Venus. Amaba el huequito que se formaba entre la unión de tu cuello y tu clavícula porque tenía el espacio justo para que mi nariz buscara tu olor. Tu piel tenía ese suave sabor de la sal que se adhirió a tu cuerpo desde que nos escapamos por primera vez a la costa de Hermosillo.

¿Te acuerdas? Ese pedacito de playa abandonada que fue nuestra en tanto anduvimos en ella. La arena blanca se nos metía entre la ropa y entre los dedos de los pies. Terminaste tirando el brasier al mar y la tela de tu vestido me dejaba adivinar los colores de tu cuerpo. No había gente y pudimos besarnos a gusto, sin las miradas que nos seguían cuando lo hacíamos en la ciudad. Nunca supe hasta dónde habrá llegado tu brasier, ¿sabes? Pero me gustaba pensar que, cuando volvimos, Carlos imaginó por qué lo habías perdido.

Lo que me pasaba era que cada recuerdo me llevaba a otro y a otro y a otro. Recordé tus besos interminables que me cortaban el aire, la textura de tus vellos erizados cuando te respiraba sobre la nuca, tu piel salada para siempre por el aire de la costa, el hueco entre tu clavícula y tu cuello que era la pieza que le falta a mi nariz, tus pechos como girasoles coronados por pequeños cosmos aromados, la curva de tu cadera que hacía de reposo para mi palma caliente, el cariño que sabías repartir entre Carlos y yo, sin que uno menguara al otro.

Entre más lo pensaba más me convencía de que, aunque entendía tu manera de querernos, los recuerdos no podía compartirlos con nadie. Si los recuerdos son la única herencia que los muertos dejan a los vivos, los nuestros debían quedarse solo entre tú y yo.

Llegué vestida de blanco, pero en cuanto Carlos me echó encima su mirada supe que me había convocado para restregarme en la cara que era él quien podía ostentar el derecho de extrañarte, de llorarte y exigir tu legado de memorias. Jimena se me echó a los brazos y me besó. Pregunté por ti, quería verte una última vez. Carlos me indicó una puerta en donde solo encontré una urna con tus cenizas. La abrí y te busqué. Aspiré y algunas partículas de tu esencia calcinada entraron por mi nariz. La ceniza olía como tú y al darme cuenta supe lo que tenía que hacer: saqué las pocas cosas que llevaba en mi bolsa y vacié dentro todo el contenido de la urna. Salí lo más rápido que pude sin mirar atrás. Subí al carro y empecé a manejar.

No le avisé a nadie, no pedí permiso en el trabajo, ni siquiera preparé una maleta. Tardé unas treinta horas casi sin hacer paradas, pero di con la costa de Hermosillo, con el mismo lugar en el que habíamos estado juntas. Caminé por la playa, dejaba que mis pies deshicieran la espuma de las olas que terminaban en la orilla, que mi cuerpo sudara el cansancio del viaje y el coraje contra Carlos que pretendía quedarse con cualquier cosa que te hubiera pertenecido, incluidas Jimena y tu ausencia.

Pensé que ya no podría volver a abrazarte. Comprendí que la verdadera ausencia solo llega con la certeza de la inexistencia de un cuerpo. Busqué un risco y subí descalza entre las piedras afiladas. Llevaba colgada la bolsa que contenía tus cenizas. La tarde se extendía con su luz amarillenta que pronto daría paso al rosa y al azul en el cielo.

Abrí los brazos y me llené los pulmones del aire salado que me recordó tu sabor, ese que ya no existía. Pensé en no regresar. ¿Para qué? El viento me dio en la cara, salpicándome con los restos de las olas que se estrellaban a mis pies. Mi cabello se humedeció. Abrí la bolsa, tomé impulso desde atrás y lancé las cenizas que salieron en pequeñas partículas que no tardaron en dispersarse. El viento las revolvió con fuerza, luego las condujo en un remolino que las fue acercando hasta convertirlas en una estela opaca que cambiaba de color. De un momento a otro fueron grises, blancas, tornasoladas.

Al final de su danza involuntaria las cenizas se habían unido para convertirse en pequeñas aves blancas de alas iridiscentes que, en toda su envergadura, resplandecían con el movimiento y la luz del sol que moría.

Tomaron su propio rumbo y las vi alejarse en una parvada que quizá tomaría distintos rumbos. Entonces lo tuve claro: a partir de ese momento tú volarías hasta el fin del mundo.

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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