Tierra Adentro
Presentación del monólogo "Hiladoras de sueños", en Foro La Capilla, 2016. Fotograma del video-registro de Canal 22
Presentación del monólogo “Hiladoras de sueños”, en Foro La Capilla, 2016. Fotograma del video-registro de Canal 22

¿Quién de ustedes será la próxima Elena Garro?

Soltó alguien tan pronto salimos de una lectura. Yo no supe si la pregunta era en serio o una burla bien disimulada. Fue hace ya varios años, en el primer evento al que acudía como dramaturga. Al primero en el que podía por fin llamarme dramaturga, aunque fuera una en ciernes.

Éramos cuatro autoras a las que nos preguntaron: Ana Rioja, Mariana Chávez, Lucila Castillo y yo. En ese evento, el Festival de la Joven Dramaturgia, darían lectura a textos cortos que habíamos escrito específicamente para la ocasión. Veníamos de varias partes: Monterrey, Tijuana, Xalapa y Cuautla/Ciudad de México. Nos habían invitado como una suerte de muestreo. La intención era “mapear” la escritura de los jóvenes dramaturgos del país. Curiosamente, o no, las cuatro éramos mujeres.

¿QUIÉN DE USTEDES SERÁ LA PRÓXIMA ELENA GARRO?

Nos ponían la vara alta. ¿Cómo podría salir una Garro de esas cuatro muchachas primerizas? Porque la Garro fue grande, excepcional. O eso nos han repetido. Como muchas otras escritoras: fuegos fatuos en la oscuridad de la producción literaria femenina que, aunque brillantes, solo se dan en condiciones muy específicas. Me ha tomado años darme cuenta de que esa “excepcionalidad” no ha sido otra cosa que un intento por restar importancia a la poderosa y constante escritura de mujeres.

El halo de misticismo con el que se solía envolver a estas escritoras “singulares” ha buscado convertirlas en eventos únicos, frutos raros, de generación espontánea. Sucesos aislados, producto de la casualidad, no del trabajo arduo y del talento. Sin ninguna clase de relación o compromiso con quienes las antecedieron; es decir, sin genealogía, y por lo tanto, sin descendencia. Apátridas, huérfanas, islas.

Volverlas fuera de serie no solo les ha restado peso específico en los espacios que definimos como literatura o teatro, sino que también ha ejercido una fuerza limitante en las que les seguimos. Ir tras un modelo extraordinario, resultado de la eventualidad, es imposible, o cuando menos muy complicado. ¿Cómo se sigue al azar? ¿Cómo se emula lo insólito?, ¿lo que está condenado a estar en el podio de lo sublime, solo?

En el imaginario escrituril, un hombre podía llegar a ser cualquier escritor que admirara, bastaba con echarle ganas. O al menos, podía darse el lujo de soñar serlo. A las mujeres nos tocaba emular luces fugaces, la serendipia, la contingencia y, por lo tanto, lo inasible. Los hombres crecían bajo la sombra, nada mal si pensamos en el cobijo y nutrientes que hay en la penumbra. A las mujeres nos ha tocado crecer bajo una luz cegadora, paralizante.

Ser mujer y escribir, y bien, sigue siendo resultado del azar. Dicen. Aún con decenas de libros publicados, obras montadas, nuestra producción y éxito sigue siendo resultado de la suerte. Peor si no sales de las grandes ciudades o capitales (si les contara la de veces que se han sorprendido porque “surgí” de eso llamado provincia).

¿Quién de ustedes será la próxima Elena Garro?

Quizás la pregunta sí era una burla, porque nadie pensó que años después tendríamos trayectorias firmes. Nadie pensó que estábamos dejando de ser excepcionales. Mucho menos esperaban que el panorama dramático mexicano se iría poblando de tantas elenas. Basta darse una vuelta por los resultados de los concursos de dramaturgia de los últimos años, donde los nombres femeninos abundan. Tomemos de ejemplo tan solo un premio, el de Joven Dramaturgia Gerardo Mancebo del Castillo, convocado por la Secretaría de Cultura Federal, y uno de los más importantes para los jóvenes dramaturgos del país. Estas son las ganadoras recientes: Isabel Quiroz (2018), Ahilat Yael (2019), Valeria Loera (2020).

¿Quién será la próxima Helena que traiga la guerra?

Quizás, en el fondo, esa era la pregunta. En ciertas cabecitas, las mujeres seguimos siendo helenas que deberían quedarse en casa siendo bonitas o, de lo contrario, se desatarían guerras.

¿Será que este miedo tiene fundamentos? Porque, de nuevo, basta ver los teatros para darse cuenta de que las dramaturgas mexicanas están conquistando escenarios y nuevos públicos. Es una guerra de guerrillas. Ataques constantes, sostenidos por todo el país, desde las trincheras más diversas.

La naturaleza anfíbica de la escritura dramática, con un pie entre la página y otro en el escenario, ha sido una gran determinante en los perfiles y frentes desde los que se han posicionado las nuevas dramaturgias. Esta podría ser una de las razones por las que muchas de las dramaturgas actuales han iniciado en las filas de la actuación.

Intuyo que hay muchas más actrices escribiendo que actores. Acaso esto sea resultado de la costumbre. Históricamente, la actuación y la producción han sido los únicos espacios accesibles a las mujeres. Tal vez porque, según ciertas concepciones sociales, se piensa que las mujeres estamos en mayor contacto con nuestras emociones, por lo que somos materia apta para la emotiva tarea de actuar.

La producción también nos corresponde porque, dentro del imaginario social, las mujeres somos las más administradas, las que tradicionalmente hemos sido puestas en la gerencia de la casa. Y qué es una producción teatral, sino una suerte de hogar extendido, con presupuestos e hijos que cuidar.

La dramaturgia y la dirección habían sido cotos masculinos por estar emparentados con las ideas y los grandes conceptos; es decir, al ser actividades de mayor carga intelectual correspondían a los varones pues, dentro del imaginario social, son los depositarios de la inteligencia y conocimientos necesarios para llevar a cabo la difícil tarea de materializar una obra. Las mujeres eran reducidas a meros intérpretes y gerentes de las ideas de los otros. Se daba por hecho que las mujeres eran incapaces de concebir y sostener ninguna clase de idea, muchos menos algún discurso de interés.

Aunque conocemos los discursos de muchas plumas masculinas: historias donde los personajes varones suelen ser los inteligentes o únicos con cierto interés dramático; y a los féminas, les tocaba llorar, cuidar, amar y ser el objeto de deseo o inspiración de los hombres.

Entonces, no es de sorprender que las actrices precisaran de escribir sus historias. Las dramaturgas de las últimas décadas han desarrollado sus propios imaginarios, que por fin dan cuenta de sus intereses y necesidades, con lo que han logrado forjar narrativas muy particulares y poderosas.

Pienso en Valeria Fabbri, Diana Anaid y Estefanía Novato, quienes iniciaron en la actuación y ahora oscilan entre la escritura y la interpretación. O en aquellas mujeres, de inicio directoras de escena, para quienes la escritura y la dirección se han vuelto elementos casi inseparables, como Laura Uribe y Mariana Gándara. O la triada dramaturga-actriz-directora que encarnan Mariana Villegas y Tania Mayrén.

Pienso en aquellas que se han abierto camino en un espacio donde sí era admitido y hasta alabado el trabajo de mujeres: el teatro para niños. Quizás porque caía en el rubro de los cuidados, otra de las áreas socialmente asignadas a lo femenino. Las nuevas generaciones de dramaturgas han enfrentado el reto de escribir para jóvenes audiencias con imaginarios potentes y novedosos, que lo mismo trabajan con tradiciones locales, en la pluma de Chantal Torres (La herencia de los nahuales), o el fútbol en la de Verónica Villicaña (Respira y chuta). A las filas del este teatro habría que agregar los textos de Manya Loría, Ana Reyes Butrón, Eleonora Luna y Zoé Méndez Ortiz.

¿Por qué, desde dónde y de qué escriben?

En una charla reciente1, dentro del Ciclo Brujas del Foro Shakespeare, y ante mis cuestionamientos sobre los diversos frentes que suelen atacar las creadoras, Itzel Lara apuntaba que esta supuesta versatilidad sucedía por curiosidad, pero también por necesidad. Ante el apuro de subsistir, muchas dramaturgas han ejercido otras profesiones o abordado la escena desde distintas áreas del teatro. Así como, en muchos casos, se han visto forzadas a dirigir y producir sus propios textos porque no había otra posibilidad de salida para éstos.

De igual manera, varias dramaturgas han hecho de la escritura una suerte de acompañamiento. Para ellas, escribir es un acto de resistencia, como también apunta Lara. La escritura las salva, a veces de la mano de otras actividades antes mal vistas en las mujeres. Tal es el caso del ciclismo, actividad que Mónica Perea ha hermanado con su escritura.

En las nuevas dramaturgias femeninas, veo mujeres poniendo el cuerpo, no solo como actrices de sus textos, sino hablando desde la corporalidad que les tocó habitar, sus limitaciones y potencias en una sociedad patriarcal. Así sucede en Se rompen las olas, obra de Villegas, donde aborda experiencias familiares y relacionadas con su cuerpo.

Igualmente, hay dramaturgias que abordan temas tabúes o incluso bastante visitados, pero desde una nueva perspectiva, como los textos de Lara donde el duelo y la enfermedad son centrales, y están planteados desde la visión de personajes que yo llamaría limítrofes, en los márgenes de lo socialmente encomiable o alabado (Anatomía de la gastritis y ¿Quién soy?, Recetario sobre usted mismo). En especial, pienso en las obras que ha realizado en colaboración con Teatro Ciego.

Asimismo, observo historias con temas históricamente ignorados por las narrativas masculinas, ahora plateados tanto desde la esfera privada como la pública. Tal es el caso de Uribe y su constante abordaje sobre problemáticas de índole social como la lucha por el agua (Proyecto SED). O la producción de Mayrén, quien suele acometer asuntos sociales con lirismo y sensibilidad, como en Vanessa en el basurero, obra sobre personajes que habitan estos espacios marginados.

Además, existen las dramaturgias que indagan sobre los otros. Trabajan con ellos, en sentido literal y filosófico; o en otras palabras, buscan salir de la individualidad y cuestionan las relaciones a nivel personal y social, probando otras posibilidades de establecer vínculos. Un ejemplo sería el trabajo de Gándara cuyas propuestas, más que simples obras teatrales, podrían ser llamadas experiencias comunitarias, pues logran generar espacios de comunión entre los participantes (Nadie pertenece aquí más que tú).

También observo una curiosidad temática y genérica: las dramaturgas parecen tener menos empacho en trabajar con cuanto tema les interese, en hibridaciones genéricas o tonales, recurriendo a diversas estrategias escénicas, atravesadas en muchas ocasiones por un uso poético del lenguaje o de recursos documentales, como en el trabajo de las ya mencionadas Uribe, Mayrén y Villegas. Agregaría otras autoras también fructíferas y con variadas indagaciones: Nora Coss, Bárbara Perrín y Jimena Eme Vásquez.

No me queda la menor duda de que en el teatro mexicano abundan dramaturgias sólidas, propositivas y novedosas. Atravesamos un momento histórico donde, por primera vez, las voces femeninas pueden aportar sus visiones sobre el mundo que las rodea. Aunque esa abundancia de voces todavía no se refleje en la cartelera en su justa proporción, pues las marquesinas se siguen llenando de nombres extranjeros y masculinos.

Las autoras que he mencionado son apenas una muestra de lo que hay y lo que se viene. En este espacio he hablado tan solo de algunas que cumplen ciertos criterios: mujeres entre 25 y 40 años, que incluyen el mote de dramaturgas en su currículo y a quienes he leído u observado sus textos en escena. Sirvan estas líneas de invitación para que las lectoras se lancen a la búsqueda de más dramaturgas.

Lo afirmo sin reservas: el presente y el futuro es nuestro. Tanto, que me gusta pensar que la Garro habría celebrado esta pluralidad y potencia de voces.

Aquí estamos, Elena, hartas y potentes.

  1. https://www.youtube.com/watch?v=K6vqD66KRuE