Querido Franz
Creo que ellos cantan para ser libres.
Nick Cave and the Bad Seeds
Hay tantas cosas sobre las que quisiera dialogar contigo. Pero ninguna de mis palabras te llegará hasta el pasado, aunque de pronto quisiera sentirme como el Emperador de tu relato Un mensaje imperial, y así desde mi trono entregaría una carta al Mensajero para que corra en reversa por la Historia. Este de inmediato se embarcaría un viaje, es un hombre poderoso e infatigable que taja camino a través de la distancia; mas las multitudes son tan vastas, sus números no tienen fin en el pasar de las décadas. Si tan solo el mensajero pudiera encontrar algún amplio campo en el viaje en el Tiempo, volaría hacia tu época, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.
Me pregunto qué habrías hecho de haber conocido la existencia de los teléfonos celulares. Habrías cambiado tus largas y nutridas cartas llenas de angustia por largos y desesperantes audios de whatsapp. ¿Te habrían interesado las series televisivas, los multiversos de películas y la música popular que suena en las radios o desecharías todo esto como creaciones menores desde una soberbia intelectual (mucho abunda aquí, en mi país, uno del que seguro jamás te preocupaste)?
Habrías disfrutado la animación contemporánea: tanto la más surreal y bizarra, como Invasor Zim, hasta las maduras y existenciales, como Bojack Horseman; hay una exploración creativa similar a la de tus relatos que me orilla a pensar que esa imaginación no existiría sin tu obra.
Continúan las guerras y los conflictos bélicos: América ahora es una tierra monstruosa y con más vericuetos que la que recorrió Karl Rossman; una tierra regida por las armas oxidadas que cualquier ciudadano guarda debajo de su cama, y las cuales, en cualquier brote de paranoia, puede accionar para asesinar a sus congéneres.
Respecto a lo legal, tendría que informarte que ahora uno de los temas más discutidos son los Derechos Humanos, un concepto jurídico acentuado en un acuerdo internacional que plantea que todas las personas deben tener una misma y mínima calidad de vida; aunque no todos y no siempre están traducidos a legislación. Aun así, en el Internet –esta otra cosa de la que olvidaba hablarte y que es una red de equipos electrónicos que la gente utiliza, en su mayor parte, para ver videos divertidos– se lucha sin fatiga por defenderlos, por hacer que el conocimiento académico forme parte de la realidad social imperante. En pocas palabras: hay gente que agrede a los demás, y hay gente que busca detener esas agresiones argumentando que atentan los derechos de los individuos. Que creen (¿no se burlaría Don Quijote de ellos?) que las palabras pueden más que las armas.
Pero, a lo mejor, ciertas palabras, configuradas en una dirección mortal, puedan hacer más daño que muchas armas; como aquellas con las que le reclamabas en tus cartas a Felice, a Max, a Milena y, sobre todos ellos, a ti mismo. Esas frases desesperadas o inquietas donde exigías aprecio, cariño y un poco de esperanza, los clásicos reclamos que ahora se asocian con los dependientes emocionales y las personas ansiosas. Reclamos que yo mismo he dicho, Franz. Esos baches emocionales en los que cualquiera de nosotros puede caer. Porque en el fondo estamos construidos para ser inseguros, ¿no crees? Nos enfrentemos a un gran monstruo de construcción ficticia, como el Estado, o nos estemos mirando en el espejo. ¿Por qué siempre fracasamos en nuestros mejores deseos y corremos en dirección hacia los problemas que nos impiden dormir en la noche?
Lo que más te aterraría saber de la época contemporánea es que ahora tu apellido es un adjetivo. Se utiliza la palabra ‘kafkiano’ a diestra y siniestra: en periódicos, revistas, suplementos culturales y en la televisión. Lo divertido, lo burdo, es que si tradujéramos la palabra significaría lo ‘grajezco’, ya que tu apellido es el nombre de una variante de cuervo, y eso siempre te molestó y creo que hasta perturbó, en especial cuando tu padre puso aquel anuncio del pájaro en la mercería.
Pero, también te he de decir que es un adjetivo que no parece indicar nada: se habla de lo “kafkiano” cuando se quiere comparar una lucha con un poder enorme y desconocido, como ocurre en El proceso y El castillo. Ah sí, porque ambos libros fueron publicados incompletos. Y millones de lectores los han leído y disfrutado como si fueran turistas adorando ruinas incompletas, y en eso parece residir su brillo y el interés que provocan. No sé si en vida, si tu corazón no hubiera renunciado a seguir latiendo, habrías aceptado publicar ambos trabajos. Más bien, no sé si querías que formaran parte del corpus que tú hubieras deseado llamar ‘tu obra’, y el hecho de que hayas pedido a Max que los quemara no me dice nada más allá de que esa fue la petición de un moribundo minucioso, quien sabía que no iba a poder dejar escritos como quería.
Hay muchos mitos sobre ti y tu obra. La gente se acerca a El proceso, La Metamorfosis o a la Carta al padre (hasta donde sabemos, Hermann nunca la leyó) y encuentran una imagen tuya de un escritor marginal, quizá hasta misántropo, traumado con su familia, y cuya última voluntad –que Max quemara todo lo que encontrara en los cajones de la Casa Oppelt– no fue respetada.
No saben que Contemplación, Un médico rural, La metamorfosis y La condena fueron publicados mientras estabas vivo y que fueron revisados de inicio a fin por tu mano (salvo la primera edición de La metamorfosis, llena de erratas). Buscan un mito fundacional, supongo. Lo mismo con lo del adjetivo. Te quieren anclar en la historia de la literatura mundial al relacionarte a unas cuantas mentiras a medias. Ignoran que revisar tu vida es entender que lo importante de tu papel como escritor no son tus escritos, sino que demuestras que cualquiera puede aprender a escribir sobre cualquier tema. Y es que, perdón, Franz, pero tu vida no fue excepcional, ni siquiera fuiste alguien especialmente valiente, ni, mucho menos, emprendiste grandes empresas que te dieran éxito y fama en el futuro. Fuiste un niño normal y un adolescente idiota, y creciste y mejoraste en la escritura como la mayor parte de los escritores que conozco. Tu legado no nace de un talento prodigioso porque tú no eras ningún niño genio.
Max sí fue catalogado así, y también con los años sintió un gran peso en los hombros debido a esa etiqueta.
Tú fuiste un niño lleno de miedos, inflado con dudas, quien se interesó por los libros y que tuvo una vida en la que no dependió económicamente de la literatura, y cuyos últimos años fueron solucionados por una pensión de incapacidad y algún que otro dinero que tus padres enviaban en giros postales. Tu añorabas una vida de niño genio y adulto exitoso como la de Goethe, aunque poco luchaste para tenerla, y te enfrentaste a una vida de clase media en la que viviste con tus padres hasta poco antes de tu muerte, porque no podías permitirte gastar más.
Tuviste fiebre amarilla y la sobreviviste hasta que llegó la tos con sangre. Cada vez que te hartabas, te ibas de viaje con Max o cualquier otro amigo, o inclusive solo, con tal de olvidarte de tu vida en la gran ciudad. Querías riesgos y conocimientos y aventuras, pero no estabas dispuesto a pagarlos. Quizá por eso iniciaste la relación adúltera, y a distancia, con Milena. Quizá por eso te mudaste a Berlín con Donna. Las mujeres eran a las únicas que les permitiste entrar a tu mundo interior. Este quedaba oculto para la mayoría, ni siquiera leyendo las más de quinientas páginas que forman tus diarios y las casi mil de tu correspondencia, puedo hacerme una idea clara del conjunto. Tampoco puedo mirar a mis manos y mirarlas con claridad: ¿hacia dónde buscan dirigirse cuando escriben?
Tus primeros escritos largos, la Descripción de una lucha y los Preparativos para una boda en el campo, son inconexos, demasiado pretenciosos, y en definitiva parecen ejercicios de lo que harías más delante. Demuestran que uno empieza muchos proyectos pero termina pocos, y de los que ven el punto y final, solo unos cuantos realmente valga la pena mostrar al mundo.
Tus obras posteriores, en especial La metamorfosis, brindan la idea que de cualquier material puede producir un libro con calidad literaria. Me pregunto si tú habrás pensado lo mismo. Si detrás de esa máscara de narrador maldito y perfeccionista, habría cierto orgullo y planes a largo plazo sobre tu obra.
Hay ideas y sensaciones que nos inducen a formar oraciones en una página e iniciar el movimiento de personas que no existen más que en el papel, Franz, y que se mueven por escenarios pintados con tinta negra. A veces esos mundos se sostienen y a veces, no. Y en esas ocasiones, quizá, solo hay que desechar y volver a escribir, y después entenderemos qué era lo que necesitaba la historia.
Resulta dulce que el último relato que escribiste fuera Josefina y el pueblo de los ratones: en aquellos días la garganta te mataba y ya difícilmente podías hablar, emitías chillidos agudos y bajitos, los chillidos de los ratones, así que configuraste una pequeña comunidad con esos animalitos, los cuales nunca queda claro si viven en la casa de una mujer cantante o si entre ellos hay una ratoncita que puede afinar sus chillidos y darles melodía. Es curioso, pues a ti ni siquiera te gustaba la música, y tanto en ese cuento como en Investigaciones de un perro, lo que motiva a los animales protagonistas es uno de su especie siendo capaz de emitir melodías con su garganta, la cual es una extensión de su cuerpo.
Historias que le interesarían a alguien que se creyó condenado por las Musas a no tener ningún tipo de armonía, a no ser un cantante con una voz privilegiada y de music hall, y que adora y admira a los otros desde la distancia, pero también alguien que se dio cuenta de que, a veces, eso es material literario. No es la genialidad ni un destino trazado el que nos lleva a escribir y es probable que desconozcamos por qué lo hacemos.
Mientras tanto, perdernos en nuestra cabeza y en nuestras emociones es igual de valido que no plasmar una sola idea. En esos pasillos torcidos y asfixiantes –los tuyos se parecían mucho a los del tribunal de El proceso, estoy seguro– es donde es posible que encontremos no las historias que queremos escribir, sino las que podemos ayudar a que salga a la superficie para que nos liberen de lo gris de la cotidianidad. Aquellas historias que son más luminosas que aquellos grises seres quienes las auxiliamos a existir.