Lo que quedaba por ahí
Para María del Socorro Guzmán Muñoz
Le arrancaba terruños al adobe, sumido en el lodazal. Ignoró el hambre a fuerza de entumecerse la mandíbula: el dolor atenuaba sus ganas de deglutir. Dejó de morder la pared del corral cuando su lengua palpó la sangre, ida de los colmillos sin su permiso. Gruñó de enojo. No le gustaba saborearse, testigo de sí. Se alejó dando un corcovo mientras escupía.
Los otros se revolcaban en el zacate, vueltos un remolino de cieno. A veces se perseguían. Siempre se ladraban. Él no se interesó en seguir la pelea. Apenas pudo arrastrarse sobre las garras, en busca de un tejabán que no encontró.
Sobre la marcha se tiró con la panza al aire, engolfado a la luz del sol. Dejó que el viento le oreara las heridas y la baba. Aguardó la vecindad de los insectos.
Se sabía girón, carne para las moscas.
*
No esperaba despertar. La noche, sombra alta, lo halló doblado entre los mayates. Ellos lo despertaron, salidos de las grietas húmedas que circundaban sus costados.
Miró las ausencias en el cielo oscuro, manchado de nubes. Desde lejos, debilitado ya, se asomaba un rumor de élitros, de pezuñas abandonando la tierra. Los otros respondían a punta de ladridos. El mundo era una conversación que él no entendía.
Se lamió las costras de la boca con un tesón renovado. Henchido de cansancio, pudo trotar hacia la pileta de barro. Hurgaba el agua, confiado en su primera extremidad: la lengua. De pronto le alegró haberse llenado las tripas con algo distinto al aire.
Los otros, en coro, gritaban una pregunta inmóvil.
¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
Se acostaron todos juntos sobre una sábana deshilachada, vestigio de los mordiscos de días pasados. Dejaron de esperar, entregados al capricho del sueño.
Entonces la escucharon.
Se precipitaron a la entrada del corral cuando trastabilló la aldaba, del otro lado de la casa. Los ladridos anticiparon el rechinar de una puerta que ellos no llegaron a conocer: la imaginaban, apenas.
Las paredes que cercaban al corral eran un par de bloques más altas que ella; quizá un par de años más viejas. Se quitó un mechón de canas del rostro, pegado por la mugre y el sudor. Entró con un morral en la espalda, retacado de menudencia. Hedía, como todos.
Ellos brincaban, rasguñándole las piernas.
─Ya, ya, ya.
Al morral le bastaron segundos para vaciarse.
Él lo agradeció con la celeridad de sus dientes.
Comió.
*
Los cazaba sobre su piel. Solía encontrarlos mientras le comían la carne y luego luego los destazaba con sus colmillos. Engullía en breve, recuperando las partes del cuerpo que le habían robado. Otras veces carecía de la misma suerte. Se mordía en vano, dándoles más sangre que beber. Terminaba por cansarse, resignado a la picazón de las mordidas diminutas, invisibles.
Había días en los que lo único que lo agotaba era la espera. Se quedaba tirado bajo las horas, cocido en la resolana del polvo. Evitaba jugar con los otros, dándole la vuelta a sus mordidas. Simplemente la imaginaba cruzando el portón. Pensar en su cara lo alejaba del ardor y de la incomodidad de los piquetes.
Esa tarde se alegró de verla, como si su pensamiento hubiera tenido el poder de imantarla a la realidad. Entonces cargaba tuétanos remojados en un jugo rojo. Él dejó que el resto se amontonara frente a los huesos empapados. Prefirió acercársele, mirándola a los ojos.
Quiso exigirle cercanía, un mimo breve.
Le orinó los pies.
Ella le entregó un grito. La patada en el sexo vino después. Lo emparedó a golpes, molestísima. Él sintió desarticularse el cuerpo. No entendía.
Los ojos se le mojaron. Por la garganta le salía un gemido ahogado, diferente a los que podían emitir los otros en situaciones similares.
No supo qué coraje guardado lo obligó a morderla. Ella se tropezó, chillando y pateándole las costillas.
Lo primero que tocó el suelo fue su nuca.
Luego todos se le quedaron viendo, pasmada sobre la tierra.
*
Subieron la loma acabada la tarde. Se estacionaron sobre una mata de hierba que había brotado torpemente de la tierra parda. Ese mechón de hojas era el único tramo verde del terreno: faltaban semanas para que las primeras lluvias aliviaran tanta sequedad. El que conducía la camioneta, una vez abajo, sintió en los pasos un ardor quedito, como si dentro del suelo que recorría durmiera una brasa oculta.
El delegado municipal los envió a buscar a la mujer después de haber escuchado los rumores sobre su ausencia en el pueblo. Ella llevaba una semana sin pasearse por los mercados ni merodear la plaza. Los comisionados se quedaron mirando la puerta roída por el óxido, sin saber qué hacer frente a la aldaba. El tufo que manaba de la casa los convenció de entrar.
Caminaron por un zaguán angosto que daba a una sala habitada por muebles polvorientos. La alarma de un par de arcadas los retorció mientras pasaron al fondo, guiados por los ladridos del corral. Prestos a cumplir su trabajo, conocieron algo apenas distinto al asco cuando cruzaron el portón. El sentimiento era, lo supieron desde el interior del tegumento, horror.
Uno tiró el par de identificaciones que cargaba.
El otro sólo reculó.
Con la piel percudida de salitre y piojos, el niño los miró de vuelta, sin mucho interés. Se giró para seguir mordiendo los retazos de carne y tripas, limpiando con la lengua lo que quedaba por ahí.