Juan Goytisolo y el grupo poético de los 50
Si la memoria colectiva es aquella que se construye en las sociedades a través del paso inmisericorde del tiempo, la memoria personal abreva de ésta y la conforma: es hija y hermana, juez y parte. Este constructo, el personal, es el que vuelve necesaria la presencia de una ciudad en nuestra historia, de un nombre pronunciado hasta el hartazgo que se ha quedado entre las páginas amarillentas de un manuscrito o entre las andanzas de un obstinato en fe menor; así, la ciudad, el nombre y la cadencia configuran una cartografía íntima que, al ser compartida, se une a otras para encontrarse, limitarse y protegerse, como las soledades de las que escribiera Rilke. Y entre todas ellas conforman una memoria por medio de la cual podemos conocer los temores, aromas y enconos de un lugar y de un tiempo, su temperatura y su devenir.
Es evidente que los hechos que trascienden por su importancia el tiempo y la individualidad para instalarse en un continuum histórico son los que gobiernan nuestra mirada. En nuestro caso, con un confinamiento y una pandemia todavía sobre nuestras espaldas, apenas atisbamos lo que en nuestra memoria perdurará, en lo colectivo y en nuestra cotidianidad, y lo que se volverá la impronta de nuestro tiempo y nuestra presencia en esta vida. Las cientos de miles de despedidas que se forjaron en los últimos meses, las innumerables risas que no se sucedieron en parques o escuelas, los besos que no se dieron —y que muchos de ellos ya no podrán articularse— construyen un no-lugar, un espacio vacío que, sin embargo, dentro de su oquedad abriga también nuestros sueños y nuestras ansias de confiar en el otro, en aquel que detrás de una mascarilla ocultó sonrisas y gestos, que encerrado en cuatro paredes dejó de verse con los suyos y renunciar así a las posibilidades, a los azares y a la causalidad. El lugar de enunciación de la memoria es lo que determinará su trascendencia. El privilegio de transmitir las andanzas, propias y ajenas, es invaluable; es una oportunidad para reconstruir los fragmentos de una historia y hacerla así compartida. En sus Andanzas por Alemania e Italia (1842-1843), Mary W. Shelley comparte “fragmentos —no un todo—” de una historia: la suya.
19 de septiembre
No insistiré en recontar aquí las tristes circunstancias que nublaron mi primera visita a Venecia. La muerte flotaba sobre el lugar. Introspectiva, con la mente fijada sobre aquellos que me dejaron desde hace tiempo, sentí una vez más la aflicción de esas emociones, esas pasiones, las más profundas que puede soportar una mujer en su corazón: la angustia de ver a su hijo en el último aliento […] El efecto que tienen sobre el alma los objetos percibidos por el ojo al momento del sufrimiento son un alivio que brinda la naturaleza […] la forma específica del cuarto, el movimiento de las sombras sobre la pared, las oscilaciones particulares de los árboles, la sucesión exacta de objetos en un viaje se han grabado de manera indeleble en mi memoria.1
En la escritura de Shelley, en estas crónicas de viaje, en estos fragmentos que presenta para ser la compañía de otras viajeras, se trasluce el temple taciturno y agónico de su Moderno Prometeo o de El último hombre, el romanticismo atormentado por la muerte de Percy Bysshe y de dos de sus hijos se trasluce en una prosa íntima que da cuenta de su cotidianidad, sí, pero que deja una herramienta para conocer la vida secreta de Shelley y de su concierto interior.
Las atribulaciones no siempre son por los monólogos interiores o las pérdidas personales; en ocasiones, como se dijo, hay elementos políticos y sociales que marcan a generaciones enteras y, por ende, a su producción artística. Si se piensa en la Novela de la revolución en México como un ejemplo cercano y claro de esta aseveración, también tendría que pensarse en un Hans Schnier, solo, con un olfato aguzado que percibe el aliento a whiskey de su interlocutor a través del teléfono, esbozando un retrato desencantado y mordaz de una Alemania derrotada, en los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial y en los albores de su división en Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll; o en Italo Svevo y su Conciencia de Zeno, en donde las memorias de Zeno Cosini lo mismo abordan la guerra —la primera gran guerra, en este caso— que su debilidad por fumar. Los ejemplos en todas las literaturas —occidentales, cuando menos— de cómo la realidad irrumpe en el quehacer artístico son inacabables. De la depresión ante el encuentro con la realidad pauperizada del crack del 29 en los Estados Unidos hasta el ámbito fílmico con el neorrealismo italiano, la memoria histórica se nutre de las distintas miradas que atestiguaron el devenir de un siglo azaroso: guerras, hambruna, epidemias, modernidad y la lucha constante por el dominio mundial. Las otroras potencias decimonónicas daban paso a la hegemonía de un naciente imperio, y éste, a su vez, en el siglo XXI lo cede ante la pugna de otros países que, desde su alteridad e incluso contraposición al occidentalismo, compiten por llevar la batuta. En España, desde el 1 de abril de 1939, en el que el general Franco emitió su último parte de guerra que rezaba “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”, quedaba atrás una guerra fratricida y se instauraba una dictadura que duraría hasta la muerte del generalísimo en 1975. Con el nuevo orden social también quedaba una herida abierta por las ejecuciones sumarias, cuya advocación más palpable en el panorama literario sería la muerte de los escritores Miguel Hernández y Federico García Lorca, éste en 1936; aquél, en 1942. En medio de la tormenta, nació en España una generación que comenzó a publicar alrededor de 1950 y cuya nómina sería, como en cualquier intento por esquematizar un movimiento artístico, numerosa y no siempre compartida. Baste decir que, en 1978, el narrador y poeta publica El grupo poético de los 50, en donde antologa a un puñado de escritores de esa generación nacida alrededor de los años veinte. De la antología, Hortelano dice:
La historia de esos años ha sido muchas veces contada. Quizá en este prólogo yo estoy satisfecho porque lo he contado, por primera vez, con algo más de clarividencia o con alguna tiniebla menos. La historia es la de los ‘niños de la guerra’. Por eso, de algún modo, la foto que abre el libro es el prólogo imaginario: el caso hipotético de que los diez poetas que para mí son los más importantes de unos años, fueran amigos de niños… En cualquier caso, para todos nosotros, aquellos niños de la guerra, el final fue la vuelta al colegio. Algo verdadera mente dramático era el final de las más largas vacaciones de nuestra vida. Luego pocos años más tarde nos darnos cuenta de que ya nada importante nos podrá ocurrir nunca. Todo lo importante de nuestra vida ha pasado ya y es precisamente, la guerra.2
Aunque como el mismo Hortelano comenta “toda antología es injustificada, y además, injusta”, es un punto de partida para conocer la producción de una generación que sucedió a la generación del 27 y que se labró bajo la mirada del realismo social, primero, y después con una búsqueda propia, después, una obra marcada por las consecuencias de la guerra. Entre los que se consideran usualmente como miembros de esta generación están Ángel González, Claudio Rodríguez, Juan García Hortelano y Ana María Matute, en Madrid, y Carlos Barral, Juan Marsé y los hermanos Goytisolo: José Agustín y Juan, en Barcelona. Estos últimos ya habían tenido una fuerte actividad editorial con las publicaciones Cuadernos, Quaderns de cultura catalana y, particularmente, Laye, que agruparía a los miembros de esta generación y duraría veinticuatro números; el último de ellos, por cierto, al saber que no habría más ejemplares de Laye, porta en su portada un verso de Garcilaso: “Sufriendo aquello que decir no puedo”. José María Castellet, escritor adscrito a la escuela barcelonesa, escribe a propósito:
Esta rebelión conoció formas diversas y se encuentra reflejada en las primeras obras de estos autores. Con amplia conciencia generacional, entre 1956 —años de estallido de la Universidad a raíz del prohibido Congreso de escritores universitarios— y 1962 […] estos escritores no sólo se sienten unidos por una misma actividad de resistencia política, sino que también se adscriben a un cierto creo estético, el del realismo. Toda una peripecia intelectual, pues, inédita en la España de posguerra, se desarrolla con cierta coherencia a lo largo de seis años.3
En estos años, surge una voz que sería, junto a la de Juan Marsé, una de las más prominentes del medio siglo español: Juan Goytisolo. En 1954 publica su primer libro, Juegos de manos, con los que inauguraría una serie de novelas que conforme maduraba su prosa, se volvía más arriesgada. En este primer libro, un grupo de jóvenes de buena familia se vuelcan su rebeldía en la violencia y el desacato. Al respecto, se ha comentado mucho que la novela, en general, de estos años de posguerra peca de artificiosidad, puesto que, a sus autores, que rondaban los veintitantos años, les faltaba experiencia, a pesar de haber vivido y padecido la guerra. Goytisolo señala que “llegó un momento en que me di cuenta que no podía ponerme a escribir como alguien de un medio social distinto […] se me planteó un problema, digamos casi de honestidad personal, de no poderme situar en el pellejo de una persona que no estaba condicionada como yo por una serie de experiencias de un medio social, de una educación, de una cultura”.4Y una característica de la obra de Goytisolo es que partir de Juegos de manos y hasta Señas de identidad, su obra siempre está en constante evolución. Del retrato determinista hasta la apropiación de muchas de las innovaciones técnicas literarias del siglo veinte (monólogo interior, dislocación sintáctica, etcétera) comenzaron a hacerse patente en su obra.
Quizá sea el periplo que Goytisolo vivió fuera de España por París, Marrakech, Boston o Nueva York durante los años siguientes a la publicación de su primer libro, pero su prosa se mantuvo vital y propositiva. Y es en París, justamente, en donde conoce a Monique Lange, la secretaria de Dyonis Mascolo, brazo derecho de Gaston Gallimard, el fundador de la icónica editorial. Gracias a Maurice Edgar-Coindreau, comienza en Gallimard la edición de “la nueva novela española”, en la colección Du monde entier, creada por André Gide y Válery Larbaud, en 1931, y se edita, en 1956, la traducción al francés de Jeux de mains, y también se dieron a conocer ediciones de Camilo José Cela, Ana María Matute y Miguel Delibes.
A Juegos de Manos y Señas de identidad, que como se señaló marca el inicio de un proceso distinto (además de ser el inicio de la saga compuesta por ésta misma, junto a Reivindicación del Conde don Julián y Juan sin tierra), la apuesta narrativa se dirige hacia la prosodia, como lo llama el mismo Goytisolo, en el ritmo que la ortografía ausente y el vaivén vertiginoso de las ideas pueblan su obra:
[…] hay un acuerdo unánime el nivel de vida aumenta sensiblemente basta recorrer la Península de un extremo a otro sonora geografía de nombres imperiales Madrigal de las Altas Torres Puente del Arzobispo Villarreal de los Infantes Egea de los Caballeros Motilla del Palancar como un Herr Schmidt o un Monsieur Dupont cualesquiera al volante de su Citroën o su Volkswagen para advertir año tras año el lento pero finísimo despegue de un país que secularmente pobre lanzado hoy gracias a veinticinco años de paz y orden social por la esplendorosa y ancha vía de la industria y el progreso desde hace casi cinco lustros tenemos el privilegio de un orden bienhechor como no lo saborearon nuestros padres ni nuestros abuelos ni nuestros bisabuelos orden que resistió imperturbable una guerra mundial que rondando las fronteras asolaba todavía más en lo moral que en lo material media Europa y entregaba al cautiverio a la otra media paz que precisamente por lo absoluta ya nos parece natural y no es natural pues no es cosa que por sí misma espontáneamente regale la naturaleza como regala la lluvia o el sol el amanecer y el crepúsculo el día y la noche […]5
En esta personalísima prosodia, comienza a vislumbrarse esa ironía mordaz al construir la memoria de la posguerra, de aquellos “veinticinco años de paz y orden social”, se contrapone la visión doble del hombre, que escribiera Goytisolo, la visión “dramática e irónica”. En Reivindicación del conde don Julián, el autor asevera: “tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti: con los ojos todavía cerrados, en la ubicuidad neblinosa del sueño, invisible por tanto y, no obstante, sutilmente insinuada […]”6
Juan Goytisolo, poeta, narrador, desencantado, moriría el 4 de junio de hace cinco años; obtuvo el Premio Cervantes y tuvo la conciencia de pertenecer a esa generación que construyó su memoria en los avatares del periodo posguerra. Con la mirada del crítico moral, a la manera de Twain, hizo de esa memoria histórica lo que Walter Benjamin apuntaba a propósito de las colecciones: “el título de nobleza más hermoso [que posee] es la de poder ser legada”. Y ese memorioso legado parte de la cotidianidad para insertarse en el mundo, y así, dejar señales que puedan ser advertidas por un desocupado lector que quiera seguirlas, para poder reescribir sus pasos.
- Mary W. Shelley, Andanzas por Alemania e Italia (1842-1843), México: Minerva Editorial / UANL, 2019, pp. 79 y 80.
- https://elpais.com/diario/1978/04/21/cultura/261957603_850215.html [Consultado el 26 de mayo de 2022]
- José maría Catellet en Mangini, Shirley, Rojos y rebeldes, la cultura de la disidencia durante el franquismo, Barcelona: Anthropos, 1987, p. 98.
- Íbid., p. 116
- Juan Goytisolo, Señas de identidad, Capítulo VII. Edición digital.
- Shirley Mangini, op. cit., p. 155.