Tierra Adentro

La semana pasada visité la mal llamada «Casa de Ana Frank», ahora convertida en museo. Cabe aclarar que no era su casa ni de su familia, ésa la tuvieron que abandonar luego de que el arresto de Otto Frank, padre de Ana, se volvió inminente. La desordenaron de forma intencional para crear la sensación de que la desaparición repentina de la familia se debía a una huida apresurada. El anexo, apenas unos metros cuadrados ocultos detrás de un armario, no era su casa.

El museo de Ana Frank es la atracción turística más concurrida en Ámsterdam; llegué una hora antes de que abrieran las puertas y me encontré con unas doscientas personas más madrugadoras que yo. La fila para entrar es de tres horas en promedio.

Tenía miedo de entrar, lo confieso. Sabía que lloraría porque soy un chillón, eso por un lado. Pero mi temor principal era que el cinismo capitalista hubiera manchado la vida de Ana. Temía encontrar en la tienda del museo botones, camisetas, aretes, colguijes, imanes para el refrigerador o calcetines, entre otros, con la imagen de Ana. Pero no, encontré un museo planeado con base en el respeto y una tienda con mucha sensibilidad hacia la memoria de Ana.

Los artículos a la venta tienen el fin de promover los valores representados por Ana en su diario, desde la pasión por la educación hasta la bondad como origen de todo lo humano. Quizás el objeto más vendido es un cuaderno estilo diario del mismo color y textura que el utilizado por Ana, éste incluye una buena introducción sobre el conflicto político y social de la época. Hay pósteres, todos sobrios, con una serie de fotografías muy bellas que capturan la inocencia y alegría de Ana, que son más bien una celebración de su vida. También es posible comprar DVDs, libros sobre la historia de los habitantes del anexo y, claro, el famoso diario en más de diez idiomas. Otra vez, el objetivo de los productos es educar, así que nunca los sentí fuera de lugar.

En su diario, Ana afirma que le gustaría ser periodista y escritora famosa. Ya lo es, claro está, sin embargo su ambición iba más allá del diario que conocemos. Ana escribía cuentos, ensayos e incluso tenía los primeros cinco capítulos de una novela. Me encantó encontrar una edición que recopila estos textos poco conocidos, y que de alguna manera viene a cumplir el sueño de Ana como narradora de ficción en formación. El título del libro es: Anne Frank’s Tales from the Secret Annex, pero no lo tenían en español.

Otro de mis miedos al visitar el museo era encontrar personas expresando dudas acerca de la veracidad del diario. A veces Ana Frank me recuerda al debate de si Estados Unidos llegó o no a la luna en 1969. La fuerza de las computadoras utilizadas en la misión, dicen diversas fuentes, equivalen al poder de una calculadora actual. La comparación hace parecer inverosímil la realización de una tarea tan extraordinaria como llegar a la luna. Sin embargo, hay incontable evidencia para probar la hazaña. El diario de Ana, por otro lado, es una obra de no ficción y fue escrita por una quinceañera (en un periodo de poco más de dos años) mientras ella y su familia judía se escondían de los nazis en un anexo oculto en la parte posterior de un edificio de oficinas. También suena increíble: ¿de verdad lo escribió una niña de quince años?

Sí, lo hizo.

Al leer el diario de Ana con el formato que hoy se vende en librerías, el texto da la impresión de haber sido escrito por alguien mayor, alguien con una intención literaria y no de registro o catarsis. Las primeras entradas del diario sirven para presentar a los personajes y los espacios. El contexto de la época se mantiene de fondo con suficiente influencia para afectar las acciones, pero sin un protagonismo distractor. El conflicto central se mantiene siempre en Ana y las relaciones con los demás habitantes del anexo. La relación amorosa entre Ana y Peter se desarrolla sobre todo en el último cuarto de las páginas; el primer beso entre ellos ubicado como clímax. Y si bien la historia no tiene un final concreto, pues Ana y los demás fueron descubiertos y arrestados el cuatro de agosto de 1944, sí se percibe un crecimiento en el personaje y una resolución en la historia. Como si se tratara de una novela narrada a través de un diario.

Estudios independientes han confirmado su autenticidad y las dudas han sido ampliamente despejadas. Aunque siempre hay escépticos que prefieren creer en conspiraciones. Nunca se ha negado que el texto pasó por manos de editores, sobre todo las de Otto Frank. El material fue ordenado, el texto pulido, e incluso algunos pasajes fueron eliminados por respeto a la madre de Ana, quien por momentos no es retratada de forma positiva.

Otro miedo: que el público no estuviera a la altura de la historia. No fue el caso, para mi sorpresa. El anexo era un lugar muy oscuro y silencioso. Los ocho habitantes no abrían las cortinas ni de noche, tampoco hablaban o dejaban el agua correr durante los horarios de oficina. Ese ambiente se recrea en el museo y el visitante camina con cuidado y habla en voz baja contagiado por el temor de ser descubierto por fantasmas del pasado. El museo traza una ruta que no es posible evadir y así, con ese ritmo impuesto, se aprende y respira la historia del lugar. La museografía es adecuada, sobria, con tacto para respetar la memoria de la familia, nunca abusa del sentimentalismo para detonar una emoción en el público. Aun así, éramos varios enjugándonos las lágrimas.

Estar frente al diario es impactante, aunque como no hablo el idioma no entendí ni una palabra más allá del «Querida Kitty». También fue duro ver la bolsita tamaño media carta en la que Otto Frank guardó sus efectos personales al abandonar el campo de concentración. Todas las posesiones materiales de una vida en ese morralito. Otro punto sensible del museo es el video testimonial de una mujer que estuvo en contacto con Ana después de su captura. Le arrojó en un par de ocasiones, por sobre la barda del campo de concentración, un paquete con comida y otros detalles. La primera vez alguien más lo atrapó y no se lo dio a Ana, lo que habla del ambiente que reinaba ahí dentro. La segunda vez Ana pudo coger el paquete y recibió además palabras de ánimo. Ana contestó que tras la muerte de su hermana y sus padres, no le quedaban razones para aferrarse a la vida; Ana murió asumiendo la muerte de su padre. La mujer, no digo su nombre porque no lo alcancé a ver en el video, nunca más escuchó de Ana, sólo supo que murió ahí mismo un mes antes de que los rusos liberaran el campo de concentración.

Recorrer los pequeños cuartos del anexo, ver de cerca las paredes que Ana decoró con recortes de revistas, subir las estrechas escaleras que conectan los desniveles de la casa y estar ahí, en las coordenadas del origen de la historia, me permitió revalorar el trabajo de Ana como escritora. Su dedicación y disciplina son admirables. Aunque su historia de vida es en partes iguales tristeza y alegría, Ana creía en el mérito extraordinario de la escritura como actividad humana y en el impacto positivo del arte en la vida. Leerla es inspirador, motiva a encontrar en la escritura una manera de construirse en lo personal y de recrear el mundo.


Autores
(Monterrey, 1982) es autor de las novelas El polvo que se acumula en los objetos (Editorial Acero, 2012) y La ilusión del caos (edebé, 2015). En 2014 fue becario del PECDA Nuevo León. Actualmente es profesor de literatura en Prepa Tec y director de Resortera.mx, una iniciativa para impulsar la escritura de autores jóvenes.