Tierra Adentro
Fotografía: Flickr / Jorge Mejía Peralta.

 

 

Lo primero que habría que decir es que quizá lo último que importa de un libro es su año de publicación —es relevante, sí, por la forma en que toca y es tocado por su contexto, por los distintos modos en que puede ser leído en cada época, mas no como fecha de nacimiento o rasgo de novedad—. Lo segundo que habría que decir es que, en ese sentido, lo que sigue no es una lista de los mejores libros del año. Más por comodidad que por otra cosa, la historia de la literatura se afana en ser cronológica, pero la historia de la lectura nunca lo es. Los lectores son —para usar el término de Macedonio Fernández— salteados por definición. En el centro de la biografía —irrepetible— de un lector, en ese desorden y aparente aleatoriedad que implican que uno lea un libro y no otro, lo que se pone en juego es el gusto, ese valor que Beatriz Sarlo defendía como postura crítica en su trabajo sobre ficciones del presente. Por qué preferimos ciertos temas, autores o géneros. Lo que sigue, entonces, va en defensa de la subjetividad. Pedimos a una serie de escritores mexicanos (poetas, narradores, ensayistas y cronistas) que nos dijeran cuál, de entre los libros que leyeron durante el 2014, fue el que más les gustó, sin importar si se trataba de un libro reciente, una relectura o un clásico. El resultado es diverso, conviven obras que aparecieron en el siglo XV junto a otras que se publicaron hace apenas unos meses, y puede dar pie a reflexiones sobre cómo leen quienes escriben. (¿Qué buscamos en los libros?, ¿por qué, y qué, se lee en el metro?, por ejemplo.) Y quienes escriben son —ante todo, aunque también durante y después de escribir— lectores.

David Miklos

Este año en que Patrick Modiano se sumó a la larga lista de autores franceses acreedores del Nobel, yo encontré a un escritor que me parece uno de los mejores de dicha literatura: Jean Rolin. La cerca, publicada por Sexto Piso en 2012, llegó a mis manos después de una discusión sobre el vínculo entre la literatura y la historia. Rolin, lector del presente y de la ciudad que lo contiene, París, fracasa en su expedición al pasado —la rememoración del mariscal napoleónico Michel Ney— y vence en su deambular por el aquí y el ahora —el retrato vivido de la marginalia parisina, delimitada por el periférico Bulevar Ney—. Híbrido que no es novela ni ensayo ni crónica ni nada, La cerca es un libro, sin más, perfecto: una obra literaria en sí misma, recubierta de un teflón que se resiste a las etiquetas, difícil de describir pero fácil de leer: el recorrido al que Rolin nos invita, repleto de calles, personajes, momentos históricos, relingos urbanos y tiempo vuelto polvo, es un notable ejercicio de prosa sin género, además de una muestra de que la literatura francesa, premios aparte, es aún vigorosa.

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Antonio Ramos Revillas

Aunque de origen alemán, uno de los autores tradicionales mexicanos con quienes tengo una deuda de lectura es B. Traven, compromiso que empecé a saldar este año. Puente en la selva (Compañía General de Ediciones) es una novela que relata la vida de la gente en una selva virgen, donde los hombres viven con lo necesario, pero regidos por lazos ancestrales y con un marcado sincretismo. La historia, narrada desde el punto de vista de un norteamericano, narra la desaparición de un chico durante una noche de fiesta que se realiza junto a un gran tanque de agua a donde antes llegaban barcos en su paso por el río. La tensión, desde ese momento, no desaparece. La selva en esta novela es asfixiante: la temperatura, el hambre, el dolor, así como la tensa relación entre los personajes y la narración del rito mortuorio. Traven narra con todos los sentidos. Además, el lenguaje es preciso, algo recargado, como lo que se cuenta. Una de mis lecturas más emocionantes de este año.

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Sara Uribe

Un festival de objetos y fragmentos: una lista con algunos de los discos de Cornell que se encontraron en su estudio al momento de su muerte. Cronologías y cartografías verídicas e imaginarias. Minúsculos mapas de ciudades improvisadas para perderse. La rueca del azar o de la infancia. Una caja de cartón que contiene postales de: Simic, Mekas, Duchamp, Dickinson, Borges, Ovidio, Rothko, Sontag, Dalí, Rimbaud, Lévi-Strauss, Whitman, Picasso, Chirico, Eliot, Pound. Una yuxtaposición de escenarios y destinos fallidos ante la fascinación por el viaje inmóvil. Bajo el auspicio de lo descoyuntado: un montaje que se fractura. Escenas repetidas e invertidas. Letras que se empequeñecen. Un listado de hoteles o una relectura de collages: Manhattan-New York-Times Square-Mulberry Street. Viñetas, tachaduras, montajes instantáneos, espectáculos en miniatura, breves ensayos y apuntes biográficos que crean y recrean a todos los Cornell posibles. Un obituario sin traducir. Una pequeña Lady Godiva atravesando fotogramas en un corcel blanco. Elegía Joseph Cornell (Caja Negra Editora), de María Negroni, es una casa abandonada a la que entramos furtivos, con cámara en mano, para dar cuenta de todo lo perdido, para regodearnos, voyeuristas, con los exquisitos souvenirs y artefactos expuestos en cada una de sus habitaciones textuales. Este libro es también una delicada caja-trampa para asir. Un poema fílmico. Un assemblage.

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Yuri Herrera

Si tuviera que elegir uno solo, diría que La Celestina, de Fernando de Rojas, es un libro en transición (entre épocas, entre géneros), impúdico, inventivo, en el que hay magia, crítica social, sexo, traición, poesía. Es un libro al que le encuentro algo distinto en cada relectura.

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Juan Pablo Anaya

Este 2014 releí la novela La venus de las pieles (Tusquets), de Leopold von Sacher- Masoch, a la luz de La metamorfosis y la Carta al padre de Franz Kafka. La pista que me llevó a esta lectura la encontré en la biografía de Sacher-Masoch que escribió Bernard Michel. En ella señala cómo varios elementos en La metamorfosis aluden claramente a la novela de quien dio nombre al masoquismo. La noche antes de amanecer convertido en insecto, Gregor Samsa se dedicó a contemplar una estampa de la venus que precisamente idolatraba el propio Sacher-Masoch, La venus de las pieles. Gregor es el nombre que, en la novela de Masoch, Wanda, su dominatriz, le asigna al héroe masoquista. Samsa bien podría ser un anagrama parcial del apellido Sacher-Masoch. Desde esta perspectiva, La venus de las pieles resulta un experimento literario y político que precede e influencia al propio Kafka. En una entrañable y divertida novela rosa, el protagonista lleva a cabo un experimento político que es a su vez una caricatura invertida de la sociedad patriarcal: firma un contrato con una mujer que establece su esclavitud y le da derecho a ella de asesinarlo. Como dice Deleuze, a base de humor el héroe masoquista lleva hasta sus últimas consecuencias una prohibición moral: pide que lo castiguen de antemano por desear a una mujer que no será su esposa, por lo que se vuelve el esclavo de ella y le exige que lo azote. Algo así es lo que hace Franz Kafka cuando en la Carta al padre lleva hasta sus últimas consecuencias la inflación del complejo de Edipo, al punto en que la figura del padre, en un agrandamiento hasta el absurdo, se vuelve ridículamente culpable de casi todo.

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Jazmina Barrera

Este año leí Las pequeñas virtudes (Acantilado), de Natalia Ginzburg. Ya había leído algunos de sus ensayos y un libro que escribió sobre Chéjov, pero durante las dos semanas que viví en Washington Heights, en Nueva York, leí por primera vez, durante mis largos trayectos en metro, Las pequeñas virtudes completo. Sólo me permitía leerlo en el metro, para que no se me fuera a terminar demasiado pronto. Un par de veces se me pasó la estación de lo concentrada que estaba en la lectura. No se me ocurre mejor manera de ejemplificar cómo me atrapó el libro, cómo, desde la primera página, ya tenía tristeza de que se fuera a terminar. Ginzburg escribe de la melancolía en Inglaterra, de su vocación, del silencio, de Cesare Pavese y de su relación con su esposo. El primer ensayo, «Invierno en los Abruzzo», es acerca de su vida en esta zona de Italia en donde vivió en el destierro con su esposo y sus hijos, a la espera de volver a la gran ciudad. En ese entonces se quejaba de la vida del pueblo, que le resultaba demasiado pacífica en comparación con su pasado. Cuando su esposo murió en una prisión de Regina, se dio cuenta de la importancia de ese momento en su vida, de la anticipación de la felicidad que es en realidad la felicidad misma: «En ese entonces creía en un futuro simple y feliz, lleno de esperanzas cumplidas, con experiencias y planes compartidos. Esa fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que se me ha ido para siempre, sólo ahora me doy cuenta». La nostalgia en Ginzburg nunca es derrotista, convive con un entusiasmo y un sentido del humor cautivantes. Estas son sólo algunas de las enormes virtudes de la escritura de Ginzburg.

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Ángel Ortuño

Los páramos inversos (Popayán), de Juan José Rodinás es un volumen de casi 700 páginas que reúne poemas escritos durante 12 años (2000-2012). Esa es mi respuesta si me preguntan por uno de los más asombrosos libros que he leído este 2014. Intrincados versículos neobarrocos, líneas escuetas de realismo duro, referencias de altísima cultura u oscuras y deliciosas basuras serie Z, todo está aquí con un fraseo, una respiración y una inagotable capacidad de montaje y re-composición que nunca se plantea el falso dilema entre el uso de la metáfora y la metonimia sino que convierte el poema en un huracán de recursos tropológicos cuya multiplicidad de registros hace pensar en las muestras de estratos geológicos o en los paisajes vistos desde un avión. La composición es, a la vez, delirante y rigurosa, lisérgica y feroz pero con una extraña delicadeza.

 

Laia Jufresa

Me quedo con El idioma materno (Sexto Piso), de Fabio Morábito. Los dos mil caracteres de cada texto me duraban las tres estaciones de metro que me separan del gimnasio. Los leí así: uno por uno, de ida y vuelta. Y luego, como me olvidaba de sacarlo de la bolsa de los tenis, lo releí un par de veces seguidas, en desorden. Es un libro grato para cualquiera, pero quizá lo disfrute especialmente quien escribe. Sin disquisiciones ni pedantería, con la puntería y limpieza que distinguen a Morábito, cada texto explora algún rincón (los quiebres, las debilidades, las necesarias traiciones) de una vida entregada a la escritura.

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Jezreel Salazar

El libro que más llamó mi atención este año fue Pornoterrorismo, de Diana J. Torres, escritora española además de artista multidisciplinar. Lo editó Sur+, una editorial con mucho olfato crítico y con marcada postura militante (lo que la hace excepcional al interior del campo cultural mexicano). El libro combina lo autobiográfico con la reflexión ensayística de corte feminista, ofreciendo una mirada desprejuiciada y provocadora en torno al uso del cuerpo como espacio de liberación y como ejercicio de una disidencia política única, la que sostiene que la desobediencia civil comienza por la sexualidad. Torres lleva a cabo un ejercicio radical de autonomía personal y enarbola una escritura contra las etiquetas, las convenciones y la sumisión en general, pero a favor de la sistemática falta de respeto a toda moral (ultraconservadora o plenamente liberal) que implique la represión de los cuerpos. Leído en México es aire puro debido a que el deseo, me refiero al deseo emancipado, es una experiencia que no ha sido suficientemente expresada en nuestra propia literatura. El libro es, además, un ejemplo de lo que el ensayo puede llegar a ser cuando se piensa como ejercicio disidente. No se trata de un tratado estilístico, pero si la literatura sigue siendo transgresión de normas, desautomatización, lenguaje que rompe los vínculos ordinarios entre un yo y su mundo, escándalo… este es el libro más literario que he leído en los últimos meses.

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Daniela Tarazona

Secretos a voces (RBA), de Alice Munro. Porque me alucinó la construcción de los relatos, la discreta o casi invisible manera en que enlaza un hecho con otro, el devenir del tiempo en las historias, la construcción de los personajes, los atisbos de verdad y el humor: Munro teje con un hilo finísimo.

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Nicolás Cabral

El libro que más me impactó, entre los que leí este año, fue The Uprising. On Poetry and Finance, de Franco Berardi «Bifo». Acaba de ser publicado en español por Sur+, como La sublevación. Yo leí la edición original, en inglés. Me importa sobre todo la noción de «insolvencia»: extraer al lenguaje del intercambio económico. Es un ensayo muy lúcido sobre el papel de la poesía en el mundo actual: «En el inicio de la segunda década del nuevo siglo, mientras el capitalismo depredador desregulado destruye el futuro del planeta y de la vida social, la poesía va a jugar un nuevo juego: el juego de la reactivación del cuerpo social». Bifo propone una literatura que se oponga a la «semioinflación», donde se necesitan cada vez más signos, palabras e información para «comprar» menos significado.

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Fernanda Melchor

Leí Los albañiles (Seix Barral), de Vicente Leñero, tres veces este año, y en cada una de esas ocasiones llegué a la página final con la impresión de haber leído una novela policial redonda, aunque en ella Leñero se niegue a presentarnos una única solución al crimen: el asesino de un odioso velador pederasta puede bien haber sido cualquiera de los albañiles que trabajan en la construcción, o incluso el ingeniero a cargo. Esta solución —o más bien, esta falta de solución— empleada por Leñero tiene la virtud de espejear con fidelidad al sistema de justicia mexicano, caracterizado por la impunidad, la investigación deficiente y el expediente eternamente abierto. Polifónica, densa y engañosamente nítida, es quizás mi novela favorita de este autor recién fallecido.

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Eduardo Huchín Sosa

Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Tiene más de diez años y lo adquirí en un remate de libros (estos dos datos no son menores). Más que un simple libro de divulgación científica, es una amplia, y en verdad divertida, celebración de la curiosidad. Te permite, si ya pasaste los treinta años, interesarte por todo eso que se supone habías aprendido en la primaria —el nacimiento del universo, la edad de la Tierra, la Corriente del Golfo, las placas tectónicas, la actividad celular, la evolución de las especies, las glaciaciones, la extinción de los dinosaurios— y que seguramente habías olvidado porque venía explicado de la manera más aburrida posible. Bryson tiene un especial talento para hacer que todo eso resulte no sólo entretenido sino apasionante y escalofriante y sorprendente. Cuando uno se da cuenta de que este libro recorre 13 mil millones de años de historia, empieza a pensar que el reto era todo menos pequeño. Y el resultado es de verdad envidiable.

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Maricela Guerrero

Este año seguí releyendo el Qujiote para mis hijos —lectura en voz alta con ruiditos y efectos: Sancho, por ejemplo, habla con ese tono defeñoclaselumpen de película de la época del cine de oro que, a decir de Sofía, le da mucha chistosidad—. Iniciamos esta aventura por ahí de abril o mayo de 2013. Vamos lento, nos regresamos, avanzamos, casi siempre volvemos al inicio del capítulo IV «La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo», que termina triste triste triste. Y en ese punto nos rehusamos a pensar que las aventuras deben terminar así, con el aventurero todo aporreado, y suponemos que esa es una de las alegrías que nos da esta lectura compartida: que podemos platicarla y decidir nuestra propia interpretación. Por otro lado, nuestra lectura tiene partes favoritas. No nos saltamos ningún capítulo, poema, verso, frase o palabra. Cuando algo no me queda claro, investigo y lo comentamos a la siguiente, intentamos cantar las canciones, justo ahora estamos en el capítulo XLIII, que se inicia con estas coplas que interpreta el mozo de mulas enamorado de Clara y a quien la discreta Dorotea consuela: «Marinero soy de amor / y en su piélago profundo / navego sin esperanza / de llegar a puerto alguno. / Siguiendo voy a una estrella / que desde lejos descubro, / más bella y resplandeciente / que cuantas vio Palinuro». Supongo que a mis chamacos y a mí nos queda Don Quijote para rato, y, bueno, el libro es una maravilla que leí hace como quince años, pero que hoy, en voz alta, con mis chamacos de interlocutores y con todo lo que nos da para recordar juntos, es de lo mejor de los últimos tiempos.

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Daniel Saldaña París

Mi libro del año sería La novela luminosa (Random House), de Mario Levrero, que no había leído hasta agosto-septiembre de 2014. La novela luminosa tiene más de 500 páginas, pero una buena parte del libro, en realidad, es un largo prólogo a la novela en sí, titulado «Diario de la beca». En ese falso y desmesurado prólogo, el narrador gana una beca de la fundación Guggenheim para escribir La novela luminosa, pero no puede comenzar a escribirla porque está ocupado perdiendo el tiempo en la computadora, viendo pornografía y haciendo mínimos ajustes a su procesador de texto para que organice las entradas del diario que está escribiendo. La trama se demora sin comenzar nunca mientras Levrero-narrador lucha contra sus horarios de sueño o come milanesas cocinadas por una tal ChL, uno de los pocos personajes que aderezan el encierro asfixiante del libro. En definitiva, es al mismo tiempo una de las novelas más aburridas que he leído en mi vida y una de las más geniales, honestas y rabiosamente contemporáneas.

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Nadia Villafuerte

El libro que más disfruté este año fue Cuentos completos (Lumen), de Flannery O’Connor. Se trata de un puñado de historias ambientadas, la mayor parte de ellas, en el sur de Estados Unidos: un territorio geográfico signado por la belleza del paisaje (casi bíblico) y por su atrocidad; por la relación intrínseca entre el paisaje exterior (árboles, ríos, los monzones del verano, las tormentas, el paso del tren) y el mapa interior de personajes con vidas destruidas o destruyéndose a perpetuidad, pues el sur americano ha estado marcado por el racismo y el abandono. Flannery O’Connor es una maestra del cuento, y en pocas páginas construye personajes que casi siempre enfrentan un dilema moral o ético, a menudo también sin solución. La prosa de O’Connor, a diferencia de la densidad estilística de Faulkner, otro escritor sureño, es simple. No busca el retrato triste sino la complejidad de la vida tal como es. Nada de adornos ni expectativas. Y es justo en esa simpleza donde se potencia la impiedad con la que esta autora trató al blanco y al negro, al rico y al pobre, al hombre y a la mujer de su época: nadie es inocente en el universo, la estupidez y la violencia vienen de sus propios deseos o impulsos, pero igual cierta belleza en la existencia les posibilita redimirse: una belleza mística o platónica que los hace experimentar una sacudida para salir de sí mismos, para arrancarlos, aunque sea por un instante, de la conformidad. Debo añadir que este libro no sólo fue gozoso por razones literarias, sino porque me permitió reconciliarme con las historias de mi tierra natal, historias que había olvidado. Ese es el prodigio de la literatura: que dos sitios geográficos distintos provoquen un mismo colapso emocional.

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Óscar David López

Cerocerocero (Anagrama) de Roberto Saviano es un libro que borra los límites entre la ficción y la no ficción debido a que el autor reconstruye relatos y anécdotas del poder de las drogas. Saviano tiene una pluma multigenérica que sabe ofrecer tanto una prosa rigurosa como un componente poético para hablarnos de cómo la cocaína gobierna desde muchas alturas y ángulos el mundo. Por experiencia propia, uno de mis temas favoritos son las drogas, tanto las recreativas como las de distribución farmacéutica, entonces he leído un sinnúmero de tratados y crónicas sobre la cocaína, su producción y usos, y puedo decir que el libro de Saviano plantea el modo en que países como Colombia y México son un diamante para las economías de sus gobiernos y sus mafias. «Quien no conoce México —dice el autor— no puede entender cómo funciona hoy la riqueza en este planeta».

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