Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

La literatura es un instrumento político, tanto de adoctrinamiento como de crítica. Esta aseveración, aunque obvia, no siempre se tiene en cuenta a la hora de analizar un texto o, incluso, de crearlo. Si bien en muchos círculos persiste la idea de “separar al autor de su obra” (cosa que, por cierto, es una exigencia para ciertas manifestaciones y no para otras), no podemos olvidar que un producto estético está dado por un entorno específico, es proferido por un cuerpo (o cuerpos) específicos y es recibido también por una comunidad integrada por cuerpos. Pensar que algo puede suceder fuera de la esfera que habitamos, como si el arte sucediera en el vacío, nos puede llevar por senderos muy peligrosos en los que el valor de algo reside únicamente en “su calidad” –que habría que ver con qué valores se determina– y su “universalidad”, que habría que pensar si es tal. La tradición occidental se ha empeñado en retirar la literatura de los cuerpos y, mediante este borramiento, intentar hacer una especie de escritura neutra, “objetiva”, que deja de lado su potencial emancipatorio.

El arte, en tanto dispositivo político, nos permite pensar nuestras formas de estar juntxs. Y, en el mejor de los casos, nos permite también inventar nuevas posibilidades de ese estar juntxs. El proceso de lectura permite tanto la identificación —este personaje se parece a mí, aquel personaje a mi mamá, etc.— como la construcción de una ventana o una puerta abierta a reconocer una subjetividad que no es la mía y tal vez ni siquiera se me parece. Por eso, y resulta quizá una obviedad a estas alturas, mientras más diverso sea el panorama, más posibilidades tenemos de encontrarnos con identidades y problemáticas que nos permitan entender de manera digna la diversidad y complejidad del mundo que habitamos. Lo mismo, por supuesto, sucede con la televisión, el cine, la música, la pintura, etc. Por supuesto, cuando pienso en esas maneras de estar juntxs, no afirmo que la literatura “deba ser” de tal o cual manera o “deba transmitir” tal o cual mensaje. No es en el adoctrinamiento ni en el establecimiento moral donde busco el potencial reinventivo, sino en las preguntas incómodas, en los personajes problemáticos, en las afirmaciones que no pueden ser contundentes: en esos lugares difíciles de habitar y difíciles de encasillar, ante los cuales el pensamiento binarista —que articula de manera tajante el bien y el mal, o la verdad y la mentira, o todas esas estructuras que rehúyen matices y complejidades y simplifican para que se vuelva demasiado fácil tener una postura— se queda inoperante. Ahí, en eso que no se cierra, en eso que no se puede interpretar de forma simple, es donde me interesa pensar.

Si recordamos que hace apenas treinta años ese señor que se llamaba Harold Bloom publicó su libro “El canon occidental”, en el cual en una lista de veintiséis autores, mencionaba solo a cuatro mujeres (Jane Austen, Emily Dickinson, George Eliot y Virginia Woolf)  y a cinco autores que escribieron en una lengua romance (Dante Alighieri, Miguel de Cervantes, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda y Fernando Pessoa); podemos agradecer lo mucho que las cosas han cambiado al tiempo que reconocemos también todo lo que nos falta. El occidente de Bloom no llegaba mucho más allá de sus narices y, amén de esa estrechez de miras (o de corazón, como cantarían Los Prisioneros en 1990), es importante recalcar lo mucho que un pensamiento como este es eco y resonancia de toda una tradición académica de lectura que invisibiliza, esconde, cancela y mutila las literaturas que no caben en esa idea misma de “occidente”. No podemos olvidar que, mientras Bloom defendía una postura y una visión que daba sus últimos estertores (ahora, como sabemos, vive en forma de zombie conservador: se murió pero hace como que sigue viva) teníamos a autoras como Judith Butler, Jean Franco, Gayatri Spivak o Beatriz Sarlo —por poner solo algunos ejemplos—, que estaban intentando ensanchar los espacios académicos para que cupieran voces distintas. Una oposición de fuerzas y discursos que sigue extendiendo sus influencias hacia nuestro caótico presente de posverdad, certezas difuminadas y todas esas cosas. En esa disputa por quién tiene posibilidades de hablar, de publicar, de aparecer en pantalla, el sistema se ha empeñado en disfrazarnos lo hegemónico como neutral, lo mismo que ha insistido en la existencia de una forma también “neutral” de aproximarnos a los fenómenos culturales.

Afirma Diana Fuss que:

No hay una forma «natural» de leer un texto: las formas de lectura son históricamente específicas y culturalmente variables y las posiciones de lectura están siempre construidas, asignadas u organizadas. […] El público lector, como los textos, están construidos; más que crear las prácticas de lectura ex nihilo, las ocupan. Finalmente, todos estos puntos sugieren que si leemos desde posiciones-sujeto múltiples, el mismo acto de lectura se convierte en una fuerza que trastorna nuestra creencia en sujetos estables y significados esenciales.

Es decir que todo acto de leer, en algún sentido, nos vuelve conscientes de nuestra permeabilidad, de nuestro carácter de personas inacabadas, móviles, que pueden cambiar de opinión. Una vez que se cuestiona la “naturalidad” de la lectura, como evidencia Fuss, aparece entonces la idea de una construcción que emplea prácticas de lectura. Gracias a los feminismos, al pensamiento decolonial, y a otras irrupciones que atentan contra el orden hegemónico, ha sido posible que veamos cuáles son las representaciones que subvierten, cuestionan o rebasan al poder, lo mismo que ver de manera mucho más nítida cuáles son los intentos del poder por reprimir esas representaciones.

Me parece importante recalcar que la movilidad de la tradición y el canon depende de la movilidad de nuestros modos de lectura, desnaturalizados mediante ejercicios reflexivos que permiten reconocer las estructuras sobre las que se sustentan nuestras aproximaciones. En ese sentido, mientras en las calles crece la lucha por los derechos humanos de cada vez más personas, desde distintos ejes, crece también un ejercicio de reconocimiento de quiénes han sido los sujetos históricamente oprimidos y vulnerados. En el ámbito literario, se ve reflejado en eso que se disfraza de “gusto”, pero está también mediado por un sinnúmero de dispositivos ideológicos y valores conscientes o inconscientes, más o menos anclados en una cierta idea de lo-que-debe-ser la literatura y lo que debe ser el mundo. Así pues, no es sólo el reconocimiento de la “calidad literaria” lo que lleva a determinada autora a los paneles, las mesas de novedades, las notas de periódico, las asambleas o las marchas, es también que su voz hace patente una presencia poco escuchada antes. Son esos desplazamientos de lectura –desplazamientos, al fin y al cabo, también políticos– los que generan el intersticio a través del cual es posible mirar lo no mirado antes, los fragmentos de historia que nos faltan y que abren, en palabras de Joan Scott, “la sensación de posibilidad política” (78) que habilita la aparición de sujetos que minan la idea de lo “universal” como categoría o, como dice Canclini:  «las concepciones universalistas que han contrabandeado, bajo apariencias de objetividad, las perspectivas coloniales, occidentales, masculinas, blancas y de otros sectores».

En How to supress women’s writing, libro publicado en 1983 y traducido al español hasta 2018, Joanna Russ señala una serie de procedimientos, actitudes e inercias que contribuyen sistémica y sistemáticamente a la invisibilización del trabajo de las autoras. Ella identifica mecanismos como la exclusión de las mujeres en los programas académicos (encuentra, por ejemplo, que los porcentajes de autoras van del 5 al 16% en los planes de estudio); las etiquetas, la censura temática, el acceso al tiempo libre y a los recursos necesarios para escribir (que ya, desde hace tanto, identificaba Virgina Woolf en A room of one’s own); la ausencia de referentes y ejemplos femeninos, y un mecanismo bastante singular que consiste en insistir en la excepcionalidad de determinada autora, poniéndola por encima de sus contemporáneas y reforzando la noción de que no todas las mujeres están a la altura de la inteligencia masculina. De este modo, se nos hace pensar, y de manera patente funciona así, que para publicar si eres mujer o una persona disidente hace falta un talento excepcional, hay que “ganarse un sitio” que para los colegas masculinos suele estar dado de ante mano. Para Russ:

El truco reside en hacer que la libertad sea tan solo nominal y después —puesto que habrá quien aún así lo haga— desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes. Si se hace bien, estas estrategias darán como resultado una situación social en la que la gente «inadecuada» tiene (supuestamente) la libertad de dedicarse a la literatura, al arte, a lo que sea, pero en la que muy poca lo hace, y aquella que se atreve lo hace (aparentemente) mal, así podemos dejar el tema de una vez por todas. (pos. 211)

Así, las dificultades de la creación funcionan para impedir que ciertas obras aparezcan. No obstante, superada esta barrera, existen otras limitaciones que surgen una vez publicada la obra y que obedecen a cuestiones de mercado, de acceso o de lectura. En ese sentido, quiero destacar aquí nuestro papel fundamental como consumidores de literatura (lectores, si queremos ponernos más románticxs, pero creo que en este mundo mercantilizado la primera posición es quizá mucho más cercana a las condiciones materiales de circulación de la literatura). Si bien pensar el arte como producto es sumamente reduccionista, no podemos olvidar que nada existe realmente fuera del sistema que integramos y habitamos y que, en ese sentido, los objetos culturales son objetos de consumo insertos en un contexto y un momento histórico. No quisiera que esto implicara, pues, que cayéramos en la trampa neoliberal de pensar la identidad como marca ni pensar en los feminismos o lo queer (ese término paraguas que nos sirve para agrupar una serie de experiencias a cual más de distintas que tienen en común la oposición a un régimen cisheteropatriarcal desde la subversión y el ejercicio de los cuerpos)  como un objeto de consumo. Ni muy- muy, ni tan-tan.

Escribe Laura Arnés que “La literatura es un dispositivo político donde se modulan múltiples distribuciones de lo que afecta a nuestros mundos sensibles, un espacio privilegiado en el cual se ensayan formas posibles (probables o improbables) de la vida en común y en donde, como consecuencia, se estrenan constantemente nuevas relaciones entre los cuerpos” (9-10).        No es, pues, una promesa de revolución total sino un gesto microrrevolucionario, de subversiones íntimas que, conectadas con el exterior, se convierten en algo más grande. Con el reconocimiento de lo problemático que resultan las nominaciones identitarias, en tanto sectarizan y tienden a hacer de la disidencia un atributo esencialista, he elegido, sin embargo, retomarlas como una herramienta reflexiva en tanto su potencial político se manifiesta con fuerza cada que una de estas escrituras logra colarse a espacios en donde no es esperada.

Afirmaba Roland Barthes en 1968 que el autor había muerto, que no importaba ya, que cuando el narrador habla en las novelas de Balzac es el narrador y no Balzac, porque “la escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”. No sé si Roland Barthes seguiría estando de acuerdo con él mismo unos años más tarde, si pensar en la escritura antepuesta a quien la escribe no será privilegio de unos cuantos. “Sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario” dice más adelante; el texto es el lenguaje con que está escrito, pero enunciarlo así también abre la puerta a pensarlo con una autonomía que no tiene: el lenguaje y lo que se dice es, también sabemos ahora, un producto social con ciertas características marcadas por los contextos de producción y de recepción. Quien enuncia es un yo, es cierto, pero ejerciendo una propiedad colectiva, la de la lengua y todo lo que ella arrastra. La neutralidad es un disfraz que cobijó durante muchos tiempos al texto literario y su estudio formalista. Sin embargo, si se reconocen estas producciones hechas desde la primera persona del singular que florecen en el presente, que tienen como eje la experiencia propia y desde ahí articulan sus historias, ¿cómo hacemos para no caer en la trampa mercantilista de regresar al autor-persona comercializable, equiparable a su personaje de redes sociales? ¿Cómo pensamos a la voz que acontece en el texto? Si, como dijo el propio Barthes, el autor es una construcción moderna, ¿en qué sitio colocamos las escrituras que pasan por la primera persona y que sin embargo no se constituyen, ni pretenden constituirse, como voces autorizadas? Nattie Golubov ha pensado desde hace varios años a este respecto:

Para la crítica literaria feminista, la propuesta barthesiana ha tenido consecuencias ambivalentes que incluyen la ya mencionada “esquizofrenia intelectual”. Incluso cuando la autora no es más que una ficción de la lectora o una huella espectral, una ilusión textual o un avatar virtual, las mujeres que escriben nunca escapan a un cuerpo cuya materialidad es ineludible en la “práctica de la lectura y la escritura” (Miller, 1985: 291). Pero la propuesta de Barthes es radical también porque el autor es un significante trascendental, ese “ser unificado, sin costuras –a la vez individual y colectivo– que comúnmente denominamos ‘hombre’” (Moi, 1988: 22), el sujeto político, epistemológico, jurídico de la modernidad que por muy ilusoria que sea su solidez goza de gran poder discursivo, simbólico y cultural. Para las mujeres muy probablemente no sea deseable ocupar ese lugar masculino de enunciación y posición-sujeto en el orden simbólico dominante que las ubica “al margen” (Anonimato 38-39).

A partir de este comentario, queda evidenciada la problemática. Por un lado, reconocer las especificidades de un cuerpo que escribe implica insistir en aquello que ha sido una justificación para el menosprecio y la exclusión; por el otro, parece que ignorar esta condición invisibiliza precisamente las mismas circunstancias sociohistóricas que explicarían en muchos casos tal marginación.

El autor que murió es un autor “neutro”, lo cual equivaldría en este caso a decir que es blanco, heterosexual, europeo, hombre: uno que puede pasar una vida literaria entera sin cuestionarse el cuerpo porque su cuerpo no es un problema teórico como puede serlo para todo aquel/aquella que queda fuera de ese centro hegemónico. Olivia Sudjic es precisa cuando apunta que esta intención de separar el cuerpo de la obra aplica solo para ciertos sujetos, concretamente los masculinos, porque cuando es una mujer o alguien disidente quien enuncia, la crítica se apresura a tildar esa expresión como una forma de “autoficción”, que habla de la experiencia individual y nos lleva a la trampa de equiparar el relato con la vida. Como ejemplo de esto pienso en Camila Sosa Villada, a quien una y otra vez se le pregunta en entrevistas sobre lo “autobiográfico” en su literatura que habla de mujeres trans y travas, y afirma ya cansada: “yo diría que insistamos en la ficción, porque nos están pidiendo todo el tiempo que demos testimonio, que hablemos de nuestro sufrimiento, que hablemos de nuestro dolor y miserias. Y nosotras somos grandes mentirosas, nuestra inteligencia tiene que estar puesta al servicio de la ficción. Eso de dar testimonio no cambia nada nuestra realidad, en cambio la ficción sí”. Otras autoras, como Alana S. Portero, insisten en reivindicar esta posibilidad, y algunas más, como Gabriela Cabezón Cámara o mucho antes Reinaldo Arenas trabajan con esos personajes que alcanzaron a colarse apenas al margen de la historia y la tradición como material. Esos que vemos apenas de reojo, al fondo del encuadre de los mitos fundacionales en una suerte de reescritura del pasado que es también un hacer presente y también un apuntar hacia el futuro.

Aunque la historia masculina de la literatura nos dice que “un buen escritor puede escribir de cualquier tema”, sigue habiendo una exigencia implícita para mujeres y disidencias de hablar de “ciertos temas” con “ciertos enfoques”, estos temas son casi siempre aquellos que no se consideran masculinos.  Es un camino sin salida, porque mientras por un lado siguen pesando estigmas sobre aquello que constituye un tema literario, por el otro esos “grandes temas literarios” siguen estando vedados para muchas subjetividades.

Ahora bien, ¿cómo sobrevive una voz en un relato si no es a partir de la persona? Si, como dice Sudjic, ese privilegio de desaparecer es específico de una autoría que no tiene que indagar por su corporalidad, podemos pensar en otras opciones que implican la aparición de un cuerpo como proceso, como estado no acabado, que antes que un Yo constituiría una subjetividad. O una serie de ellas.

En ese mismo sentido es que Butler señala una descorporización que implica una construcción racionalizada contra la que las formas y los relatos de la disidencia insisten:

Ésta es una figura de descorporización pero, sin embargo, es también una figura de un cuerpo, un cuerpo que tiene una racionalidad masculinizada, la figura de un cuerpo masculino que no es un cuerpo, una figura en crisis, una figura que representa una crisis que no puede controlar plenamente. Esta representación de la razón masculina como cuerpo descorporizado tiene una morfología imaginaria creada a través de la exclusión de otros cuerpos posibles. Es una materialización de la razón que opera mediante la desmaterializacián de otros cuerpos, porque lo femenino, estrictamente hablando, no tiene ninguna morphé, ninguna morfología, ningún perfil, porque es lo que contribuye a delimitar las cosas, pero es en sí mismo algo indiferenciado, sin un límite. El cuerpo que es la razón desmaterializa los cuerpos que no pueden representar adecuadamente a la razón o sus réplicas; sin embargo, ésta es una figura en crisis, porque este cuerpo de razón es en sí mismo la desmaterialización fantasmática de la masculinidad, que requiere que las mujeres, los esclavos, los niños y los animales sean el cuerpo, realicen las funciones corporales, lo que él no realizará.

Así, con las funciones plenamente corporales siendo atribuidas a todos los otros cuerpos que no son los masculinos, instala una hegemonía contra la cual ciertas escrituras se proponen. Monique Wittig va en esta misma dirección cuando señala que, en términos literarios, lo masculino constituye una suerte de universalidad falsa. “No hay dos géneros, sino uno: el femenino, el «masculino» no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino sino lo general. Lo que hay es lo general y lo femenino, o más bien lo general y la marca del femenino.” Son entonces esas marcas las que me permitirán enfatizar el carácter singular y antihegemónico de las obras en las que reconozco un potencial transformativo del statu quo.

Dice Berta García Faet que “la poesía sucede cuando se tocan las vidas de quien escribe y de quien lee”. Hay mucho de mágico que se escapa en la creación y la recepción de lo artístico: por mucho que lo intentemos, seguimos sin lograr —afortunadamente— que los algoritmos nos digan qué nos puede o no gustar a la hora de abrir una plataforma de streaming o de lectura online. No hay una fórmula y no hay inteligencia artificial que alcance a predecir el gusto ni el éxito. Hay, en cambio, un destello de la ficción como resistencia, como instalación de esperanza, como promesa de futuro hacia lxs otrxs que han quedado sistemáticamente fuera del reparto de la felicidad y la vida vivible: por eso escribimos, por eso leemos.