Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Compró aquel libro de pasta dura y camisa de papel encerado en una tarde interrumpida por un chubasco repentino y escandaloso. Sandra y su hija acababan de salir de una función de La guerra de las galaxias en el cine Díaz Mirón cuando cayeron los primeros goterones. Se metieron a la Librería Científica y peinaron los pasillos sin entusiasmo, a la espera de que escampara. Un lomo sobresalió en un anaquel que acogía cualquier texto no educativo bajo la dudosa clasificación de “literatura”: Manual de experimentos parapsíquicos. Un anuncio en la parte inferior de la portada subrayaba la naturaleza del Manual:

Descubra sus poderes psíquicos mediante centenares de experimentos

que usted puede realizar en su propio hogar

CONTIENE COMUNICADOR TELEPÁTICO

Para ese entonces Sandra ya era una discreta aficionada a la simbología y al tarot, así como al poder presunto de los imanes y los cuarzos. Empezó sus lecturas con El retorno de los brujos, siguió con Los grandes mensajes, el Kybalión, El misterio de las catedrales y en medio leyó novelas de terror y cuentos fantásticos como si fueran testimonios de una realidad paralela, con frecuencia sombría, pero siempre más intensa que la propia, que algunos necios buscaban ignorar o, peor aún, esconder. No obstante, ninguna de estas lecturas, ni siquiera aquellas a las que acudió con cierto afán historiográfico, se había anunciado con la fuerza de un instructivo que prometía la irrupción de un mundo más profundo en esta rutina pendular: su vida transitaba, inexorablemente, de la angustia perpetua en el despacho portuario y el martirio doméstico al cansancio inseparable del aburrimiento, los domingos de misa y rayos catódicos, los sábados cuyo silencio aderezado con besuconas solo se interrumpía si pasaba frente a la casa un coche lleno de música fugaz y risas de muchachas que le recordaban a la suya. Solía carcajear en rápidos automóviles hasta que nació su hija; y Sandra irradió por un tiempo una felicidad evangélica que amainó a golpes de estrés y monotonía hasta convertirla en una mujer que se preguntaba en noches de sábado si el efecto Doppler podía ser ante todo un fenómeno emocional.

Leyó el Manual antes de dormir y en el consultorio del médico, leyó esperando a que su hija saliera de natación y también en la oficina, desde cuya ventana podía ver los barcos que entraban al puerto de Veracruz. Leyó párrafos que la hacían sentir en medio de una conjura:

“El descubrimiento de las energías relacionadas con los procesos psíquicos será tanto o más importante que el descubrimiento de la energía atómica”. Dicha afirmación fue hecha por el doctor Leonid L. Vasiliev, psicólogo ruso internacionalmente conocido, galardonado con el premio Lenin y padre de la parapsicología soviética. De algún modo resume la tónica de las investigaciones de países socialistas en torno a los fenómenos psi. En la actualidad, los soviéticos se hallan abocados a la investigación de la energía en los PK, la radiestesia, las fotos Kirlian, las curaciones psíquicas, la telepatía, la cosmobiología, el hipnotismo e incluso la piramidología, así como también a otras búsquedas menos divulgadas.

Leyó todos los caracteres entre las dos tapas del volumen impreso en Colombia; ni siquiera la página legal quedó intacta.

El momento de la praxis llegó acompañado de un proyector de diapositivas que nadie usaba en su oficina y que Sandra adaptó para que iluminara la pared de la sala, en un carrusel de imágenes intermitentes que variaban al ritmo de sesenta revoluciones por minuto. Según el Manual de experimentos parapsíquicos, el ingeniero soviético Vladimir Fidelman había empleado un proyector como detonante de la comunicación telepática durante sus experimentos:

Colocó una tarjeta con un número impreso –el 8, por ejemplo– bajo una lámpara y lo iluminó una y otra vez ante los ojos de un emisor telepático. “Cante”, ordenó. “Cante: ocho, ocho, ocho, rítmicamente según se enciende la luz”. Indicó al emisor que se sumergiese en el 8 hasta no ver sino el número 8 con vívida claridad en una pantalla imaginaria en su mente. Fidelman asegura haber ensayado con éxito esta técnica en la transmisión de 100 sobre 134 números a un receptor situado a más de un kilómetro de distancia.

Instaló en la mesa el proyector de diapositivas, al cual se refirió en adelante como Comunicador Telepático, acompañado de tarjetas parapsíquicas con los símbolos 4, 5, 6, 7, 8, B, A, Z, O y W que hizo con hojas de vinilo transparente que compró en la papelería. Solo entonces reparó en un detalle imprescindible: ella podría desarrollar el envío de mensajes con la mente, ¿pero quién los recibiría? Su catálogo de amistades era ajeno a esta afición bochornosa: Pilar se iba puntualmente después de recoger a la niña y darle de comer; las del círculo de lectura se creían demasiado inteligentes para todo lo que oliera a superchería; mucho menos podría considerar a sus hermanas, tan proclives al espanto avícola.

“Hija, ¿me ayudas con un experimento?”.

Elena no era una entusiasta, pero tampoco miedosa y admitió de buena gana sentarse sin distractores del otro lado de la pared, en la sala, mientras corría en el carrusel una misma tarjeta que su madre repetía para sí misma: “doble u, doble u, doble u”. Tras diez minutos de tímida simulación con una misma letra repitiéndose sobre la pared, ambas admitieron que no había ocurrido nada.

“Bueno, no”, corrigió Sandra. “No ocurrió nada… de lo que esperábamos: ¿tú dirías que un solo mal resultado arruina todo el experimento?”.

Modificó el tiempo de la sesión, las letras, la velocidad del carrusel, qué luces de la casa debían o no estar encendidas. Nada arrojaba la más mínima sorpresa, el asomo pequeñito, pero irrebatible de comunicación entre madre e hija a través de quince centímetros de capas concéntricas de pintura vinílica, yeso y ladrillo.

Cuando la ayuda inicial de Elena mutó en hartazgo, acordaron un último intento. La única luz de la casa era la proyección intermitente del número 8 sobre la pared, acompañado siempre por un clic plástico y agudo que adquiría propiedades hipnóticas con las repeticiones. Sandra desistió de repetir el símbolo como un mantra y prefirió que su mente divagara ante las curvas entrelazadas de la figura que aparecía y desaparecía y que terminó por abandonar la pared, como una calcomanía arrancada, para levitar ante ella bajo la forma de un fosfeno, blanco y fulgurante, con bordes de un color púrpura inestable y metalizado.

Cierra los ojos. Suena el siseo magnético de una radio mal sintonizada seguido de un acorde mayor de piano que antecede un solitario arpegio descendente: una canción: una balada de jazz con una voz femenina. Dentro de pocos compases, un golpe de batería anuncia la entrada de una orquesta pop y la intensidad del tema crece junto con la tierna furia de la cantante.

                                               Abre otros ojos con los ojos aún cerrados:

está sentada en el sillón café de un cuarto pintado de color pistache junto con su hija. Elena se echa en sus brazos, se le aferra por el cuello mientras dice que lo siente, pero Sandra ni ahora ni entonces parece entender qué es lo que su hija lamenta. La abraza hasta que la música se detiene y espectros radiofónicos atraviesan las bocinas como si fuera un lugar de paso para almas en pena. Ahora es Sandra quien llora; sabe que debe irse.

“¿Lo escuchaste?”, dijo al abrir los ojos. El proyector se había apagado y la casa yacía en penumbras. Anticipos del norte pegaban contra la ventana, agitaban los almendros y las palmeras, ululaban por la calle jugando a los fantasmas.

“¿Qué, mamá?”.

“Había una canción. Como si hubieran prendido la radio”.

“¡¿Te quedaste dormida?!”.

“No para nada, es que…”

“No puedo creer que te dormiste”, reclamó Elena antes de subir a su cuarto. Su madre permaneció sentada en el comedor sin luz, con la certidumbre mística de quien ha recordado de súbito una pista crucial sobre su propia vida.

Desde que despertó hasta que volvió a casa, Sandra solo pudo preguntarse cuándo ocurrió aquel episodio con su hija. Ahora lo recordaba claramente, pero era incapaz de adjudicarle fecha o contexto. Lo más fácil hubiera sido preguntarle a Elena, pero si era un episodio importante tampoco quería parecer insensible u olvidadiza. ¿El recuerdo volvió gracias al aparato? ¿O lo hubiera recordado de cualquier forma? ¿Qué tal que el proyector no podía despertar en ella poderes psíquicos, pero sí podía hipnotizarla hasta regresarle memorias que había enterrado por completo? Estaba desconcertada, pero al menos la canción le había gustado lo suficiente para tararear todo el día, deseosa de llegar a una coincidencia mágica: prender la radio y encontrar esos acordes de nuevo.

“Tararará tarara…”, repetía para sí misma.

Por la noche preguntó a Elena, experta precoz en el pop radial, ya no sobre el episodio, pero sí sobre la canción.

“No, mami, ha de ser una canción de las tuyas”, respondió tras oír a su madre tararear y describir la balada: tararará tarara: ya no podía despegarse del gancho inicial de una canción que casi era su favorita, aun si no podía recordar a la artista ni mucho menos el título.

“De veras que es de ahora, de ahorita”.

“Y de veras que no la conozco”.

¿Acaso recordó una canción que no existía? ¿Era eso lo que realmente había pasado? ¿Soñó despierta en medio de un trance? En alguna ocasión, en un libro sobre premoniciones, leyó sobre poetas y músicos en cuyos sueños aparecían obras nonatas a la espera de ser escritas.

Apenas se durmió Elena, Sandra bajó al comedor presa de un silencio culpable y emprendió de nuevo el experimento: puso la tarjeta con el número 8 en el carrusel, apagó las luces, se sentó en la mesa viendo hacia la pared y encendió el proyector. Se concentró en las curvas proyectadas hasta despojarlas de significado: eran senderos, surcos sobre el terreno fértil, circuitos para competencias, marañas de cabello lacio empujadas por el agua caliente hacia la coladera. Cuando el fosfeno empezó a agitarse fuera de la pared como una bandera fantasmagórica, Sandra se dejó llevar por un adormecimiento insomne.

Abre otros párpados mientras aprieta los párpados.

Se descubre en la cocina, de frente al refrigerador abierto: un huevo desciende por el aire, a punto de estrellarse contra el piso. Elena pregunta si está lista la comida. La cáscara se quiebra. En la estufa hay frijoles con mole xiqueño, arroz blanco y plátano frito. La clara se extiende en el suelo bajo un frío resplandor, Sandra percibe pronto un olor a podrido.

Nuevamente, tenía una viva impresión de ese recuerdo, pero ignoraba cuándo ocurrió. Buscó una respuesta entre sus libros: no solo el Manual no decía nada que pudiera ayudarle, ningún volumen sobre sueños ni chakras ni vidas pasadas ni paralelas ofreció una respuesta que rozara la cordura. Estaba convencida de que estas ensoñaciones ocurridas durante el trance provocado por el Comunicador Telepático eran parte de un fenómeno legítimo, pero estaba lejos de poder explicarlo. La noche siguiente repitió la ceremonia: proyector, clic, una luz sobre la pared:

Reposa en el asiento trasero de una camioneta mientras mira hacia las nubes. El aire que pega contra su rostro enmascara un fuerte mareo. Quiere quitarse de encima un olor profundo y aceitoso que le produce arcadas solo de nombrarlo. Siente que va a vomitar.

Despertó con una certeza: guardaría el Comunicador en el clóset. Por lo demás, era una zombi desvelada que sabía poco del mundo, dispuesta a arrastrase a la cafetera sin prestar atención a nada más. Pasar la noche de viernes limpiando vómito del comedor no era lo que tenía en mente cuando compró el Manual durante una tarde lluviosa.

Cuando Sandra bajó a la cocina encontró a su madre cocinando.

Pero qué cara. Te vi tan cansada cuando llegué que no quise despertarte. A mí me encanta visitarlas, pero si vas a estar dormida mejor me dices y me quedo en mi casa”.

“Lo siento, ma. Creo que tuve una pesadilla”, respondió Sandra.

“¿Es por el juego que compraste?”, soltó Elena.

“¿Cuál juego?”.

“Para leer la mente. Se pone en las noches en el comedor y se queda viendo la pared”, explicó Elena a su abuela.

“¿Pero qué clase de juego es ese, hija?”.

“Uno muy tonto que no volveré a jugar”, respondió Sandra al mismo tiempo que extendía el brazo dentro del refrigerador y sacaba el último huevo del cartón. Lo agitó en su oído para saber si estaba fresco y lo dejó caer, paralizada: ya había vivido esto.

Si alguien le preguntara a Sandra cómo se siente ver el futuro, primero diría que es como prender la tele y girar la perilla buscando un canal cuya existencia intuyes, aunque no conste en la lista impresa sobre el armazón de plástico. Los ojos cerrados se llenan de una ceniza brumosa y aleatoria, recorrida por eventuales siluetas fantasmales que poco a poco cobran definición por encima de las interferencias. Donde había una capa ebulliciente de puntos negros y blancos, de pronto aparecen un pantalón y una camisa yendo cuesta abajo por la calle, un rostro que gira la cabeza hacia la cámara. El soplo de estática que acompaña a la nieve sobre la pantalla se transforma en un sincopado golpeteo de bombos y timbales eléctricos, el inicio de una canción en un ritmo que aún no se inventa y que la perturba hasta abrir los ojos mientras agita la cabeza y se apaga la transmisión en su mente.

Acaso las imágenes llegan a Sandra como señales de televisión, la luz invisible que va de una antena a otra recorriendo el aire y la atmósfera, pero el acto de conocer los hechos que nos esperan más adelante tiene poco que ver con los presagios súbitos que tienen algunas ancianas o con señales de un cariz sobrenatural sujetas a interpretación, como el remolino en el cabello del hijo que anticipa el sexo del embarazo siguiente, o con las apariciones de animales que se tornan en un horóscopo salvaje: la mariposa nocturna en la habitación.

Esto es lo segundo que diría: el problema es la frase misma: no se ve el futuro, se ve hacia el futuro, de la misma forma en que no se aprecia la totalidad del pasado, sino únicamente la parte de él que nos corresponde. Si el tiempo es el paisaje, Sandra solo puede ver la porción que cabe por su ventana: el mar es visible desde el balcón, pero no todo el mar. Aun si cambiar de posición ofrece una vista distinta, sigue siendo la misma ventana, la misma porción inexorable del Golfo de México. Pasado y futuro eran puntos cardinales de un mismo terreno y ella había construido una brújula cuya aguja imantada flotaba en la oscuridad magnética y acuosa detrás de sus párpados.

Por lo mismo, Sandra no podría acceder al porvenir de todos los posibles convocados por sus facultades, sino solamente al suyo y, por añadidura, al de aquellos que coincidan con ella dentro de estas imágenes que llegan con la pátina difusa de lo ya vivido, inexactas, susceptibles acaso a borradura y variación: las noticias no llegaban bajo el hálito de la sorpresa: del futuro tenía recuerdos.

Desde esa noche empezó a escribir las memorias futuras que sintonizaba. Algunas eran nimiedades, algunas eran noticias, otras eran piezas incomprensibles. Vio a Jacobo Zabludovsky anunciar en el noticiario el descubrimiento de un monolito en honor a Coyolxauhqui; escuchó a su hija anunciar que estudiaría en México; “perdón, abuelita”, le dijo una niña que le disparó sin querer con una pistola de agua en medio de la refriega contra el hermano; vio pilas de cadáveres en un paso a desnivel; caminó descalza sobre un patio enorme y desconocido, mientras el césped le picaba las plantas; se vio en La Parroquia acompañada de sus nietos y su hija tintineando la cuchara en la taza como los turistas; vio féretros y todos eran iguales; vio un catálogo de lunas llenas y cada una fue distinta; vio que su hija nunca perdió los hoyuelos que emergen durante la sonrisa; vio a su nieto tropezar a medio vals durante un festival escolar; vio médanos convertidos en casas y casas convertidas en escombros; vio lanchas en el muelle de Boca del Río golpeándose entre ellas bajo el rigor del norte; escuchó canciones hechas por máquinas; vio paredes llenas de agujeros y coches llenos de agujeros y personas llenas de agujeros; vio un eclipse en una cubeta; vio la boda de su hija y vomitó al abrir los ojos convencida de estar ante lo inevitable.

Tras un par de meses de sesionar noche tras noche con el Comunicador Telepático, sus apuntes empezaron a adquirir un carácter redondo; en alguna ocasión llegó a verse a sí misma en el comedor en medio de sesiones futuras, hasta que los días mismos se tornaron circulares y reflexivos: espejos frente a espejos: eran inéditos, pero ya habían ocurrido, eran impredecibles, pero parecían vividos, eran nuevos, pero eran pasados.

Todo se detuvo una noche de tormenta eléctrica. Los rayos iluminaban la casa y segundos más tarde un rugido hizo vibrar los marcos de las ventanas; la tromba había hecho resonar una frecuencia compartida por las nubes y el cristal.

Para su hija es día de vestido, para el yerno de guayabera. Van de un lado al otro de la sala en medio de un enjambre cada vez mayor de desconocidos, algunos chamacos, otros viejos, mientras Sandra reposa sola n la silla del comedor, con un vaso de Zaraza con hielos al frente, viendo hacia la pared donde antes proyectaba tarjetas de vinilo y ahora cuelga un letrero de happy birthday. Son los quince años de la nieta, Sandra ídem. Tiene ojos miel y piel tostada, escucha distorsión, pero también es adepta a los tambores robotizados que su abuela anticipó en visiones. Se fue desde ayer con tres amigas y el hermano mayor, David, en el coche de este a Las Barrancas, donde los padres de su compañera tenían una casa. Pasado el nervio previo a la fiesta, el júbilo se suspende: no llega la cumpleañera. ¿Los habrá plantado? El padre sospecha una cruda adolescente, incluso imagina el regaño que dará en la noche. Pasada la hora de la comida, Elena ha marcado todos los números y

Sandra se interrumpió con una bocanada larga y profunda: volver del futuro se sentía como salir a la superficie de golpe tras pasar mucho tiempo bajo el agua. Para ese entonces ya sabía la historia y al mismo tiempo estaba por conocerla.

“¿Esto es mi culpa?”.

¿Era Sandra quien sellaba las premoniciones al hundirse en ellas? ¿Existía la oportunidad de que no ocurrieran las cosas siempre y cuando siguieran siendo desconocidas? ¿El futuro, al conocerlo, se vuelve inevitable? Pero nunca pudo hablar con nadie más que su almohada. Todas estas historias, estas señales de muy lejos solo habían pasado ante sus ojos, solo habían estado en su cabeza. Sandra sabía que era una colección temporal de átomos sentada en ese preciso momento en el comedor, sus pies descalzos tocaban la loseta fría, su cuerpo pisaba el mundo, pero al mismo tiempo estaba convencida de que el mundo era un fenómeno que ocurría en su cabeza.

Elena no ha dormido en tres días consecutivos desde la fiesta interrumpida por la desaparición. Nadie llama pidiendo un rescate, nadie llama para señalar una venganza, nadie llama para anunciar una huida imbécil, pero mil veces preferible a estos zopilotes de preguntas, estas sospechas que aumentan y descienden, que se asoman y se esconden como el sol detrás del mar y las montañas, este cable tensado en lágrimas que llaman angustia. “Mamá, ¿tú sabes lo que pasó?”. Pero qué podría saber Sandra, que ha pasado media vida detrás de muros color pistache y ha atestiguado los inventos y las revoluciones por televisión o, en su defecto, por la televisión que transmite en su mente. “¿Tú sabes, mamá?”. “Sé que llamarán esta tarde”.

“¿Es cierto lo que dice Elenita?”, reclamó la mamá de Sandra. “¿Es verdad que la despertaste para decirle no sé cuánta cosa? ¿Cómo puede ser que una niña me hable en la madrugada para contarme que su mamá la levantó y la agitó para decirle que sus hijos morirán descuartizados? ¿De verdad le rogaste a tu hija que no tuviera hijos?”.

No sabe por qué, en este momento se acuerda de una vez que era muy niña y fueron al rancho de un tío: los hombres desollaron un cerdo. Esta piel cubre una capa de grasa de blancura gelatinosa que antecede al músculo; y en el centro yace el húmero rebanado por la mitad con más convicción que con técnica. Pero reconoce este torso como el torso de su nieto y estas cuencas vacías como las cuencas vacías de su nieta y estas hebras de músculo y este escroto sin testículos y esta cabeza sin cabellera y este tabique sin nariz y esta suma de cortes de atribución precisa, pero sin motivo y reconoce también que nadie dará explicaciones, nadie aventurará respuestas, dirán que ellos fueron los culpables, los únicos responsables, por supuesto habrá quien diga la verdad, que todo fue una confusión, que creyeron que eran otros, que estas cosas nunca pasan o que nunca volverán a ocurrir, incluso dentro de muchos años algunos dirán que esto no pasó. Y el forense cree que esta señora es valiente al ingresar a esta sala para proteger a su hija, sin saber que en realidad Sandra se ofreció a entrar porque ya había entrado antes a reconocer estos cuerpos porque Sandra ya había entrado antes a reconocer estos cuerpos porque Sandra ya había entrado antes a reconocer estos cuerpos

Era la primera vez que veía a su hija desde su ingreso al ala psiquiátrica. Habían pasado dos meses. Cuando cruzó la puerta del sanatorio supo que no serían unos días, que ya ni siquiera necesitaría el Comunicador para proyectar mantras numéricos sobre sus párpados: de ahora en adelante los recuerdos los contaría siempre en presente y esta neblina que los demás llaman el ahora la contaría en riguroso copretérito porque ya nada fuera del recuerdo podría relatarse, si no es a través del tiempo verbal reservado a los sueños.

Sabía que esta sería la primera de varias estancias en el ala psiquiátrica. Nunca dejaría el trabajo, pero tampoco volvería a ser la misma. Su relación con el tiempo había cambiado y los momentos de mayor lucidez de ahora en adelante serían catalogados como periodos maníacos por los médicos.

Sentadas en el sillón verde, Elena intentaba platicar sobre el nuevo colegio, sobre los cambios ahora que vivía con la abuela, sobre los amigos a los que nunca sabría cómo explicar lo ocurrido; y es que Elena misma nunca tendría una explicación. Un paciente atrás de ellas inspeccionaba el espectro radiofónico sin decidirse por una señal.

“Ayer fuimos al cine, vimos una de James Bond y escuché la canción que decías, mamá. La escuché y supe de inmediato que era la misma que tarareabas y no entendí cómo podías saber si esta canción es nueva”.

Contuvo una carcajada porque, en rigor lineal, su hija conoció esos acordes antes que ella: Sandra estaba por escuchar su canción favorita por primera vez. Podría decirse que en toda la vida solo escuchó esa canción una sola vez: esta vez: ahora mismo en ese cuarto color pistache, desde la radio detrás suyo. Sandra cerraba los ojos e imaginaba unos créditos blancos subiendo por la negrura proyectada sobre sus párpados:

Nobody does it better,

makes me feel sad for the rest.

Nobody does it half as good as you.

Baby, you’re the best.

I wasn’t looking,

but somehow you found me.

I tried to hide from your love light.

But like heaven above me,

the spy who loved me

is keeping all my secrets safe tonight… 

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Fotografía de Wendelin Jacober, 2017. Recuperada de Pexels.
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