Prólogo
Las semifinales de la Copa América Chile 2015 pudieron haber sido una anécdota más en el catálogo del mitificado miserabilismo del futbol sudamericano. La Copa venía de la expulsión de Neymar y sus «hijo de puta» para el árbitro y Zúñiga, del dedo de Jara en el culo de Cavani y del pronóstico sobre la circunstancia jurídica de su padre: se va a comer veinte años en la cárcel. Todo cristalizado en la frase que Roberto García Orozco le esgrimió a un descontextualizado Messi, cuando el argentino le recriminó la cantidad de faltas sin pitar que Colombia había hecho: «esto es América y aquí se juega así».
El filtro futbolístico de Messi, calibrado en las canchas, instalaciones y formas chetas de Europa, parecía no registrar la táctica colombiana, tan entusiasta e industriosa como común y mezquina en este, y el otro lado, del Atlántico. Resumible, además, en una paradoja arbitral: acá no se pitan ciertos contactos, como esperaba Messi, para que el juego fluya. Lo que es falso, o al menos parcial, porque en esas jugadas lo siguiente es un contención reventando la pelota, misma que recupera el central contrario para después inventarse un balón largo y estéril que el lateral del otro equipo u observa salir de la cancha o lo recupera para dividirlo en medio campo.
Pero la anécdota es otra. Porque lo previo es justo lo que el medio campo chileno, por lo exhibido desde el partido inaugural contra Ecuador y quizá embalados desde que en el último mundial le pusieron los últimos clavos al ataúd de España, pretende anular. Y para eso están la sutil omnipresencia de Valdivia, las interminables transiciones de Vidal, más lo que sumen Aránguiz o Isla; Para romper, cortar y barrer está el tractor Medel; para lo demás, Jara. Esa ha sido, con mayor o menor eficacia la ruta de juego de Sampaoli. La semifinal contra Perú no fue diferente, aunque su aplicación haya sido intermitente o incompleta. Menos pensando en la posible resistencia de Perú, que la hubo, que la tentativa final, ganarla por primera vez e inmortalizarse en un puñado de memes.
El reajuste peruano, luego de la expulsión de Zambrano, y la indolencia chilena condicionaron un segundo tiempo más abierto, con más juego en el que Perú parecía alcanzar a ver, pasada la niebla de la media cancha, la posibilidad de la suerte en Guerrero, el empate por venir y, por qué no, en penales, transferir la responsabilidad a Chile, recordarles el peso que implica ser el anfitrión y dar la campanada. Cruzaron la niebla y encontraron el autogol de Medel. Duró cuatro minutos: Vargas cerró la eliminatoria con un imprevisible disparo que, por los segundos que duró, invocó los ecos luctuosos de Maxi Rodríguez en Leipzig.
El otro finalista vino de un partido que se trató, como usualmente, de la exhibición de los bordes cortantes del universo Messi; de todo aquello que lo integra, circunda, anula o vampiriza. Lo que lo encumbra y enjuicia; que recrimina un barcelonismo colateral y una argentinidad a cuenta gotas. El pecho frío al que siempre le falta un centavo para el peso. El peso siendo Maradona y el universo Messi, afectadas columnas de escritores, análisis bovinos en radio o televisión por exfutbolistas, tuits furiosos y clarividentes de aficionados. Todos girando alrededor de una pregunta mal concebida: ¿por qué Messi no aparece con Argentina? Hace días él mismo reconoció una parte integral del misterio: «es terrible lo que cuesta hacer un gol con la selección». La pregunta implica una natural y obligada comparación, una dialéctica que explican Ken rojo y Ken azul: Messi blaugrana vs. Messi albiceleste.
Integral el primero, fragmentado el segundo. El albiceleste exhibe el arsenal en dosis cortas; el blaugrana en simultáneo y absoluto. El partido de la fase de grupos contra Paraguay, como cualquier otro, es un caso de estudio. A ratos, Messi baja al círculo central y hace, usando los únicos espejos posibles, de Busquets; en otros, entre líneas, de Iniesta. Luego a la banda, de sí mismo blaugrana. También de ese paréntesis que le inventó Guardiola, delantero centro, falso. Debe ser desmoralizador tener que jugar con Biglia en lugar de Busquets, con Otamendi en vez de Piqué, con Rojo en vez de Alba, con el Di María post Real Madrid. Y así Messi se va erosionando. Queda sólo imaginar cómo hubiera sido todo si el medio campo que le hubiera tocado fuera Mascherano y Redondo de doble cinco, escoltándole a la Brujita de crupier.
En el segundo tiempo, del primer partido contra Paraguay, el equipo se desfondó sin haber cerrado el partido, están las imágenes de Messi y Di María riéndose, aparentemente, de las advertencias del Tata Martino sobre el riesgo que todavía suponía el juego. Y por eso el partido de semifinales parecía más trámite que el Chile-Perú. Cabía pensar que si el único problema contra el mismo rival había sido la dosificación y que debían generar más volumen de juego para cerrar la eliminatoria, Messi se encargaría de eso, a costa, incluso, de volver a marcar. Seis goles en la semifinal contra Paraguay, ninguno de Messi aunque interviene en todos. Una diferencia, Pastore. Todo el partido se encontraron, le puso tres pases de gol y metió uno, mal promedio, pero Pastore debió sentir a Messi como un bote salvavidas. Si comenzaba la cascada, como así fue, seguro iba a estar ahí para redondear el día. Pero de lo que se trataba, de lo único que se trata ya, es de eso que, para su cuota discursiva y emocional es un exceso: «quiero ganar algo con mi selección de una vez». Como sea.