Primeros apuntes para una biografía de Alfonso Vargas Sánchez, joyero
La historia es una cosa en capas. Alfonso Vargas Sánchez nació el 31 de octubre de 1923 en Cuilapan de Guerrero, un pueblo mixteco ubicado en los valles centrales de Oaxaca, colindante, por un lado, con el cerro de Monte Albán y, por otro, con el pueblo de Zaachila. Siendo muy pequeños, Alfonso y sus dos hermanos fueron abandonados, olvidados a los cuidados de Modesta Sánchez, su abuela materna. Él era el mayor de todos; tenía cinco o seis años de edad cuando decidieron mudarse. Aún sin saberlo, ése sería el primero de tres viajes importantes. El segundo de ellos, años más tarde, fue a la Ciudad de México, lugar en donde aprendió el oficio de joyero, en específico el de montador de diamantes. Fue en esos días cuando conoció a su futura esposa y a la mujer con quien tendría siete hijos: Elvira Fagoaga Soto. Era 1941 cuando decidieron regresar a Oaxaca. Vicente González Fernández era gobernador del estado y apenas habían transcurrido algunos años desde que Alfonso Caso hiciera uno de los descubrimientos fundacionales de la arqueología mexicana y, sin duda alguna, de la industria turística oaxaqueña: el tesoro de la Tumba 7. En esos años predominaba la joyería colonial y la filigrana en los escaparates oaxaqueños. Hermosas y delicadas piezas hechas con oro y plata, pero también con diamantes, brillantes, marquesitas, corales, perlas blancas, grises y negras. José María Ortiz era uno —el más conocido probablemente— de los maestros joyeros. Con éste aprendieron otros como Saúl Pazos, Luz Ortiz, Jorge Montealegre y Fausto Vargas Ramírez. Y aunque don Alfonso los conoció a todos, fue otra persona la determinante en su trabajo.
Durante algún tiempo el artesano mixteco tuvo una joyería en la calle Hidalgo, justo en el primer cuadro del centro histórico. El zócalo quedaba cerca, pero a su lado, justo en el local contiguo, María Luisa Audiffred tenía una tienda. Su hija, Nancy Bustamante, pronto entablaría amistad con el joyero y lo presentaría con muchos de sus futuros clientes. No fueron pocas las personas a las que dijo que se trataba de un buen joyero, y lo era. Tampoco fueron pocas a las que dijo que era honrado. En esa época uno de sus trabajos más interesantes fue la limpieza de una de las coronas de la virgen de la Soledad, condecorada, por primera vez, en 1909 gracias al arzobispo de Antequera Eulogio Guillow. Sin embargo, desconozco si la corona que limpió fue ésa, producto del Decreto de su Santidad Pío X, en los primeros años del siglo XX o, en todo caso—aunque lo dudo— la hermosa corona que realizaron José María Ortiz y Fausto Vargas Ramírez[1] en 1958, y que fue robada en 1997.
En los años posteriores a ese trabajo conoció a muchas personas vinculadas de alguna u otra forma a la señora Bustamante. Fue por ella que conoció al director del Museo de Antropología e Historia y a Amalia Hernández, directora del Ballet Folklórico de México. Eso sucedió en los primeros años de la década de los sesenta (quizá entre 1964 y 1965) pero, como ya se sabe, la memoria es escurridiza. Sin embargo, fue gracias a ese acercamiento con el director del museo que le permitieron reproducir algunas de las joyas de la recién descubierta Tumba 7, como dice el relato «oficial», por Alfonso Caso. Si entrecomillo oficial es porque alrededor de dicho descubrimiento existen innumerables relatos que, como rumores, reconfigurarían radicalmente la historia de Oaxaca y, por supuesto, la de todo México. Ya en el museo, don Alfonso trabajó varios días en un espacio reducido que, no sé por qué, imagino de color tierra. Trabajó con dos guardias que vigilaban sus manos. Habían pasado treinta años desde su descubrimiento; se sabía, y muy bien, que se trataba de piezas importantes. No en balde desde su incorporación como objeto de conservación y manejo, el patrimonio prehispánico fue el referente estatal privilegiado. Y eso se explica porque, aseguraba Jesús Antonio Machuca, sirvió para «conciliar» y «escamotear» las diferencias; si el Estado «creó» «origen», «indio», «mítico» y «grandioso», recreado constantemente por la educación y la historia, fue para reivindicar al «indio» y, al reivindicarlo, «apropiarse» del fragmento menos problemático de su cultura, garantizando así, dice Sonia Lombardo de Ruiz, su propia legitimidad política ante esas mayorías. No me cuesta trabajo imaginar a un par de guardias cuidando, vigilando y escrutando cada uno de sus movimientos.
Las réplicas realizadas por Alfonso Vargas fueron hechas de acuerdo a la técnica utilizada originalmente: la cera pérdida. Para describirla recurriré a Wikipedia: se trata de un antiguo «procedimiento escultórico» utilizado para «obtener figuras de metal» —en este caso, de oro, plata o cobre— «a partir de un prototipo modelado de cera de abeja». Este modelo es cubierto por dos distintos tipos de hule: uno es blando, con gran capacidad para registrar los detalles, y uno duro, mucho más rígido, para proteger y resguardar la delicada pieza en el interior del molde. Éste tiene algunos orificios por los que se introduce oro líquido, o la aleación correspondiente; de cualquier forma, el líquido derretirá la cera. Después de este paso, la explicación es mucho más abstracta y probablemente poco importa. Definitivamente, la técnica no es sencilla pero sí peculiar y característica de la joyería mixteca y, de alguna forma, de la joyería del siglo XX en Oaxaca. La incorporación de la cera perdida significó una ruptura. Un punto de quiebre en el mercado artesanal y turístico de esos años.
Alfonso Vargas tenía un objetivo claro: «difundir el tesoro encontrado en la Tumba 7», y el que fue encontrado en Zaachila. Para ello modificó las piezas originales; en algunos casos, fueron cambios de escala o cambios en el vocabulario utilizado: así, el Juego de pelota, por ejemplo, fue reducido hasta convertirlo en aretes; y los huesos tallados, en pulseras de media caña. Bruno Latour, parafraseado por Sandra Rozenthal, dice que «la reducción de la escala es una manera de generar la distancia científica necesaria para actuar sobre eventos, lugares y personas». Como en los ejemplos citados por la antropóloga en «Volverse piedra: la creación de la personidad arqueológica», el trabajo del joyero fue reducir de escala las piezas originales para «comprenderlas» y «movilizarlas» en el interior del mercado. El éxito fue tal que la Tumba 7 se convirtió en una marca; y como marca, en múltiples productos destinados a distintos tipo de turismo y a los favores políticos. Relucientes regalos para poderosos destinatarios. No fueron pocos los gobernantes que se acercaron a la joyería de Alfonso Vargas. Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz se pasearon constantemente por esos escaparates, como también lo hicieron Charlton Heston y Palito Ortega, por ejemplo la conocida Jackie Onassis. Frente a los incrédulos, y ante la carencia y la comodidad de los recuerdos fotográficos, queda un manojo de recuerdos: Laura Vargas, mi madre, asegura que la esposa del magnate griego, y viuda del presidente John F. Kennedy, les compró dos piezas: una de Monte Albán y un collar de filigrana. Saúl López Velarde Pazos, nieto de don Saúl Pazos y de Luz Ortiz, asegura que su abuelo también trabajó para la mujer que estudió literatura francesa en la George Washington University. Pero como toda historia, ésta también tiene una veta subterránea alejada de los reflectores y pasarelas. Paralelo al mercado de políticos y turistas, existió otro que podría ser caracterizado con el color negro: sí, existió un interesante y paradójico mercado negro alimentado por los joyeros. La palabra «originalidad» se usa para traficar fácilmente: mientras unos realizaban réplicas que, entre otras cosas, se exponían en museos; otros vendían sus réplicas como como piezas genuinamente prehispánicas, desenterradas y descubiertas por ellos mismos. Nada que no haya pasado antes pues, al fin y al cabo, la historia está escrita por mentirosos. En el caso de la arqueología oaxaqueña, se encuentra el inteligentísimo Constantine Rickards, amigo del arqueólogo Alfred Maudslay y del escritor D.H. Lawrence y autor, como asegura Adam T. Sellen, de la estafa, en 1919, al Museo Real de Ontario en Canadá (ROM). De cualquier forma, un molde es eso y «nada más», una mentira: una forma de sacudir y revitalizar piezas que se pensaban muertas, una herramienta para refuncionalizar, problematizar y decir de nuevo un fragmento de la historia.
El negoció de Alfonso Vargas prosperó rápidamente. En su taller trabajan venticinco personas. Uno de sus hijos, Roberto, llegó a colaborar con él modelando algunas piezas, y una de sus tres hijas, Laura, trabajando como traductora e intérprete con clientes. Uno o dos camiones de turistas llegaban diario. Ahí también trabajo el maestro Camerino Jiménez, quien años más tarde se casaría con Rosa, una de las hijas del joyero. Cuando inició, el orfebre no tenía nada: sólo una familia y un oficio, lo suficiente para dedicarse al trabajo pacientemente. Terco o, mejor dicho, firme en sus objetivos, Alfonso Vargas inició con un modesto local, acotado por rigurosos límites geográficos. Dudo que en sus primeros años hubiera imaginado que los contornos de esos límites se convirtieran en los caminos que lo llevaron a Durango, Acapulco, Monterrey, Ciudad Juárez, Veracruz, Tijuana, la Ciudad de México y Los Ángeles. Supongo que tampoco imaginó que en algún momento, como sucedió en 1967, que sus piezas serían expuestas en el museo del ex convento de Santo Domingo Guzmán. Desafortunadamente la «autoría» de esas piezas siempre queda oculta tras el prestigio de la marca y de la supuesta «neutralidad» de la historia.
Alfonso Vargas Sánchez, apicultor, joyero y orfebre de oficio, trabajó desde 1941 hasta su muerte en 1985. De alguna forma él, como otros joyeros, participó en un momento fundamental para la ciudad de Oaxaca, y para entender la relocalización y mercantilización del patrimonio así como la historia en beneficio del turismo. Me parece interesante, y necesario, no sólo contar la historia desde los objetos arqueológicos y los relatos heroicos de su hallazgo, sino desde las personas no protagónicas que trabajaron en ella. Quiero pensar que acercase a esos moldes y abrirlos, sería como hackear la historia.
PD. En 1985, año de la muerte de Alfonso Vargas, mi abuelo, el INEGI recordó en un reporte que en 1977 el gobierno del estado de Oaxaca cambió la terminación de algunos nombres de municipios y de algunas cabeceras municipales, con dicha reforma cambió la terminación «pan» por otra cuya pronunciación es mucho más problemática: «pám». Entre esos pueblos se encontraba Cuilapan de Guerrero.
Nota: Casi toda la información de esta nota proviene de las conversaciones con mi madre, Laura Vargas Fagoaga, y algunas con Saúl López Velarde Pazos.
[1]Reynaldo Bracamontes Montes escribió, no hace mucho, sobre Fausto Vargas Ramírez, uno de los maestros orfebres de esa época: http://www.noticiasnet.mx/portal/oaxaca/general/laboral/270913-hombre-que-corono-virgen