Primavera-verano: sobre el plagio de Isabel Marant
Walt Disney es bien conocido por su trabajo como productor y director, y por las referencias que utilizó en sus películas. Si Wikipedia no miente, en «1922 fundó la empresa Laugh-O-Gram Films, Inc., dedicada a realizar cortometrajes animados basados en cuentos de hadas populares y relatos para niños». Dos años más tarde, «el estudió se declaró en bancarrota» y Disney, asolado por las deudas, «decidió trasladarse al floreciente centro de la industria cinematográfica, Hollywood». Disney: «Llegó a Los Ángeles con cuarenta dólares en el bolsillo y con una película» inacabada. Sólo eso y 23 años sobre los hombros. Esa película era su primera versión de Alicia en el país de las maravillas, basada en el libro de Lewis Carroll. Durante sus primeros años en Los Ángeles, trabajó con Margaret Winkler y con Charles B. Mitz, hasta que una discusión con este último lo obligó a separarse. De esos años son los primeros cortometrajes de Mickey Mouse y uno de sus proyectos más ambiciosos: Blancanieves y los siete enanos. Este proyecto inició en 1935 y se prolongó hasta 1937. Para entonces, el estudio se quedó sin dinero; pero gracias a un préstamo bancario concluyó exitosamente. La película se estrenó el 21 de diciembre de ese año, en uno de los lugares más emblemáticos de la época: el Carthay Circle Theater. Al finalizar la película, la ovación fue enorme. El público se puso de pie aplaudiendo y celebrando al joven director que nació en Chicago. Blancanieves fue «el primer cortometraje animado de lengua inglesa», «el primero en utilizar el technicolor» y, el más «exitoso» en la taquilla de 1938. Sólo en su estrenó generó «ingresos de 8 millones de dólares» que actualmente equivalen a «98 millones».
A partir de ese momento, la lista de largometrajes crecería muy rápidamente y, por supuesto, la fortuna del animador norteamericano. Gran parte de su «asombroso catálogo» —como dice Jonathan Lethem— sería construido con el trabajo de otros, sin reconocimiento alguno. Si buscamos en su página, no encontraremos ninguna referencia al origen de las historias; ninguna a los hermanos Grimm ni mucho menos a las tradiciones de donde vienen. Pero si son otros quienes citan a Disney, la compañía es implacable. Es bien conocido el caso del escultor Dennis Oppenheim demandado en 1992, por utilizar dos de sus más conocidos personajes: Mickey y el Pato Donald. En un artículo publicado el 16 de octubre de ese año, Oppenheim aseguró, desesperadamente, que la «apropiación» es algo que los artistas hacen. Disney lo hizo. Pero en ocasiones como ésa, no hay justificación que valga: Claire Robinson, entonces vicepresidenta de la ley de propiedad intelectual de la compañía, aseguró furibunda: «Tenemos la responsabilidad legal de defender nuestros derechos de autor, y lo hacemos de forma agresiva». Y era cierto. En medio de esa discusión, ofreció una licencia de $15 mil dólares a Dennis Oppenheim para utilizar las imágenes. El escultor rechazó la generosa «oferta».
En uno de los ensayos que componen Contra la originalidad, Jonatham Lethem llama plagio imperial a ese «acto», «peculiar y específico», de «cercamiento a la cultura libre en beneficio de un solo dueño». Lethem describe esta forma de apropiación como el uso de trabajos artesanales o artísticos provenientes del «tercer mundo», de autorías no reconocidas o de tradiciones no hegemónicas por artistas, escritores y diseñadores mucho más privilegiados. Y eso, me parece, está muy relacionado a este caso, cuya historia ya es bastante conocida. En enero, Susana Harp escribió una serie de tuits denunciando un plagio. En uno de ellos, publicó la fotografía de un grupo de mujeres de Santa María Tlahuitoltepec, vistiendo la ropa que tradicionalmente usan. A su lado, publicó la fotografía de una blusa idéntica a la de ellas, pero firmada por la «diseñadora» francesa Isabel Marant. De acuerdo a Tajëëw Díaz Robles, las diferencias entre ambas blusas eran pocas: sólo las distinguía la «tela» utilizada y los «lugares» en donde se encuentran; sin mencionar el «precio» y el «prestigio» de la marca. No había duda: no se trataba de una cita sino de un plagio. La diferencia es borrosa pero, desde mi perspectiva, la actitud de Marant está más relacionada a los proyectos de extracción de recursos naturales y culturales que, como han dicho en las redes, al espíritu juguetón e irreverente de Marcel Duchamp —el artista que en 1917 tomó y firmó un urinario.
Una característica del neoliberalismo es la privatización de activos. Bien dicen sus paladines que la privatización aumenta la competencia y, por lo tanto, el bienestar de los consumidores. Así, el Estado neoliberal tiene asignada, entre su flaca lista de tareas, la creación de nuevas áreas de competencia económica, por acción directa o por omisión y rechazo. Todo esto tiene que ver con las prácticas de acumulación en curso caracterizadas, asegura David Harvey, por un «amplio rango de procesos». Aunque esta afirmación podría ser exagerada, el «gesto» de diseñadores como Isabel Marant se relaciona a varios de ellos: a «la conversión de formas diversas de derechos de propiedad (comunal, colectiva, estatal, etc.) en derechos exclusivos de propiedad privada»; o a la mercantilización de las formas culturales, de la historia y de la creatividad intelectual. Todos estos procesos, asegura el profesor inglés, «suponen una transferencia de activos de las esferas pública y popular a los dominios de lo privado y los privilegios de clase». Definitivamente, el caso de Isabel Marant no es, ni será, el único.
En Postproducción, Nicolas Bourriaud asegura que los «artistas» llevan tiempo utilizando el hurto, el recorte y el tráfico permanente como estrategia creativa. La estrategia no es nueva, pero sí se ha robustecido en los últimos años. De acuerdo al crítico, la pregunta del arte ya no está relacionada a la creación de algo nuevo, sino a la creación con lo que ya existe. En esas páginas, el francés lanza una pregunta: «¿cómo producir la singularidad, cómo elaborar el sentido a partir de esa masa caótica de objetos, nombres propios y referencias que constituyen nuestro ámbito cotidiano?». Y respuesta podría intuirse fácilmente: descolocando los objetos, descontextualizándolos y, en ocasiones, eliminando sus elementos problemáticos. Es decir: la singularidad se produce, también, recortando los objetos y moviéndolos un poco. Los «artistas actuales programan formas antes de componerlas; más que transfigurar un elemento en bruto (la tela blanca, la arcilla, etc.), utilizan lo dado». Así: «Moviéndose en un universo de productos en venta, de formas preexistentes, de señales ya emitidas, edificios ya construidos, itinerarios marcados por sus antecesores, ya no consideran el campo artístico (aunque podríamos agregar la televisión, el cine [, la moda] o la literatura) como un museo que contiene obras que sería preciso citar o ‘superar’, no como lo pretendía la ideología modernista de lo nuevo, sino como otros tantos negocios repletos de herramientas que se pueden utilizar, stocks de datos para manipular, volver a presentar y a poner en escena». En ese sentido, la figura del dj y del websurfer que copian y pegan, son centrales en este tipo de trabajo. Pero también, la de artistas que se dedican a la pepena de objetos singulares o que podrían singularizarse aislándonos y especulando con ellos. Entonces, el trabajo de estos «artistas» es crear otros itinerarios o «recorridos originales». De cualquier forma: «Servirse de un objeto es forzosamente interpretarlo»: «el uso es un acto de micropiratería» y, siempre, conlleva riesgos. Todo depende de qué y cómo se apropian los “artistas”. Desde la literatura, Cristina Rivera Garza asegura que una «cosa es, efecto, utilizar el texto de otros para cuestionar el texto mismo y las nociones imperantes de autoridad y propiedad; y una muy distinta es utilizar el texto de otros para refrendar [esas] nociones». Por lo tanto, la autora de Los muertos indóciles utiliza el concepto de desapropiación para hablar de escrituras que cuestionan el dominio sobre lo propio y que muestran el proceso de lectura como trabajo permanente. En ese grupo, conocer la procedencia de la cita o, mejor aún, reconocer las otras autorías es indispensable; esto conlleva una postura ética y política frente al trabajo de los otros. Pero Marant, definitivamente, se encuentra en el grupo opuesto: en el de la apropiación cultural que descoloca una prenda de propiedad colectiva, insertándola en el ámbito de la propiedad privada: sólo veamos el precio de la blusa y pensemos en el «flujo de ingresos» económicos y de otros capitales. La blusa de Marant cuesta 290 doláres (4440.0885 pesos) y una blusa hecha en Tahuitolepec alrededor de 500 pesos. No todo se trata de dinero, es cierto, pero en este caso es un problema importante.
Citando a Marx, Harvey, en «El arte de la renta», recuerda el ejemplo del viñedo: aquel que produce un vino de excepcional calidad que puede venderse a un precio monopolista. «El precio crea la renta.» Una de las contradicciones del concepto —asegura el geógrafo— está relacionada a la excepcionalidad o particularidad de las mercancías: ningún producto está al margen de la «reproducción» y «comparación», y por lo tanto, del «cálculo monetario». Mientras más se comercializa algún producto, o mientras más se visita algún sitio arqueológico, menos excepcional parece. Y algo parecido sucede con la ropa. La comercialización destruye la excepcionalidad y particularidad de algo. La blusa de Marant es excepcional pues su referencia no proviene del mismo ecosistema cultural: no es parte de las tendencias constantemente citadas y manoseadas por otros diseñadores. Si es excepcional esa blusa es porque su «referencia» está lejos: en otro lugar, pero también en otro sistema de producción, distribución y consumo de menor escala, ajeno a los públicos y a los escaparates utilizados por la marca francesa. Descontextualizada, la blusa parece un producto del genio de una persona. ¿Bastaría con que Isabel Marant citara la procedencia de la blusa? No lo creo. Su capital social y cultural, sumado a la infraestructura con que cuenta, le permitiría mantener el monopolio. Santa María Tlahuitoltepec es un pueblo mixe, ubicado en la zona oriente de la sierra norte del estado de Oaxaca. Como recuerda Tajëëw Díaz, es un lugar conocido, entre otras cosas, por el Centro de Capacitación Musical y Desarrollo de la Cultura Mixe (Cecam), y por varios músicos que estudiaron en ésas y en otras aulas. Hace no muchos años la Banda Regional Mixe (ReMixe) nos hizo bailar a muchas personas.
El plagio de una blusa de Santa María Tlahuitoltepec —y su eventual producción, distribución y consumo a mayor escala— abre preguntas sobre su protección y uso. Sé que existen numerosas leyes y convenciones internacionales al respecto, pero me preguntaba si, en casos como éstos, en los que la «propiedad» es «comunal», «colectiva», se podrían utilizar licencias similares a las del software libre: es decir, licencias que permitan conservar, como dice el irreverente y luminoso Wu Ming, la génesis social de la prenda y su continuo desarrollo. ¿Sería eso posible?, ¿convendría extender la discusión ante más casos de plagio imperial y de cercamiento a este tipo de comunes culturales?
PD: Viendo mucho más cuidadosamente la colección primavera-verano, de la línea Étoile, de Isabel Marant, podría asegurar que son más numerosos los robos, o las citas sin atribución. En muchas de sus prendas resuenan, por ejemplo, gabanes y morrales, y diversas soluciones textiles, utilizadas en muchos lugares del estado de Oaxaca.