Pornocultura, la disolución de la ilusión

Titulo: Pornocultura. El espectro de la violencia sexualizada en los medios
Autor: Naief Yehya
Editorial: Tusquets
Lugar y Año: México, 2013
Si a la modernidad llegamos cuando las luces estaban apagadas, en una función de cine, según Octavio Paz, entramos en el salón a oscuras del momento histórico en el que vivimos sin darnos cuenta de que estamos al final de una orgía (Baudrillard). Los cuerpos y los discursos se confunden, la vista y la mente se nublan en una amalgama sensorial que no sólo ocupa nuestra piel sino que satura los pensamientos al punto del frenesí o el pasmo. La consecuencia del exceso. La civilización contemporánea disuelve las ilusiones al hacer evidente lo obvio y exhibir lo íntimo: ¿vivimos en un estado pornocultural?
Leí a Naief Yehya (Ciudad de México, 1963) hace dos décadas: relatos en revistas. La pornografía, los cuerpos trastocados y la creación de otras identidades a partir de la tecnología son sus temas. Sus libros recientes profundizan en estos tópicos tanto en ensayos –Pornografía. Obsesión sexual y tecnología (Tusquets, 2012) y Pornocultura. El espectro de la violencia sexualizada en los medios (Tusquets, 2013)– como en los relatos de Rebanadas (Conaculta, 2012).
Pero es en Pornocultura donde el autor comparte una visión más profunda sobre este fenómeno poco estudiado en Latinoamérica y donde argumenta que socialmente vivimos un momento en el que, además de las imágenes hipererotizadas de la pornografía y de la ejecución de personas, de guerras que han ocupado espacios en medios de comunicación del mundo, también han permeado hacia otras esferas sociales y culturales acelerando la narrativa propia del género, las maneras de mostrar lo antes oculto y cierta insensibilidad provocada por la exposición permanente a imágenes que por grotescas parecieran superar lo real, pero son lo irreal y lo cotidiano. No se aventura a conclusiones sobre un fenómeno social que sucede ni avizora un futuro, ni propone alivios o recomendaciones, lo cual se agradece. En cambio, expone metódica, ordenada y documentadamente, con una estructura advertible en la sucesión de capítulos, lo que considera una característica de las sociedades actuales.
Sin pretensiones filosóficas o académicas, las reflexiones reunidas en Pornocultura coinciden con las de pensadores como Paul Virilio, Zygmunt Bauman y Jean Baudrillard, quienes argumentan que vivimos tiempos de reordenamientos sociales, económicos y políticos que alteran la vida privada de las personas. Amores líquidos, sexualidades trastocadas, maneras voraces de producir, consumir y destruir identidades son algunas de la características en las que coinciden estos autores.
Un argumento al que Yehya dedica varias páginas es la incapacidad catártica que las imágenes pornográficas comunes a principios del siglo XX (y hasta antes del surgimiento de internet) tienen en los consumidores actuales. Ya no es la pornografía el territorio de la transgresión. Toman su lugar “las representaciones de la muerte”: ejecuciones de cárteles, torturas a presos de guerra o el porno cada vez más extremado en el sadismo, ocupan virulentamente el espacio de la red en una mixtura macabra.
Si bien destaca el orden del libro, la premisa, basada en el registro descriptivo de una serie de videos o películas pornográficas que exhiben distintos grados de violencia, sometimiento y humillación para mostrar el paisaje del porno al lector, se extiende casi hasta el tedio. No lo grotesco sino la repetición del porno pesa durante las primeras casi 200 páginas. Las descripciones de las películas construyen un gran políptico de lo mismo. Quizá a partir del capítulo siete, La gran estafa del snuff, el ritmo de argumentación se acelera hasta el cierre.
El autor advierte al lector sobre Un final sin propuestas, sin embargo, varias de sus aseveraciones, si bien no son conclusiones, arrojan luz sobre las formas de consumo actuales. Sin embargo, si el argumento principal para la instauración de un estado pornocultural es la mezcla de los discursos y la extensión de un determinado dominio cultural hacia otras esferas de la vida, podríamos decir que la sociedad está politizada o estetizada, siguiendo a Baudrillard en La transparencia del mal: “Se nos ha impuesto la ley de la confusión de los géneros. Todo es sexual. Todo es político. Todo es estético. A la vez. Todo ha adquirido un sentido político, sobre todo a partir de 1968 […]. Al mismo tiempo, todo se ha vuelto sexual, todo es objeto de deseo […]. Al mismo tiempo, todo se estetiza: la política se estetiza en el espectáculo, el sexo en la publicidad y el porno, el conjunto de las actividades en lo que se ha dado en llamar la cultura, especie de semiologización mediática y publicitaria que lo invade todo. —el grado Xerox de la cultura” (pp. 15,16).
¿Vivimos en una pornocultura? Tal vez, más bien, en un tiempo de disolución de las ilusiones en el que la pornografía es una parte más del discurso que obnubila y a la vez refleja nuestra sociedad contemporánea.