Por las noches algunos animales bípedos se salen del corral y se meten a las casas.
Para llegar a El Rayo teníamos que agarrar la carretera estatal 16. La única parada que se hacía desde que uno sale de Cuauhtémoc, es en Rubio. En la mayoría de los costados de los cuarenta y un kilómetros entre Cuauhtémoc y Rubio solo se divisan puros comercios menonitas, y alguno que otro establecimiento que no tiene que ver con la siembra o el ganado. Gran parte de esas enormes bodegas con techos de zinc a dos aguas, y que replican las fachadas de sus viviendas familiares, guardan y muestran maquinaria agrícola (segadoras, desgranadoras, motocultores, tractores, etc…). Cualquier cosa que uno imagine que sea útil para el trabajo en la labor, los güeros las venden.
Cuando llegamos a Rubio, le pregunté a mi patrón, Don Gildardo, por qué se le llamaba Rubio al lugar que se anunciaba en un letrero verde con letras blancas como Bienvenidos a Álvaro Obregón. Solo sacó su mano por la ventana de la troca, señalándome las banquetas y los negocios. Puro menón en todas partes. De vez en cuando, en algún alto, si había transeúntes muy cerca, se lograba distinguir algo parecido al alemán articulándose debajo de sus cachuchas y sombreros. Después, por otros cuarenta kilómetros se ven desplegadas las huertas menonitas hasta donde alcanzan los ojos. Algunas de sus casas utilizan táscates dispuestos como cercas para delimitar lo que sea que les diga su texto anabaptista.
En ese momento yo tenía diecisiete años y no sabía que iba a pasar los próximos seis meses yendo y viniendo por esa carretera. El último campo menonita antes de agarrar la desviación de terracería para el Rayo, y en realidad el último de la Colonia Swift Curren, y de aquella parte de Chihuahua, y de México, era el 117. Y de ahí varios kilómetros hacia adentro de la sierra para llegar al rancho, dejando ver una montaña que, en un principio, de tan lejos solo era una masa azul enorme, como si fuera un mar volteado, pero que cada diez minutos iba agarrando otros colores, hasta mostrar en la mera cima, una uña de color blanco que se resiste a reconocer otra estación que no sea el invierno, a pesar de que la primera vez que nos conocimos fuera marzo.
El trabajo consistía en hacer pacas de pastura de avena, subirlas a una traila e irlas a vendérselas a los menones. Yo, junto con otros cuatro bigotones pasábamos cada semana entre rectángulos amarillos y ratas de campo, comiendo caldo de cola, pan de levadura con salchicón Chimex, frijoles con queso y tortillas de harina con sal y mantequilla. Cuando bebíamos, la mayoría de las veces, tomábamos sotol que siempre se vendía en botellas de Coca Cola de dos litros y algunos contaban historias sobre haber estado en la cárcel, sobre armas cortas y largas que alguien trajo de Arizona, sobre haberse ido del pueblo a trabajar al Chuco y haber sido deportado, sobre juntar el chivo para la señora y sobre lo callado que era el mundo en esa orilla de la sierra de Chihuahua. Ya no recuerdo exactamente por qué acabé en aquella orilla con esos hombres que parecían haber conocido el futuro, y que de tanto haberle aprendido sus mañas, habían decidido renunciar a él para vivir un poco más tranquilos. O eso era lo que pensaba. Hoy más bien los recuerdos tristes o, en todo caso, indiferentes con lo que sea que habían dejado, sin saber si aún los esperaban de regreso.
Una noche, después de hacer el último encargo de la semana, Hans, quien había comprado setenta pacas de pastura, nos invitó unas cervezas. Yo pensé que los menones no bebían. Pero al parecer cierto sector de los menonitas comenzaba a distanciarse de su ortodoxia religiosa, adoptando nuestros pecados. Bebían hasta tropezarse la boca y el caminado, usaban celulares, y cometían actos lascivos y adulterio, aunque esto último no más lo sé de habladas.
Hans borracho hasta combinar inglés, español y plautdietsch, tratando de decir lo que sea, en algún momento dijo que era una lástima que no fuéramos blancos como él, porque de otra forma, nos invitaría a un lugar al que solo los menones, y, obviamente, los narcos de Bachiniva tenían acceso. Por como lo narraba, ese lugar era una cabaña en medio de la sierra, donde había, según Hans, mujeres hermosas que hasta venían desde del fin del mundo, dispuestas a complacerte si contabas con la cantidad dólares adecuada, de lo contrario, solo te dedicabas a mirar, a beber, y quizá, si la noche lo apremiaba, también atacarte algo de coca.
Antes de irnos, me di cuenta de que, desde la ventana de la casa de Hans, dos mujeres se asomaban. Don Gildardo le pregunto a Hans que si no pensaba invitar a su esposa a convivir con nosotros. Esa pregunta, más allá de apelar por la convivencia, era una nítida muestra de burla de parte de un señor a hacia otro señor que ya traía la lengua bien amarrada. Sin embargo, a pesar de las risas, Hans respondió, como pudo, que las mujeres y los hombres no pueden convivir a menos que sea por trabajo o para ir a la iglesia o estando dentro de sus casas. Y que mucho menos, ellas debían estar cerca de hombres de fuera de la colonia. Cuando nos subimos a la troca, vimos a Hans zigzaguear hasta el porche de su casa. Alcancé a ver por última vez la cara de las dos mujeres viendo como nos íbamos. Cuando Hans estaban a unos metros de la puerta, cerraron rápidamente la cortina. La única luz que se miraba en el cuarto también se cerró.
Ya arriba de la troca, viendo como los dos faros en altas abrían la niebla del camino de la granja de Hans hacia el rancho, me imaginé a una mujer japonesa (porque para mi en ese momento era la parte más lejana del mundo), medio vestida, fumándose un cigarro, sentada sobre una paca de pastura, mientras hombres vestidos igual que Hans salían de una galera llena de humo, quitándose el sombrero cuando pasaban al lado de ella, diciendo cualquier cosa en alemán bajo. Y ella, que había venido desde el fin del mundo, solo esperaba su turno para bailar, en otro sitio que, para ella, obviamente, también era el fin del mundo. Desde la galera también salían versos de Flor de Capomo o quizá era lo que sonaba en la troca. Ahora no lo recuerdo muy bien.
Tú, mi chiquita,
finge no mirarme,
ponte muy contenta
porque estoy aquí…
Esa escena con Hans no la había recordado, al menos no con la misma meticulosidad hasta que leí la contraportada del libro de Miriam Toews después de salir del baño de un Sanborns, y husmear entre los anaqueles de la tienda. Luego de revisar la descripción de la novela, que no utilizaba ningún eufemismo para hablar del contenido del libro (abusos y violaciones a mujeres de una comunidad menonita en Manitoba, Bolivia), apareció como una pared de ladrillo sin terminar, frente a la sección de novelas, un yo de diecisiete, sobre la caja de una troca RAM, yendo por una vereda de terracería rumbo al campo menonita 117. Pagué el libro, compré unos chicles Trident azules, y busqué mi cubrebocas también azul para ir por una banqueta hacia un lugar que no tenía nada que ver con menones, ni con casas sin luz a mitad de la sierra.
Ellas hablan es una novela que más bien podría funcionar como una obra dramática por la forma en que se presenta desde el inicio. Primero, una acotación, o una nota introductoria donde Toews describe que lo que está apunto de leerse está suscrito a hechos ocurridos en una comunidad menonita llamada Manitoba en Bolivia.
Acotación:
Entre 2005 y 2009, en una remota colonia menonita de Bolivia llamada Manitoba, como la provincia canadiense, muchas mujeres y niñas se levantaban por la mañana doloridas y con sensación de modorra, sus cuerpos amoratados y sangrantes, como consecuencia de haber sido agredidas por la noche. Estas agresiones se atribuyeron a fantasmas y demonios. Ciertos miembros de la comunidad eran de la opinión de que o Dios o Satán estaban castigando a las mujeres por sus pecados; un grupo muy numeroso las acusaron de mentir para llamar la atención o encubrir adulterios: hubo incluso quienes creyeron que era todo fruto de la viva imaginación femenina. Con el tiempo se descubrió que ocho hombres de la colonia habían administrado anestésico para animales a sus víctimas para dejarlas inconscientes y así poder violarlas.
Después introduce a los personajes. Estas mujeres participan en asambleas realizadas en la Colonia Molostchna entre el 6 y 7 de junio para decidir cómo proceder frente a las violaciones realizadas por hombres de la comunidad menonita.
Personajes:
El secretario de las asambleas August Epp.
Las Loewen.
Greta, la de más edad.
Mariche, la hija mayor de Greta.
Mejal, otra hija más joven de Greta.
Autje, una hija de Mariche.
Las Friesen.
Agata, la de más edad.
Ona, la hija mayor de Agata.
Salome, otra hija más joven de Agata.
Neitje, una sobrina de Salome.
Cuando dije que era como una obra de teatro es porque la relatoría de las actas recrea los diálogos de las asambleas, y a su vez, en ciertos momentos, el secretario August Epp, narra y contextualiza costumbres y escenas de la vida en la Colonia a modo de acotaciones propias de la narraturgia. La preocupación general del libro es una búsqueda por recrear las conversaciones de las mujeres donde cada una de las participantes da su opinión o discute sobre qué acciones tomar a partir de la situación en Molostchna. En este cruce, entre diálogo y contexto, hay también una aproximación de lo que muchas veces se explora en el teatro documental, donde, a pesar de que exista cierto grado de ficcionalización, las marcas concretas de una situación real y denunciada públicamente, se reproducen para reflexionar en todas sus posibilidades, elementos que se perderían al restringirse únicamente a la nota periodística.
El texto asume completamente las dimensiones del titulo cuando se pone en evidencia el detenimiento y rigurosidad con que las mujeres de Molostchna determinan, no solo sus diferencias en tanto que unas prefieren perdonar a los hombres de la comunidad y otras prefieren pelear contra ellos, sino que su pertenencia a la Comunidad se ve cuestionada, pues de no perdonarlos serían excomulgadas y por decreto religioso, su derecho al cielo les sería negado. Consecuentemente, la dimensión ética y teológica de lo que implica la identidad de una mujer menonita se expone en cada uno de las actas. Ona Friesen, una de las mujeres que acude a la asamblea pregunta ¿acaso es perdón verdadero el perdón que se otorga por coacción?, ¿ no es la mentira de fingir perdonar con palabras pero no de corazón un pecado mayor a que simplemente no perdonar?¿ no podría Dios conceder una categoría que contemple la violencia contra los hijos propios un acto tan imposible de perdonar para un padre o una madre que Dios, en Su sabiduría, asumiría en exclusiva la responsabilidad de tal perdón?
Este libro, además de ser un testimonio de una situación de abuso y violencia, y de documentar la vida y costumbres de una comunidad religiosa tan cerrada como la menonita, también se sostiene en otra preocupación. Una que discute las posibilidades de la novela, o más ampliamente, de la narración en el sentido clásico que propone ir de principio a fin para terminar la historia. Aquí, no es la resolución del conflicto lo que importa en términos de la novela, sino todo el entramado dialógico que tiene a su vez, proximidades con el ensayo. Ellas hablan no termina porque las páginas escritas por Toews acaben. En la reproducción de la oralidad de una comunidad de mujeres que no saben escribir ni leer, algo se inaugura.
Hace algunos años comencé a mirar a más menonitas vestidos sin sus ropas tradicionales. Cada vez más su hermetismo se disipa. He sabido de algunos que van a la universidad. He sabido de otros que se casan con gente de fuera de las colonias y se mudan a Cuauhtémoc o a la capital del estado. Cada vez están más cerca del español. Cada vez están más cerca de nuestros pecados. Parece que en Manitoba, Bolivia se los han aprendido completamente.