Las palabras y las cosas de Michel Foucault
Mi proyecto de lectura del corto mes de febrero fue releer Las palabras y las cosas de Michel Foucault. No fue un proyecto sencillo. El libro de casi cuatrocientas páginas es una exposición sumamente compleja, escrita en un lenguaje tanto técnico como poético, cuyo argumento se va desarrollando lentamente. Foucault no revela con claridad cuál es su argumento desde un inicio. Hay que encontrarlo entrelazando las escenas que va dibujando, pincelada a pincelada. Tuve que forzarme a leer como leía antes: por placer, con el gusto de descubrir en cada página algo nuevo, sin buscar el corazón de la proposición teórica para digerirlo rápidamente. Las palabras y las cosas se lee como una novela policiaca en la que poco a poco se va aclarando el misterio que se presenta al inicio del texto: ¿por qué la risa sacudió a Foucault cuando leyó “El idioma analítico de John Wilkins” en donde Borges habla de la enciclopedia china que divide a los animales y enlista las extrañas categorías de forma alfabética?
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Leo a Foucault en medio de la invasión de Rusia a Ucrania. He tenido pesadillas recurrentes y no dejo de actualizar la página de las noticias. ¿Cómo un hecho tan lejano afectó tanto mi precario balance? Había enterrado en la memoria las otras imágenes de la primera guerra televisada que presencié, la invasión de los Estados Unidos a Afganistán. Los bombardeos, los reportajes, verlo todo en la televisión. Y siempre la fuerza del imperio. Y ahora, se supone que debemos de seguir con la vida, sin más, solo preocupándonos de que pagaremos más por la gasolina. Mis pesadillas se van pintando de guerras con pasajes de los sistemas clasificatorios de las ciencias humanas y con mi empecinado intento de aprehender cómo es que la modernidad llegó a desmentir de forma tan radical las verdades ideológicas de las epistemes anteriores. En mis sueños, aparecen las enciclopedias chinas al lado de tanques de guerra y hombres bailando en el Kremlin junto a la Justine de Sade. La escritura es tanto testimonio como terca resistencia ante los acontecimientos que modifican de forma abrupta el orden de las cosas. Escribo para conjeturar, para procesar, para sobrevivir.
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El título original del libro que Foucault publicó en 1966 era El orden de las cosas (mismo que se mantuvo en ediciones en otros idiomas), que el autor tuvo que modificar por cuestiones editoriales. Las palabras y las cosas tiene como subtítulo el tema del libro: una arqueología de las ciencias humanas. Cuando Foucault habla de una arqueología de las ciencias humanas no debemos imaginar una excavación arqueológica que va “desvelando” los misterios de las civilizaciones extintas, mientras un arqueólogo con gorro, chaleco beige y guantes desempolva artefactos y huesos bajo el inclemente sol. No es una arqueología que busque el arché, el origen de las cosas. La arqueología de Foucault es un intento de separarse de la manera de historiar de la modernidad. Le interesa localizar y analizar no las figuras excepcionales, no los autores, no los eventos y años clave, sino las formaciones discursivas, en un estudio y descripción sistemática del discurso y de sus objetos. El suelo que excava Foucault no es la tierra, sino el suelo del pensamiento, la arena que va configurando la forma en que ordenamos, la rejilla a través de la cual vemos las cosas. Foucault es un arqueólogo de todo lo que damos por sentado, de lo que pensamos que es obvio y cierto. Con pico y pala, en cada línea, va revelando los huesos del pensamiento, documentos de las formas de pensar.
La arqueología de Foucault se aproxima a la historia del pensamiento lejos del espíritu de Marx o de Hegel, en donde la historia sería una suerte de proceso colectivo y de acumulación. Foucault se aproxima al pasado como si tuviera en sus manos un caleidoscopio que contiene fragmentos discretos. En cada vuelta, los cristales se reacomodan y van revelando un patrón, establecido por el azar. Cada episteme o forma de ordenar los saberes es un giro del caleidoscopio que crea un nuevo patrón. No hay una lógica interna ni una norma universal y por lo tanto no hay un propósito ulterior o “progreso” lineal. Cada episteme autoriza “la nueva relación que a través de ella se establece entre las palabras, las cosas y su orden”.
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¿Nos será posible ser menos ciegos ante nuestro propio caleidoscopio? ¿Cómo analizar los órdenes que han surgido ya cincuenta y cinco años después del libro de Foucault? El orden mundial rápidamente cambiante, una pandemia, guerras continuas y crisis de refugiados, la voracidad de la tecnología y las promesas del capital. ¿Cuál es la relación entre las palabras, las cosas y su orden, hoy? Nos hace falta la lucidez de Foucault para acallar las interminables opiniones y explicaciones hoy ubicuas por la democratización de los medios, por las redes. Nos hace falta alguien que se eche un clavado en el archivo y que duerma en la biblioteca para poder desenterrar el orden que no vemos en nuestro caleidoscopio, ciegos como estamos de tan acostumbrados a ver las mismas figuras, desde la misma perspectiva. Nos hace falta tiempo para poder en retrospectiva pensar, no ya en la voracidad del instante fugaz, el impulso hacia el consumo y la producción del pensamiento.
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Las palabras y las cosas se publicó en 1966 y el libro fue un sorpresivo bestseller en Francia. La primera edición se agotó rápidamente. Desde entonces el libro se ha traducido y editado en decenas de idiomas y se sigue reimprimiendo en todos ellos. Ya en 1961 Foucault había publicado el libro que lo dio a conocer, la Historia de la locura en la época clásica, pero no fue sino hasta la publicación de Las palabras y las cosas que Foucault consolidó su método, que después sería objeto de su libro más teórico, La arqueología del saber (1969).
En Las palabras y las cosas Foucault traza tres epistemes y describe las formas de ordenar las palabras y las cosas en tres momentos históricos. La invención del hombre como objeto del saber humano es lo que busca desempolvar de los archivos. La búsqueda comienza por el siglo XVI, la episteme del renacimiento, en donde el lenguaje se rige por un sistema de semejanzas. En esta episteme se privilegia el método de los comentarios e interpretaciones, pues se trata de buscar las similitudes: “Conocer las cosas es revelar el sistema de semejanzas que las hace ser próximas y solidarias unas con otras”.
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Pero hay un quiebre en el orden de las semejanzas. Foucault llama a estos quiebres o discontinuidades “acontecimientos” que se reparten “sobre toda la superficie visible del saber y cuyos signos, sacudidas y efectos pueden seguirse paso a paso”. La tarea del arqueólogo es recorrer el acontecimiento según se va disponiendo y manifestando, pues en ese recorrido quedará claro “cómo las configuraciones propias de cada positividad se modifican”. Esto nos dice más sobre la tarea del arqueólogo foucaultiano: busca esos momentos no en donde todo funciona y opera sin dificultades, sino esos momentos o acontecimientos en donde las configuraciones se modifican, los roles cambian, las formas de pensar dejan de ser evidentes. Es un detective de los archivos que busca los signos y huellas de los acontecimientos en textos y documentos. Busca las borraduras, lo que deja de funcionar, las nuevas positividades. Lo que está a plena vista pero nadie se detiene a analizar.
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En el siglo XVII y XVIII el racionalismo altera la forma de conocer de la semejanza y modifica la episteme de la cultura occidental cuando comienza a privilegiar un análisis que remite toda medida (toda igualdad o desigualdad) a una puesta en serie que hace aparecer las diferencias como grados de complejidad. Para poder analizar el cambio, Foucault decide centrarse en tres áreas del conocimiento en donde se evidencia el cambio: la teoría del lenguaje, de la clasificación y de la moneda. Es decir, se centra, para traer a la luz la ruptura y el cambio, en el estudio de la gramática general, de la taxonomía de los seres vivos (la historia natural) y el análisis de las riquezas. Estas tres formas de ordenar los saberes son los precursores de lo que ahora conocemos como la filología, la biología y la economía política. En esta episteme clásica se analizaba y establecían sistemas de signos y un cuadro de identidades y de diferencias cuyo centro era la nomenclatura y la taxonomía.
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La figura que rompe con la episteme del renacimiento es el Quijote y la figura que rompe con la episteme clásica del racionalismo son las libertinas de Sade. Quizás sea la enciclopedia china de Borges la que rompe con la episteme clásica y hace visible la episteme moderna. Llevan hasta sus últimas consecuencias sus sistemas de ordenar y clasificar las palabras y las cosas. Las figuras literarias son el testimonio más visible de los cambios. Esta hipótesis no es inocente: la literatura es uno de los campos en donde las palabras pueden ser las cosas, en donde el orden se modifica con consecuencias diferentes a las que habría en otros saberes. Necesitamos las representaciones para poder reconfigurar los saberes. La imaginación reconfigura los discursos.
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A finales del siglo XVIII y a principios del siglo XIX hay una discontinuidad que irrumpe en el cuadro de las identidades y que modifica una vez más el panorama. Surge la analogía y la sucesión que relacionan organizaciones distintas y la Historia impone sus leyes al análisis de la producción, de los seres organizados y de los grupos lingüísticos. Esta es la positividad en la que, según Foucault, todavía nos encontramos hoy en día. A partir del siglo XIX se definen los saberes que nos son contemporáneos, la episteme moderna, que define las llamadas “ciencias humanas” que también vienen acompañadas del nacimiento de otros saberes y órdenes como la literatura, la historia, la psicología, la etnología, el psicoanálisis, entre otros. En esta episteme cada positividad tiene la “filosofía” que le conviene: “la economía la de un trabajo marcado por el signo de la necesidad, pero prometido finalmente a la gran recompensa del tiempo; la biología, la de una vida marcada por esa continuidad que solo forma los seres para desatarlos y que se encuentra liberada por ello mismo de todos los límites de la Historia; y las ciencias del lenguaje, una filosofía de las culturas, de su relatividad y poder singular de manifestación”. Las dos grandes formas de análisis de nuestra era son interpretar y formalizar. Según Foucault, interpretamos los hechos y gran parte de las ciencias. Usa la formalización para deducir y elaborar sobre cierto número de datos, en complejos sistemas axiomáticos.
Es en esta episteme en la que el hombre se vuelve por primera vez pensable. El humanismo del renacimiento, el racionalismo de los clásicos, pudieron muy bien dar un lugar de privilegio a los humanos en el orden del mundo, pero no habían podido pensar al hombre. Y no es coincidencia, entonces, que en la modernidad y en el siglo XX hayan surgido tantas teorías que piensan la finitud y manifiestan el fin de la metafísica. En los años sesenta en que Foucault escribía, se proclamaba a diestra y siniestra el fin de la metafísica y el peor insulto para un pensador era llamarlo “metafísico”. Lo que Foucault traza es una genealogía mucho más larga de esta tendencia, lo cual revela que el hombre como objeto del pensamiento se ha vuelto recientemente pensable y es un suceso discursivo que autoriza la episteme moderna. Es decir, el hombre aparece en las ciencias humanas (que para Foucault no son ciencias) como un objeto solo en la modernidad, en donde se disputan los avances metafísicos y manifiestan el fin de la metafísica, que es producto del propio pensamiento occidental.
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Uno de los libros más claros y útiles (aunque es sumamente parcial) sobre Foucault es el Foucault de Gilles Deleuze. A diferencia de las polémicas abiertas que entablaron Jacques Derrida (quien deconstruyó por completo la base de Historia de la locura en la época clásica en su ensayo “Cogito y la historia de la locura”) y Jean Baudrillard (que criticó a Foucault en su libro titulado Olvidar a Foucault), Deleuze ofrece, antes que nada, una lectura general de la obra de Foucault. Una de las afirmaciones que más me gustan, aunque puede ser leída como una provocación, es la siguiente: “Quizás el efecto de ese positivismo rarificado, a su vez poético, sea reactivar en la diseminación de las formaciones discursivas o de los enunciados una experiencia general que siempre es la de la locura, y en la variedad de las posiciones en el seno de esas formaciones, un emplazamiento móvil que siempre es el de un médico, el de un clínico, el de un diagnosticador, el de un sintomatologista de las civilizaciones”. La afirmación de Deleuze me permite proponer que Foucault es un pensador poético cuya labor es leer los síntomas del discurso occidental, siempre en movimiento.
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Escribo en el último día de Febrero de 2022. Sigue la guerra en otro continente y las matanzas en mi país. La incertidumbre es la misma. Mis pesadillas se amueblan con nuevos seres y situaciones cada vez más monstruosas. Ayer acabé finalmente Las palabras y las cosas. El libro concluye con una angustiante imagen poética: “El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin… podrá apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”.