Tierra Adentro
Bogotá. Vista desde carretera a La Calera.

Escribir la crónica de la calle que más conocemos es una tarea difícil. Es lo que sucede cuando se intenta hablar de la complejidad de Carrera Séptima, una avenida emblemática que recorre de nortea sur la zona oriente de Bogotá. Desde el principio, nos cuenta Daniel Ferreira, el camino que recorre Carrera Séptima es un punto crucial para la historia social de Colombia: conocida anteriormente como la Ruta de la sal, esta avenida ha sido escenario de liberación, comercio, atentados y revueltas.

 

VIAJEROS

A todos los viajeros de la primera mitad del siglo XX que vinieron a Colombia, Bogotá les pareció una ciudad ensopada y deprimente. Burroughs culpaba a las paredes sin color, a las gabardinas que se ensimismaban y al aire prístino que penetraba hasta los huesos. Pero quizá el resultado de esta perturbación se debiera al efecto estomacal del Yagé y al hecho de haberse quedado sin cheques de viajero, sin fondos, y, por tal razón, no contar con un prostituto local, apasionado y fogoso, como confesaba por carta a su amigo Allen Ginsberg.

Querido Al:

Bogotá está situada en una planicie alta rodeada de montañas. La hierba de la sabana es de un verde claro, y aquí y allá se levantan sobre la hierba monolitos negros precolombinos. Es una ciudad de aspecto lúgubre y sombrío. El cuarto del hotel es un cubículo sin ventanas (en América del Sur, las ventanas son un lujo), con tabique de madera prensada, color verde y una cama demasiado chica.

Durante largo rato estuve sentado en la cama paralizado por la depresión. Luego salir al aire frío enrarecido para tomar algo, dando gracias a Dios por no haber venido a parar a esta ciudad enfermo por el opio. Tomé algunas copas y regresé al hotel donde un camarero feo y maricón me sirvió una comida que no valía gran cosa.

Al día siguiente fui a la universidad en busca de datos sobre el Yagé.

Christopher Isherwood, un poco más optimista que el anterior —porque viajaba acompañado por su amante, el fotógrafo William Caskey, se alojó en el Hotel Astor y tuvo de guía un cachaco (Arturo) que lo paseó por la ciudad de mostrar (Chapinero,Candelaria) y por recomendación de un antioqueño, Emilio, conoció a los dueños de El Espectador y sus reporteros estrella Eduardo Zalamea y José Salgar—, notó algo que los demás viajeros nunca consignaron: Bogotá era una ciudad acústica, donde todo se oía con nitidez.

Quizá señalaba con ello que el ruido del parque automotor y la producción industrial era mínimo en la época, y que la cortina de los cerros orientales era el telón de fondo de una ciudad aún pequeña y ensimismada como una oreja eufónica.

Algo curioso que señaló Isherwood es el volumen de librerías que había a lo largo de la Carrera Séptima en el año 47. Quedó tan impresionado, que el cronista reprodujo un sofisma que campeaba ya desde entonces: “Hasta los lustradores de zapatos leen a Proust”.

Un paseo por la ciudad ayer por la mañana, corrigió muchas de nuestras  primeras impresiones negativas. El aburrimiento de la ciudad es sólo de los suburbios; el centro de la ciudad está lleno de carácter y de contrastes […]

Bogotá es una ciudad de conversaciones. Al caminar, hay que bordear constantemente parejas o pequeños grupos, concentrados en animadas charlas. Algunos, incluso, se paran en mitad de la calle, deteniendo el tráfico. Suponemos que discuten sobre todo de política. Los cafés viven también repletos; y todo el mundo tiene un periódico, para citarlo o simplemente blandirlo en el aire.

En ninguna otra parte he visto más librerías. […] Bogotá, por supuesto, es famosa por su cultura. Hay un decir, mencionado, creo, por John Gunther, según el cual hasta los pequeños limpiabotas citan a Proust [Marcel Proust].

Así era la “Atenas Suramericana” de mediados de 1940. La triste realidad era que 50% de la población adulta del país estaba sumida en el analfabetismo, una élite gobernaba a la nación desde los barrios coloridos de la ciudad, y la debacle del partidismo estaba a la vuelta de la esquina. Para el prólogo a la compilación en libro de sus notas de viaje, Isherwood escribe:

Este libro se basa en las notas que tomé en mi diario, día tras día, a lo largo de nuestro viaje. Al reescribirlas he modificado tres o cuatro nombres y ocultado las fuentes de buena parte de la información para no comprometer a algunas personas que en su momento fueron lo bastante generosas como para hablarme con franqueza, y hasta con indiscreción. Como no deseo aprovecharme de una ventaja a posteriori he preferido dejar intactos, tal como los anoté en su momento, mis comentarios sobre el doctor Jorge Eliécer Gaitán. Tengo la esperanza de que no parezcan ahora poco delicados ni ofensivos considerando no sólo su trágico asesinato el 9 de abril del pasado año en Bogotá, sino también los actos de violencia que desencadenaron.

A veces lo que ocurre en un día es suficiente para que cambie todo: una vida, un país, una civilización. El arquitecto francés Le Corbusier, en la edad provecta, tuvo a su cargo un proyecto urbanístico para la transformación de Bogotá. La conclusión de su estudio era que había que demoler prácticamente todo el centro para levantar una nueva capital sobre los basamentos, porque Bogotá era inviable, imposible, desordenada, caótica. Las ruinas del Bogotazo permitieron la transformación del centro, sobre las fachadas de la Carrera Séptima entre Plaza de Bolívar y Calle 19 que fueron incineradas por la turbamulta. Debemos a este magnicidio, el de Gaitán, alrededor de ciento noventa mil muertos de la llamada Violencia Bipartidista (1948-1966), y la transformación radical del centro de Bogotá.

Placa conmemorativa asesinato Nicolás Neira, Carrera Séptima.

Placa conmemorativa asesinato Nicolás Neira, Carrera Séptima.

 

MIGRAR

Vivo en Chía: un pueblo convertido en suburbio de la metrópoli. Calculo que he caminado alrededor de mil kilómetros gastando suelas de zapatos sobre el mismo eje de la Carrera Séptima. Ahora creo que la vida urbana se parece a la vida de un hámster: dar vueltas y vueltas en el mismo cubo de vidrio mientras somos observados o servimos a un experimento que consiste en producir dinero para la sociedad, para que se mueva el sistema, o como dice la oración patria: “para que Colombia sea grande, respetada y libre”.

Cada época tiene sus mitos, sus urgencias, su velocidad. Nueva York en Lovecraft es veloz y oscura. París en Hemingway tiene el cielo de Van Gogh y huele a vino. La Habana en Cabrera Infante es un gran cabaret. Berlín en Joseph Roth es acero y piedra y hormigón y guetos, una anticipación de la guerra.

La ciudad no son sus edificios, sino lo que le ocurre a la gente que vive en ellos en determinada época. Mi ciudad no es la misma ciudad de un amigo poeta que recorre las mismas calles que yo recorro de día, convertido de noche en un bohemio que regresa por el andén a trabajar en la Biblioteca Nacional, muy temprano, como funcionario. La ciudad cambia según la mirada, según la hora. Cada quien configura una ciudad personal con todo lo que necesita para ser feliz o desgraciado. Es posible que alguien que viva en Kennedy desde hace diez años haya pasado sólo diez veces por el centro de Bogotá, en diciembre, para ver los alumbrados públicos de luces navideñas. Es posible que un muchacho en el norte muera sin haber ido nunca al sur, y a la inversa.

Todavía es posible caminar por la ciudad y encontrarse el milagro de un lote sin casas, o una montaña con bosque, o un charco donde se detienen los pisingos migratorios. Quiero decir que no todo es cemento, ladrillo rojo y brea. También persiste la luz andina y los cerros orientales de donde vienen las lluvias y el sol. Es imposible, eso sí, ver las dimensiones que ha alcanzado la ciudad desde los cerros donde fue fundada. De la misma forma, es difícil hacer una crónica que destaque las obras públicas, los sitios de interés, las costumbres, las formas de divertirse, las formas de movilizarse en esta época y las paradojas del comercio y de la historia oficial sin hacer una postal de turismo de bajo consumo o una efeméride trágica. Si lograra capturar un fragmento, la instantánea de una calle, del recorrido que hace una sola persona en una tarde de su vida, tal vez ahí estaría dibujada la ciudad. Martín Caparrós dice que la crónica más difícil de escribir es la de tu propia calle.

 

EFEMÉRIDES DE LA SÉPTIMA

1906, 10 de febrero. Calle 40, entre 42 y 45, con Carrera Séptima: tentativa de asesinato al general Rafael Reyes, presidente: primer ataque terrorista de la historia de Colombia. Véase fotoreportaje incluido en el libro El diez de febrero, de autor anónimo, pero escrito al parecer por el propio Reyes, y fotografiado por Lino Lara.

1914, 14 de octubre. Plaza de Bolívar con Carrera Séptima: el general Rafael Uribe Uribe es asesinado a la entrada del Congreso.

1929, 7 de junio. Esquina de la Jiménez con Carrera Séptima: asesinato del estudiante Gonzalo Bravo Páez en manifestación popular por la Masacre de las bananeras (el barrio aledaño aún se llama Bravo Páez).

1948, 9 de abril. Jiménez con Carrera Séptima, edificio Agustín Nieto Caballero: asesinado Jorge Eliécer Gaitán. Conflagración de Bogotá durante dos semanas.

1954, 9 de junio. Calle 13 con Séptima: mueren asesinados varios estudiantes de la Universidad Nacional que se manifestaban en contra del dictador Gustavo Rojas Pinilla.

1956, 5 de febrero. Calle 27 con Séptima: masacre en la Plaza de Toros cometida por el Batallón Colombia el domingo siguiente al que la gente rechifló a la hija del dictador Gustavo Rojas Pinilla.

1961. Escuela Militar, Calle 106 con Séptima: el exteniente Alberto Cendales Campuzano, retenido en el Cantón Norte tras intento de golpe de Estado, escapa de la cárcel con ayuda del jefe del destacamento, teniente Escobar Gutiérrez, y con los ciento treinta soldados de la guarnición, ocho vehículos blindados. Véase Vida, pasiones y fugas de Alberto Cendales Campuzano, de Pedro Claver Téllez.

1973, 23 de junio. Carrera Séptima, Parque Santander: incendio del edificio de Avianca. La gente se lanzaba desde los pisos altos para no morir calcinada. En ese mismo sitio quedaba el hotel Regina, incinerado por la turbamulta el 9 de abril de 1948.

1985, noviembre. Calle 10 con Carrera Séptima: toma y retoma del Palacio de Justicia. Cien muertos, juntando los desaparecidos que fueron vistos vivos en la oficina satélite de Inteligencia Militar.

1986. Calle 62 con Carrera Séptima: masacre del Pozzetto, veintinueve muertos, incluida la madre del homicida, Campo Elías Delgado, exmercenario de Vietnam.

1989, 30 de mayo. Calle 56 con Carrera Séptima: atentado de carro bomba contra Miguel Maza Márquez (perpetrado por el Cartel de Medellín, supuestamente, pero el general sobrevivió).

2003. Calle 77 con Carrera Séptima, bomba al club El Nogal (más de treinta muertos y cerca de doscientos heridos).

2005. Calle 18 con Carrera Séptima, asesinato de Nicolás Neira a manos de la policía antihuelgas esmad (numerosos testigos, sin detenidos).

La Séptima es una efeméride de la tragedia de Colombia. 

CHÍA

Salgo a caminar cuando el encierro invita a sopesar lo que he hecho de mi vida. Tengo mujer. No soy un monstruo. Ella trabaja en una biblioteca, sale temprano y regresa tarde. En ese lapso aterrador en que pienso que por alguna razón esa noche no volverá porque en esta metrópoli desaparecen mil personas al año (¿deudas, divorcios, crímenes impunes, tráfico de órganos y de carne humana?), yo trato de tranquilizarme escribiendo. Para darme ánimos, imagino. En la imaginación lo aterrador siempre le ocurre a otro. Escribo, leo libros, navego por blogs, bancos fotográficos y canales de YouTube y preparo mi comida. La ruta que hago pocas veces varía. El pueblo ha ido modificando su forma en el tiempo que llevo aquí y ya parece un suburbio atestado de urbanizaciones. En donde hace poco había lotes silvestres con sembrados de lechuga, espinaca, coliflores (que siempre me parecieron plantas extraterrestres) y flores que designaba como de lavanda (pero resultaron ser flores de papa amarilla), ahora se construyen colmenas de casas. Hay varias rutas que he hecho en este pueblo: ir a la montaña donde está la iglesia Valvanera para medir la dimensión del horizonte. O ir al pueblo de Tabio, atravesando la sierra del occidente, y pasando por el valle de Riofrío, afluente de Bogotá que viene del páramo de Guerrero, por fincas sembradas de duraznos, pimentones, tomates, agraz, uchuvas, lechugas, repollos, moras, papa y brócoli. Sin embargo, hace meses que sólo hago una ruta, monótona porque siempre me encuentro con grandes extensiones de potreros arrasados por retroexcavadoras, grandes invernaderos para el cultivo de flores, chimeneas de fábricas de productos lácteos y otras altas torres de humo, que no sé lo que fabricarán, cuyos vertederos fosforescentes van a dar al río.

Antes, al pasar por esos mismos potreros me sentía en el campo; ahora me siento en las goteras de una megalópolis que crece como un tumor. Los pronósticos clínicos de la metástasis que hace ese tumor son las vallas publicitarias de anuncios que predican “la tierra prometida” en el “barrio de tus sueños”. Dudo que los sueños de todo ejecutivo y la tierra prometida consistan en trabajar en Bogotá y regresar a dormir junto a una autopista de tráfico pesado en los extramuros. ¿Qué piensa un arquitecto que diseña casas de veinte metros cuadrados para una familia? ¿Lo mismo que piensa el que diseña una cárcel o un matadero? Todas esas vallas publicitarias prometen lo mismo: una familia feliz que se abraza y mira al horizonte sobre un letrero que asegura: “Más que un excelente sitio para vivir es la mejor inversión de su vida, Villadelrío”.

Cuando llegas jadeando a la iglesia Valvanera y ves las cuadrículas de las calles y los meandros del río Bogotá y los conjuntos habitacionales separados por anchas vetas de verde, no dejas de pensar en que un día no habrá más verde y toda la llanura será una plataforma compacta de hormigón y brea: “la tierra prometida”.

Ahora prefiero ir del lado contrario, alejándome de los cerros. Paso por el parque principal, sólo por ver los cafés en los andenes y las dos araucarias gigantes que proyectan su sombra prehistórica sobre la Plaza Principal de Chía, y entrar en la única librería del pueblo. Me acomodé a este pueblo, por eso: porque hay librería. Aquí he comprado libros tan extraordinarios como Vida y destino de Vasili Grossman, y libros tan extraños como Los siete locos de Roberto Arlt.

Luego tomo por la avenida de las quintas convertidas en guarderías, me desvío hasta el garaje de una mansión donde una mano delicada cultiva orquídeas de todos los colores y una mano furtiva trazó en aerosol rojo una pintada que parece un título de ciencia ficción: “desastres en la luna”; enfilo por una calle de condominios, atravieso en diagonal la avenida por donde pasan las tractomulas que acarrean la comida de los puertos a la central de abastos en la capital, paso junto al club de caballos y el meandro del río Bogotá (que a esta altura, cerca al nacimiento, ya huele a huevos podridos y a tintura de pelo), volteo a la izquierda y entro en Centro Chía, junto a la Universidad del Opus Dei, el Puente del Común, el Castillo de Marroquín y el río Bogotá.

La caminata dura, religiosamente, dos horas. A veces llueve y tengo que regresar en microbús. Vale mil pesos el viaje de vuelta al centro del pueblo. Una Coca-Cola vale mil quinientos, para establecer un cálculo estimado en cualquier época. Casi siempre vienen conversando en esos microbuses muchachas que estudian comunicación o psicología en la universidad del Opus Dei. Oyendo esas conversaciones, me enteré que los laicos tienen un índice de libros prohibidos en esa universidad. El primer renglón de la lista de libros prohibidos está ocupado por Memoria de mis putas tristes, de García Márquez. Yo también proscribiría ese libro, no por el tema —que transgredir tabús sigue siendo un mal necesario— ni por el título, que suena bien, sino por haber sido una jugada de editores para estirar a novela lo que es un relato inocuo, y por ser una apropiación desteñida de La casa de las bellas durmientes de Kawabata. Curioso que esas mismas mentes que custodian la moral no prohíban las tangas de hilo brasilero ni los escotes ni los pantalones de mezclilla sin bolsillos traseros en sus estudiantes.

PUENTE

Hoy hace un sol de clorofila que realza la palidez de los sauces y aumenta el escarlata en los pétalos de los geranios. Si me doy prisa, alcanzaré a dar una vuelta por Centro Chía y luego iré hasta el Puente del Común. El del Común es un puente de piedra sobre el río Bogotá. Hasta ahí llegaron los comuneros de Santander que venían dispuestos a tumbar al virrey Flores. En su estructura de piedra, luego de la tradicional repartición de almojábanas y agua panela, los curas convencieron a José Antonio Galán y a los veinte mil manufactureros alzados de no marchar sobre Santa Fe de Bogotá, a cambio de derogar los últimos impuestos exagerados que imponía por decreto la corona. Con esto, convencieron a los alzados de regresar dócilmente a las ruecas de Santander ilusionándolos con unas cuantas promesas vanas. Como garantes, quedaron en la ciudad sus representantes. Una vez disueltas las huestes y la amenaza de sublevación, los líderes fueron reducidos por diezmo, y otros apresados. A José Antonio Galán lo fusilaron y desmembraron y repartieron sus restos en los caminos cruciales que conducían a los pueblos levantiscos de Santander. Los impuestos volvieron a subir. Los líderes estafados y martirizados de la primera revuelta quedaron como traidores ante la historia. Pero el descontento y una necesidad de conspirar a gran escala contra el imperio de los impuestos, quedó flotando en el ambiente. Yo soy, como ellos, un provinciano, de Santander. Me hubiera gustado ser un revolucionario, o un rockero, pero tuve que conformarme con ser escritor.

Tomo agua en los grifos de este centro comercial (Centro Chía) que, me dijo un baquiano, construyó el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha con otro narcotraficante, el satánico Camilo Zapata, para tener un público cautivo que visitara sus caballerizas. Sólo eso consumo cuando vengo a vitrinear por aquí: pura agua de tubo. Porque no compro nada. Acá todo es más caro. Sin embargo, visito siempre la venta de computadores y la cava de vinos. Me ilusiono fácil con un jerez o con el vino tinto Marqués de Arienzo, o con un nuevo computador portátil. Si después de media hora noto a un empleado que me sigue a pocos pasos y estudia mis movimientos para constatar que no sea yo un ladrón, me le acerco hasta fastidiarlo con la indecisión de mis compras. Cuando se cansa de vigilarme de lejos y se viene a preguntar de cerca si me puede ayudar en algo, le digo que sí, que quiero ver ropa interior. El vigilante me guía a la zona de ropa de interior masculina y le digo que de esa no, que quiero ver ropa interior de mujer. “¿Para un regalo?”. Niego con la cabeza. “Me gusta la ropa interior de mujer”. Me guía al exhibidor y se aleja rápidamente para no contagiarse de mi perversión.

Vitrinas, Carrera Séptima, Centro, Bogotá.

Vitrinas, Carrera Séptima, Centro, Bogotá.

 

DÉCADA

Me pasé la primera década del siglo XXI indignado por el presidente de mi país: un latifundista que puso en venta todas las recursos energéticos y reservas vitales como el agua del Macizo colombiano y el sustrato del Chocó, pacificó a plomo y sangre las zonas más ricas y las convirtió en campos de palma africana, y gobernó en contubernio con criminales de distinto pelaje. Durante su mandato, la cuarta parte del congreso tenía alianzas, contratos y pactos con los paramilitares (escuadrones de la muerte) de las regiones más desangradas de los años noventa: Urabá, Sur de Bolívar, Putumayo, Chocó, Llanos orientales. Cuando se fue Uribe Vélez, sus subalternos más cercanos empezaron a caer presos por hampones, corruptos y genocidas. En esos años, la manzana más peligrosa de Colombia era la misma donde estaba el Capitolio Nacional y sus alrededores. En la Alcaldía de Bogotá, mientras tanto, la plata de las obras públicas se repartía entre concejales, funcionarios, alcaldes y empresas de constructores que especulaban con el valor de la tierra, expulsaban a los habitantes de zonas estratégicas (como el tradicional barrio Santafé, convertido en barrio del crimen para gentrificar el territorio y hacerse con ese corredor situado a cinco minutos del Centro Internacional y del Capitolio, con lotes amplios y avenidas generosas) y dilataban los contratos de construcción de Transmilenio para seguirse apoderando de gruesas tajadas del presupuesto mientras la ciudad se movía a paso de tortuga. Futbol, tetas de silicona, mansiones, esmeraldas, carros, aviones, cocaína y metralletas forman parte del mismo campo semántico: Colombia.

Mi generación, años ochenta, nació y creció en medio de la atrocidad cotidiana, de las bombas del cartel de Medellín, de los ataques de la guerrilla y de las masacres cometidas por paramilitares. Después de ver el Palacio de Justicia arder por los cañonazos del ejército y las ametralladoras de la guerrilla, el video con el asesinato de Luis Carlos Galán y los pedazos del avión de Avianca pulverizado con un explosivo plástico y las partes de los ciento siete pasajeros que iban dentro, después de ver el esqueleto del edificio del DAS desmantelado por un bus bomba, las masacres de Segovia, la de Mejor Esquina, la toma de Patascoy, de Las Delicias, la de Mapiripán, la de Naya, la de El Aro, estábamos listos para oír cualquier desgracia y seguir jugando futbol como si nada. La desgracia era tan rutinaria que había dejado de conmovernos. Había hombres con treinta años de experiencia de guerrillas en la selva que se cambiaban de bando y se volvían asesinos. Había secuestrados con diez años de estar en la manigua, y el país más feliz del mundo después de Dinamarca (donde todos eran felices porque eran alcohólicos) celebrábamos cada año nuevo con muñecos llenos de pólvora que simbolizaban a los presidentes. Teníamos cuarenta millones de pobres y dos ricos en el top de la revista Forbes. No pasaba nada. Cincuenta mil millones de dólares del narcotráfico circulando en el mercado bursátil y amortiguando las crisis económicas de los ochenta, noventa y dos mil. Setenta víctimas por cada cien mil habitantes (cincuenta muertos diarios los días menos violentos). No pasaba nada. Cincuenta muertos diarios desde el fin del frente nacional. ¿Cuántos muertos daban? 50 x 365 x 40. Los suficientes para igualar y sobrepasar de lejos los genocidios de Ruanda y de Sierra Leona y de los Balcanes y situarnos al lado de la Guerra Civil española y de la Revolución mexicana. Pero nuestra guerra seguía negándose en la cancillería, para no empañar la imagen de Colombia ante el mundo. Los militares del glorioso ejército nacional disfrazaban adolescentes de estrato bajo de combatientes guerrilleros y los difundían como muertos en combate. A ese tipo de crímenes los profesionales de la comunicación los llamaban con un eufemismo militar: “Falso positivo”.

Un “positivo” quería decir, en jerga militar, un “subversivo dado de baja”.

Un “falso positivo” quería decir un “falso subversivo dado de baja”.

El nombre del delito era: Crimen de lesa humanidad. El nombre real, descriptivo, era: Civil fusilado por el ejército.

Pero no pasaba nada. Convertimos toda nuestra desgracia en un eufemismo, o en un diminutivo, y todo el dolor en una cifra.

Yo pensaba día y noche en esos muertos, en esas tragedias inéditas. Pensaba en una novela que lo abarcara todo. Una novela final, como un mural mexicano. Una novela que debía ser fiel al horror. Ha sido una época extraordinariamente fecunda para odiar. Lo único bueno de ver estas cosas cuando eres joven es que cada vez te vas haciendo más y más duro; más y más consciente. ¿De qué? De que la justicia no existe, de que la democracia es un contrato con cláusulas financieras y de que el libre albedrío es sólo una hipótesis. Todo lo eligen por ti en un desayuno neoyorquino. Hasta el precio del arroz que compras en el supermercado de la esquina.

El tiempo de la política no es el mismo tiempo de la vida. Diez años de política bélica pueden ser la mitad de tu vida. En diez años aprendes un idioma, tienes hijos o te mata el cáncer. Por eso hay que dilapidar la vida en oficios más nobles, como enaltecer el espíritu mientras pasa el tiempo de la política. Diez años. Llevo diez años en Bogotá.

Gallina, Carrera Séptima, Centro, Bogotá.

Gallina, Carrera Séptima, Centro, Bogotá.

NORTE

En el otro extremo de la Carrera Séptima, sigo sentado fumando en las gradas del Puente del Común. Es un sitio hermoso: un puente de arcos de piedra entre humedales y bosques de eucalipto y sauce que ha resistido más de doscientos años de inundaciones sin moverse. A lo lejos se ve un castillo. Es el castillo que perteneció a la familia Marroquín, construido por el arquitecto francés Gastón Lelarge a finales de 1899. La familia era dueña de la hacienda Yerbabuena, que componía entonces toda la cara que se ve del cerro y el valle del río Bogotá. La expresión máxima del feudalismo vivido en Colombia está en esa expresión de la clase terrateniente: en la hacienda había una mansión, una parroquia y un castillo. Al fondo, el feudo. Alrededor, los vasallos. Pero no le fue bien al patriarca José María Marroquín. Su esposa, Trinidad Ricaurte Marroquín lo tenía todo, pero no era feliz. Cuando se fueron a vivir al castillo, la mujer veía fantasmas y oía voces. Todas las tardes, a la cinco, en la parroquia de la hacienda, repicaban las campanas para oficiar la misa a la que debían asistir todos los miembros de familia tan distinguida y devota. La esposa se alistó con su tradicional corsé, vestido negro, rebozo de encaje, botines de cuero, pero a mitad de la ceremonia pidió permiso al marido para retirarse por una seria congestión estomacal.

El señor feudal dejó ir a la dama con la promesa de que volvería para finalizar el oficio, pero la mujer nunca regresó. Cuando fueron al castillo, tampoco la encontraron en el baño ni en la habitación. Con un mal presentimiento por los recurrentes ataques de llanto injustificado y pánico escénico que sufría la esposa en sociedad, Marroquín ordenó que una patrulla conformada por todos los siervos de su gleba se dirigiera con antorchas a buscar a la mujer por los alrededores de la finca y la ribera del río. La esposa desapareció desde entonces.

La hipótesis que se divulgó en la época decía que se había ahogado en el río y que su cuerpo no apareció, pese a que en ese tramo el río Bogotá discurre sin tiempo, un río de llanura, donde todos los desechos que arrastra van encallando por los meandros. La versión apócrifa que circuló es que el amante de la esposa estaba esperando en la penumbra que descendía, vestido de negro y en un caballo negro que alzaba un casco y lo dejaba caer en las piedras del Puente del Común.

Si es así, pienso, este abandono de hogar debería volverse leyenda. El hijo mayor de la pareja llegaría a presidente de Colombia: un poeta hacedor de palíndromos, autor de una novela curiosa sobre un caballo negro, y el presidente mercachifle que remataría el departamento de Panamá por veinticinco millones de dólares a los Estados Unidos.

El castillo se pobló de fantasmas que la servidumbre de Marroquín aseguraba presentir, y desde entonces el castillo ha pasado por cuatro dueños: Guillermo Villasmil, un narcotraficante satánico y pederasta, Camilo Zapata; y la Fiscalía de Colombia que lo entregó al Distrito de Bogotá para que lo alquile para eventos de música electrónica y black metal. Me gusta venir a este sitio e imaginar esa historia.

¿Cómo era esa mujer? ¿Cómo eran sus sueños? ¿Por qué decidió escapar durante una misa? ¿Cómo se sentía vivir el encierro medieval de su castillo de piedra? ¿Cómo planeó la fuga? ¿Cómo consiguió finalmente engañar a su marido piadoso y desconfiado para escabullirse? ¿Y lo consiguió de veras? ¿Logró salir de ese mundo asfixiante de la vida feudal y piadosa y encontrar a alguien que le llenara los ovarios de amor? ¿Y si no escapó? ¿Si en realidad se suicidó? ¿O si el patriarca Marroquín la mató durante una pelea doméstica y luego la emparedó en una caballeriza? ¿No es ahí donde oyen ruidos de ultratumba y ven la sombra de una mujer con capucha? ¿Y esa ninfa de piedra que está a la entrada? ¿Una estatua con túnica etérea que porta en sus dos manos la antorcha de la luz? ¿Ya estaba cuando vivían ahí los Marroquín? ¿Es una deidad que protege el castillo o una mujer que huye por la puerta principal y deja atrás las murallas que la encarcelan con una linterna?

Me gusta este sitio. Tiene varias capas del tiempo acumuladas. Aquí acaba la Carrera Séptima. Antes se le conoció como Carretera del Norte, y aun antes como El camino de la sal. Se dice que por aquí entró Bolívar triunfante con los llaneros que sobrevivieron desnudos a la batalla del Pantano de Vargas; llegó el conquistador español Gonzalo Jiménez de Quesada en 1500; vino Baraya a sitiar a Antonio Nariño y a Bogotá en los años aciagos de la primera independencia, o Patria Boba. Por esta ruta puede llegarse al centro del poder político en el centro de Bogotá, la Plaza de Bolívar. La Carrera Séptima es la calle de los desfiles, de los magnicidios, de los genocidios, de los atentados. Tal vez llegó la hora de hacer algo fuera de lo común: irme caminando por esa carretera hasta encontrar su final. Pero será otro día, porque ya oscurece. Voy a tomar el microbús para volver a casa y empezar una crónica de paseante inquieto.

 

FOTO

Jean-Baptiste Louis Gros, diplomático francés enviado a La Nueva Granada (Colombia), fue el encargado de tomar la primera fotografía de Colombia en 1842. La fotografía es una perspectiva de la actual Calle Octava tomada desde los predios de la Casa de Nariño hacia los cerros adyacentes a Guadalupe. Su tiempo de exposición fue de cuarenta y siete segundos. La foto se conserva en el Museo Francés de la Fotografía, pero la reprodujo la Revista Semana en su edición especial de julio 14 de 2008, edición 1367. Fue titulada Calle del Observatorio. En ella se ve una calle empedrada con acequia al centro para drenaje de aguas negras, las fachadas de casonas coloniales de dos pisos con ventanas y balcones internos, y las escarpadas faldas del cerro de Guadalupe de fondo. No hay personas reconocibles en la calle. Es un indicio de que fue tomada a una hora en que la ciudad estaba semiparalizada. Por la sombra que arroja la fachada del primer plano y la sombra que aún persiste en las cumbres del cerro que está al oriente, uno puede aventurar que fue tomada a eso de las siete u ocho de un día que parece, a priori, festivo y soleado en el reflejo empedrado de la reproducción.

Calle del Observatorio, Bogotá, Jean B. Louis Gros, 1842.

Calle del Observatorio,
Bogotá, Jean B. Louis Gros, 1842.

En una conferencia dictada por Sergio Becerra en el museo del Banco de la República, el entonces director de la Cinemateca Distrital interrogó así la primera fotografía de Colombia:

Tenemos un país de los océanos cuya capital está en el páramo, qué maravilla. 1846, primera fotografía en Colombia. Tomada por un diplomático francés, en alguna técnica cercana al daguerrotipo. Pero ese diplomático francés tuvo que tomar un buque desde Europa, y llegar muy seguramente a Cartagena o a Colón. En ese momento todavía Colón, Panamá, era territorio colombiano. Y tuvo muy seguramente que embarcarse en champán, o en un vapor por el río Magdalena. Hasta Honda. Lo cual debió haberle tomado mínimo tres semanas. Y luego tomar camino desde Honda a Bogotá, en mula, lo que le habrá tomado mínimo otras dos semanas. ¿Será que en ese mes larguito, no sacó su aparato, para tomar otra fotografía? ¿Tuvo que esperar hasta llegar a la Plaza de Bolívar para tomar la primera fotografía colombiana, habiendo estado en Cartagena, en todo el río Magdalena, en Honda, y en la cordillera hasta Bogotá? No lo sé. Es una duda que tengo (de que sea la primera fotografía tomada en Colombia). Es decir: yo soy diplomático, estoy llegando a un territorio que tengo que registrar, y no lo fotografío. Claro, la relación con la imagen, en el primer hombre, con la primera fotografía, hasta la que nosotros tenemos, no es la misma. Seguramente, ustedes desde su teléfono ya tomaron una fotografía de esa fotografía y la enviaron con un mensaje de texto a las redes sociales.

¿Lo ven? En relación a la técnica, en particular la foto de la fotografía, no es la misma según la época. Lo que quiero señalar con esto, es que es absolutamente sorprendente que la fotografía haya llegado a Colombia veinte años después de inventada. El cine llegó a Colombia un año después de su puesta en público en Francia. Esto da un nuevo cambio de perspectiva de la técnica. Los ensayos concluyentes de la fotografía más o menos llegaron el mismo año y más o menos por la misma época que la conspiración contra Bolívar. 1826, 27, 28. ¿Qué quiere decir eso? Que perfectamente pudiéramos tener una fotografía de Bolívar. Y, sin embargo, no la tenemos. Eso, creo que nos habla del nivel de aislamiento, de la situación de completo hermetismo, de la condición de atraso en que estábamos sumidos, y que seguimos estando, en este país con dos océanos y tres cordilleras: Colombia.

SUR

Esto es básicamente lo que hay hoy en la Carrera Séptima, a segmentos, desde su inicio en el barrio 20 de Julio hasta el Puente del Común, sobre La Caro, puente sobre el río Bogotá:

Calle 12 sur con Carrera Séptima: Billares Pereira, La gran delicia (cafetería), edificio-pasaje Alfonso (inquilinato), fotocopias, jardín infantil, antiguo convento San Agustín, Dian, Casa de Nariño, Ministerio de Cultura, oficinas y biblioteca del Senado, Catedral, Arquidiósesis, Plaza de Bolívar, Palacio de Justicia, Casa museo del 20 de Julio, baños públicos, “El septimazo” (frutería), “Calle Real” (boulevard), calzado Bucaramanga, chance Paga-todo, Foto-Japón, City-tv, Iglesia San Francisco (dos iglesias más: La Veracruz, La Tercera), Banco de la República.

Torre Avianca, Casa Lis (licores y ultramarinos), Librería Nacional, “Totto” (ropa y morrales), Banco de Bogotá, más bancos, churros, pandebonos, pollo frito, Iglesia Las Nieves, Librería Universidad Nacional “UNIBIBLOS”, Empresa de Teléfonos de Bogotá, Personería, “Choripan” (chorizos), Droguería Económica, Cinemateca, Mapa Teatro, Centro Terraza Louis Pasteur (semivacío).

Torre Colpatria, Iglesia, Casino Aladino, “Downtown” (teatro), “Sabrosito” (pollo frito), 4-72 (correos de Colombia), “Subway” (la “mejor franquicia” del mundo: sándwiches), Panóptico (Museo Nacional), Colegio Camilo Torres, Parque Nacional, Distrital y Javeriana (universidades), Hospital San Ignacio, “El punto G” (hamburguesería), “Facelook” (peluquería), “Karateboxeo” (gimnasio), Domino’s Pizza, DHL, “Envía” (servicios postales).

Calle 45 con Séptima: librería La valija de fuego, “Se arriendan habitaciones” (cartel), edificio Ana María, Edificio Sor, “Arriendo casa”, Pan-fino, Comisión Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas, “2do acto” (ropa), Piccadilly (lava-seco), Promúsica (instrumentos), Odontología Marlon Becerra, Paradero de bus.

Edificio San Jorge (droguería, pastelería, miscelánea, fotocopias), Meceq (acero inoxidable), Liceo Cervantes, Edificio Parque del Chicó, Parque del Chicó, Servicio Conciliar de Bogotá.

“Su ex es el enemigo que más odias” (mensaje de Spray, gaseosa), “Bazoom” (música, instrumentos), Cueros (venta de pieles), tiquetes aéreos, planes de turismo, peluquería, Hilton Calle 72, Karaoke, Revista Estilo (cartel), Mapfre, Banco Corpabanco, Wall Street Institute, Mercedes Benz, “Edificio para-renta” (anuncio), Lavaseco, El Nogal, La nuez dulce (pastelería), Club El Nogal, Seguros del Estado, Embajada del Perú, apartamentos.

Calle 93 A-58, bosque a la derecha, edificios a la izquierda (sentido sur-norte), puente vehicular, Ejército Nacional Cantón Norte, Cars Wash, casas fiscales (sólo para militares), Olímpica (supermercado de cadena), Edificios El Lago, bahía de parqueadero para carros y motos, Samsumg, ScotiaBank, Cine Colombia, Hacienda Santa Bárbara (Centro Comercial), edificio en construcción, Medicis (sic), CADE Usaquén (recaudo de servicios públicos), Fotojapón, McDonald’s, Kokoriko (hamburguesería), Aristas (venta de apartamentos), Pista de aprendizaje Touring & Automovil Club de Colombia, Se vende apartamentos nuevos (cartel), Gimnasio Femenino, Citröen, edificios, más edificios, Toyota (la Carrera Séptima remonta una pendiente y da un meandro), Arturo Calle (ropa y calzado), Palatino (Centro Comercial), condominio Patarroyo, condominio Cuzezar, condominio Sierra del Moral.

Carrera Séptima número 145-30. Colegio Pureza de María, Campania (residencial), “Bosque de pinos” (pero no es un bosque, sino un edificio), carros usados, edificio en construcción, Nissan, Texaco, Sian-filtros (para carros), Puente Peatonal, Preicfes (cartel), “Ingrese a la UNAL” (cartel), Torre Krystal (centro ventas, apartamento modelo), montañas escarpadas, canteras, paradero de bus, monta-llantas, Coratiendas (supermercado), Salón Tropical (venta de cerveza), La gran manzana (mercado), óptica, puente peatonal, Oilfilters, “Propiedad-privada-nopase”, barrio, Farmasalud de la 166.

Ladrillera Silical, parroquia San Juan Bosco, restaurante parqueadero Don Chucho, Gimnasio José Joaquín Casas, frutas “Surtifrutis”, edificios, “Cuidado: inicio de obra” (oficina, locales, compre sobre planos), Vivero, Colegio distrital Friedrich Naumann, PREUNAL (afiche), Asamblea de Dios (iglesia-garaje), “Que buén proyecto Davivienda” (valla), “Bienvenidos: apartamentos, alcobas” (motel), Suministraves de la 22, Portal de las 7 (Carrera Séptima 186-56), talleres, mercado, barrio El Codito (flecha), Ofertas (Saldos El Codito), demoliciones, cigarrería La Matucana, casas de un piso (en ladrillo).

Carrera Séptima con 192. Mundopiso, recicladora 192, Postes y Faroles Coloniales del Antejardín Forjado, Prefabricados Ganezblock, Colegio y Adiestramiento Canino El Bosque (sabana y montañas y bolsas de basura), finca, bosque, subestación eléctrica, Cabañas Cantarranas, semillero, El Rancho Argentino (carnes a la parrilla), “Teléfono a 50 mts” (anuncio), tienda María C (“cerveza, carbón, artículos varios, merecida atención”), “Peligro: entrada y salida de volquetas”, estatua de la Virgen, Colegio Rosario Campestre, “Este lote no se vende, no se arrienda, no se permuta ¡no se deje engañar!”, estacionamiento de buses escolares, vacas en la vía, hacienda Las Pilas, Club Campestre Bavaria, “Bodas y Eventos Absolut campestre”, veterinaria y club canino, Se vende lotes, Colegio Miguel Antonio Caro, Finca Novita, Centro de Conducta Canina, rancho Garibaldi (eventos).

“Damos rumbo a Bogotá, Bienvenidos, Horario de restricción vehicular-vehículos particulares: domingos y festivos un solo sentido, norte-sur, de 4:00 p.m. a 7 p.m.”, Devinorte inicio, Compañía de trabajos urbanos km7, peaje Fuscal, Nueva Duster, Las Tablitas, puente vehicular, Estación del tren de la Sabana, Universidad Católica de Colombia, Colegio Jorbalán, Castillo de Maroquín, Puente del Común, “CHÍA, ZIPAQUIRÁ, TUNJA” (valla), un carro orillado donde venden dulces: breva y papayuela.

Los límites de la Séptima dan la dimensión de la expansión de la ciudad. Hace cien años había chircales en Barro Colorado (actual Universidad Javeriana); estancos de licor barato a orilla del camino (Panóptico de San Diego, actual Centro Internacional); castillo Chapinero, camino de Suba, actual Unicentro; una carretera de tierra conocida como Carretera Central del Norte, y potreros de haciendas (Santabárbara, El Lago, Usaquén). La Carrera Séptima, Carretera del Norte, Camino de la sal, enlazó los extramuros de la provinciana capital de comienzos del siglo XX: 20 de Julio, San Diego, Chapinero, Usaquén, La Caro. La actual es una ciudad segregada: una ciudad al norte y otra al sur. Una para mostrar, y otra, en el inabarcable sur, para esconder. La que yo he recorrido es la línea que empieza de la Plaza de Bolívar, hacia el norte. El sur, para muchos, es la gran incógnita.

SEPTIMAZO

Todavía ahora, cuando voy a caminar por la Séptima, tengo la esperanza de encontrar algo nuevo. Algo que no haya visto nunca. Una librería nueva como La valija de fuego. Un almacén chino, como el del sótano del Terraza Pasteur. Una película coreana en la cinemateca, o una colombiana pirateada en un ventorrillo callejero. Una mujer desquiciada y borracha que vomite en las galerías del Centro Internacional y cuya silueta me pueda servir para imaginar un cuento que empiece rosa y acabe policiaco. Una revista descontinuada hace años con un artículo de Hugo Hiriart, con una crítica de R. H. Moreno Durán, con un poema de Raúl Gómez Jattin, con un cuento de Roberto Bolaño, con un estudio de Jacques Gilard, con una entrevista a Marguerite Duras. Todavía creo que la ciudad guarda algo sólo para mí. Creo que la ciudad está en la mirada. ¿Qué miras cuando caminas? Si vas por el aire, la ciudad es geometría. Si vas por debajo, la ciudad son ciudades sepultadas. Si caminas mirando la cresta de los edificios, la ciudad es tiempo acumulado. Si caminas mirando las paredes, la ciudad es mensaje. Si caminas mirando lo que hay tirado en los andenes, la ciudad es dolor. Si caminas mirando a la gente, te conviertes en un extra del cine. Mi dama, por ejemplo, nunca mira ropa de las vitrinas, porque de algo se enamora y dice que comprar sin necesidad le produce arrebatos de ansiedad. Ella mira fachadas de edificios, composiciones de calles, gente extraña, decoraciones de cafeterías y restaurantes. Pero de reojo, mira ligueros, helados, artesanías, chalinas, carteras.

Yo miro fritos, letreros, empanadas, talismanes, aglomeraciones de gente en los videojuegos, saltimbanquis, culebreros, peleas, mendigos, rostros, piernas, payasos vergonzosos que sólo son capaces de un humor violento y sexual.

Ella mira todos los espejos y me guiña el ojo y me manda besos. Yo busco libros en el suelo, películas piratas, fachadas de cines porno. Cada vez hay más gente caminando en la Séptima, vendiendo cosas en los andenes: ropa para perros, gatos, patos, conejos, afiches, códigos penales, lentes de sol, sombrillas, baterías, juguetes con luces, ropa china, dulces, helados, cigarrillos, tarjetas con direcciones donde se oferta prostitución, música de los años setenta, de tal manera que da la impresión de que la única tradición bogotana que persiste en el tiempo es el Mercado de Pulgas.

Las paredes están recargadas de publicidad: conciertos en las afueras, la última obra del Teatro La Candelaria, políticos en campaña. Grafitis que conmemoran a los muertos olvidados del genocidio de la Unión Patriótica. Afiches con la foto de gente desaparecida hace dos meses y hace diez años. Gritos, trompetas, insultos, rumores violentos: las manifestaciones de toda forma de protesta social. Hoy, por la reapertura de un hospital; mañana, por un desalojo de bancos; pasado, por una promesa incumplida del gobierno a los trabajadores de la rama judicial; ayer, por la llegada de George Bush; antier, por la anarquía total o por los derechos de la comunidad LGTBI. Hoy por esto, mañana por aquello, pero siempre habrá una protesta social desfilando en la Séptima. Los carros se detienen en los semáforos y una procesión de transeúntes aprovechamos para cruzar, mezclados entre la protesta.

Estamos juntos, pero estamos solos. El azar también baraja a las personas. El destino nos lleva por otros caminos. Nosotros vamos a la Biblioteca Luis Ángel Arango. Luego al Café San Moritz lleno de viejos y oloroso a meados. Más tarde a la librería El Árbol de tinta donde tantos medios milagros nos esperan: primer volumen de La vuelta al día en ochenta mundos de Julio Cortázar, y el cuarto volumen de las obras completas de Borges. Entramos a una galería en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Buscamos una cerveza urgente. Aferro la mano de mi dama y entramos en una taberna. Sacamos las revistas y las películas que hemos comprado para llevar a Chía. Ella parece satisfecha con los poemas de Meira Del Mar. Miro sus manos cuando abren el libro. Parece que tiembla. Miro su pelo. Sus labios que murmuran un poema. Sus ojos intensos. Su sonrisa: ¿qué la habrá hecho sonreír así?

Quiero volver a la que un día

llamamos todos nuestra casa.

subir las viejas escaleras,

abrir las puertas, las ventanas.

 

Quiero quedarme un rato, un rato

oyendo aquella misma lluvia

que nunca supe a ciencia cierta

si era de agua o era música.

 

Quiero salir a los balcones

Donde una niña se asomaba.

Salimos. Caminamos. Cae el sol tras el Edificio Colseguros. Una parte de la gente vuelve a sus casas y otra sale a devorar la noche bogotana o a ser devorada por ella. Una luz amarilla se proyecta hacia los cerros y los vuelve tibios. Ahora soy menos joven que cuando llegué y todo me agredía y me deslumbraba. Dejé de ir al cineclub de la Universidad Central frente al teatro Faenza cuando descubrí que con el valor de una entrada podría comprar tres películas piratas en la calle. Cerraron el almacén chino del sótano del Terraza Pasteur con sus dioses milagrosos y sus peines de sándalo. Quitaron el mercado de pulgas de los recicladores en el Parque Tercer Milenio, antiguo Barrio Cartucho. No me gusta ya comer perros calientes con salchichas infladas con harina. Por las noches cierran el tráfico y vuelven peatonal un tramo del centro. Entonces los vendedores ambulantes toman el pavimento y sacan a vender las cosas más extrañas del mundo. Ahí he conseguido unas muñecas de porcelana italiana a las que les debo una temporada de buena suerte. Ahí conseguí una edición de El desierto prodigioso y prodigio del desierto, uno de los libros más extraños que se han escrito en Colombia. Ahí compré una vez un cachorro de perro, para regalárselo a una novia. Ahí he sido lo que siempre quise ser: un escritor anónimo, perdido en una gran ciudad.

Estatua Carlos Lleras Restrepo, Avenida Jiménez entre Carrera Séptima y Octava.

Estatua Carlos Lleras Restrepo, Avenida Jiménez entre Carrera Séptima y Octava.

 

VAGABUNDEAR

Voy por este camino. Año 1900. A mi alrededor sólo casas de finca y burros y vacas y perros. Voy por este camino. Año 1800. A mi alrededor surcos de maíz que buscan el infinito y una casa de adobes, del mismo color de la tierra, y burros y vacas y perros. Voy por este camino. Año 1970. A mi alrededor sólo frentes de casas de chircal y verjas y perros. Voy por este camino. Año 1500. A mi alrededor zarzas con flores carnosas y arbustos de hojas peludas y fango y cantos de pájaro. Voy por este camino. Año 1100. A mi alrededor sólo un lago y una flecha de aves canoras que surcan el cielo. Voy por este camino. Año 2114. A mi alrededor una montaña de detritus y una costra de humo negro. Voy por este camino. Año 1700. A mi alrededor un camino de tierra bordeado de las flores de lavanda de un cultivo de papas y una bocanada de viento. Voy por este camino. Año 2500. A mi alrededor un campo de repollos y naves de la guerra de las galaxias. Voy por este camino. Año 2012. A mi alrededor sólo porterías de edificios y murallas de hormigón y una calle larga atestada de carros a toda prisa y niños que salen del colegio, y perros. Sólo la luz de los pueblos viejos es la misma luz desde hace doscientos mil años. El resto es cambio. Una ciudad dura más que los hombres que nacen o vienen a ella con la secreta pretensión de transformarla. La ciudad no se deja borrar. Es un ente superior, un animal de sangre negra en que nos alojamos como parásitos. Bogotá existía antes de los españoles. Y existirá después de los colombianos.

 

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Fotografía cortesía de la autora
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