Peregrinación a la Meca
En un viaje común uno puede elegir su itinerario, pero un viaje espiritual está en manos de Dios y es, al parecer, la mejor opción dejarse llevar por Él. Así lo hace ver el autor en su peregrinación a La Meca, uno de los cinco pilares del islam, el acontecimiento que reúne al mayor número de personas que se desplazan cada año, al mismo tiempo, a un mismo lugar.
La palabra más temida en la peregrinación a La Meca es “estampida”. Alguien pisa una botella de agua —hay por todas partes, se arrojan seiscientas toneladas diarias de basura—, el peregrino cae y luego cae otro, y caen más y más desencadenando una catástrofe. A Allah gracias, eso sucede cada día menos.
No sabía lo que era una multitud hasta que viaje a La Meca en tiempos de la peregrinación anual del islam. Pensaba que una multitud era un estadio de futbol colmado en pleno mundial o un concierto de tu banda internacional favorita, porque nunca me había vestido con prendas de peregrino para ser parte de los tres millones de musulmanes que, en promedio, hacen esta peregrinación: la concentración humana más grande del planeta. Se lo conoce como hach y es uno de los cinco pilares del islam. Si eres musulmán y tienes los medios, al menos una vez en la vida debes hacerlo.
El hach incluye actividades como rodear la Kaaba —el templo levantado por el profeta Abraham—, acampar, arrojar piedras, marchar entre dos colinas, sacrificar un cordero, rasurarse el pelo, suplicar, beber agua bendita, aguantar el calor —el otoño del año pasado se registraron 40°C en Arabia Saudita—, rezar cinco veces al día y, sobre todo, esperar. Un viaje de ochenta kilómetros de Jeddah a La Meca que demora normalmente cuarenta minutos, si se lo completa en tres horas en tiempos de hach, uno anda con suerte.
Antes de la partida necesito vacunarme, pedir perdón a los que hice mal, y escribir mi testamento: así descubro las pocas cosas importantes que poseo en esta vida y como mi familia puede arreglarse bien sin mí, con sólo repartir con justicia los bienes. Hace tiempo era una lotería que un peregrino regresara sano y salvo a casa: no había asfalto, pero si bandidos en el camino, y el desierto de Arabia Saudita era un desafío para pocos. El reto de hoy no es llegar, sino sobrevivir a la multitud.
La gran mezquita que rodea a la Kaaba está en reformas desde hace algunos años; buscan ampliarla a cuatrocientos mil metros cuadrados y que tenga una capacidad para 2.2 millones de peregrinos. En 2012, la peregrinación batió records: hubo 3.2 millones de visitantes. Así que en el último hach, en 2013, recortaron el número de visas —para viajar a la peregrinación debes tenerla en regla—: 20% menos las de extranjeros y 50% para los locales. El reino saudí lanzó una campaña donde empapelo la nación con imágenes donde clamaban a los ciudadanos que se quedaran en casa, que si ya habían hecho el hach no lo hicieran de nuevo y ese año dieran oportunidad a quienes aún no lo habían realizado. No sólo las reformas en la Kaaba limitaron la cantidad de peregrinos; además flotaba el temor por un brote de un virus mortal, el MERS coronavirus. Por si eso fuera poco, siempre asoma el peligro de ataques terroristas: Al Qaeda ha detonado bombas en el reino de 2003 a 2006, amenazando, incluso, las ciudades sagradas. No hay chances de cometer descuidos. Hice el hach el año pasado; conmigo llegaron 1.38 millones de personas de ciento dieciocho países; 55% eran hombres. Un millón doscientos noventa mil, aproximadamente, aterrizaron en avión; setenta y dos mil en barcos y catorce mil ochocientos noventa y ocho por tierra.
Una multitud se controla con otra multitud. No hay más remedio. Para la peregrinación del 2013, el rey movilizó noventa y cinco mil soldados, cuarenta mil de ellos de las fuerzas especiales para peregrinos, recién estrenadas. Instalaron cuatro mil doscientas cámaras —mil ciento sesenta y seis sólo en la Kaaba—. En ese orden de cosas, el reino de Arabia Saudita no busca como captar más peregrinos, sino ponerles un límite. Sobre todo a los ilegales. Para bloquearlos, la policía dispuso un sistema de identificación de huellas dactilares y un control en los caminos alternativos. En tiempos de peregrinación, hay puestos de control en lugares que, años atrás, eran la vía de ingreso de peregrinos sin papeles. En los seis días previos al último hach, mandaron de vuelta a cuarenta y seis mil setecientos doce saudíes ilegales, detuvieron a conductores por llevar peregrinos sin permiso, y miles de vehículos debieron dar marcha atrás, con penas para sus dueños. En la ruta, mientras el sol se esconde tras las montañas, vi como levantan peregrinos y los subían al patrullero. No habrá hach por diez años para ellos.
El control empieza incluso en las propias agencias de viaje no habilitadas. En 2013 cerraron sesenta y tres agencias falsas dedicadas a estafar a peregrinos incautos. El Ministerio de Hach, para limitar las agencias sin aval, monitorea a las compañías e instituciones relacionadas con la peregrinación. Además del control de ingreso y las medidas de seguridad, los saudíes deben proveer. Para empezar se necesita, en medio del desierto, agua. Mucha agua. Para la última peregrinación, la Compañía Nacional de Agua bombeo más de diez millones de metros cúbicos de agua cada día.
A metros de la Kaaba fluye el Zamzam, el agua bendita subterránea que brotó milagrosamente para apagar la sed de Ismael y su madre, la familia del profeta Abraham. En los últimos tres años, los peregrinos llenaron millones de botellas con agua de Zamzam —algunos llevan mortajas, las bañan en agua bendita y luego las llevan de obsequio a sus hogares—. Es tal la demanda, que el reino le dedica su propio departamento al pozo de Zamzam con más de mil empleados, quienes supervisan los tanques, los bebederos de mármol, además de los refrigeradores de agua que la contienen.
Las ciudades que tocan los peregrinos tenían, para septiembre del 2013, poco antes de que iniciara la peregrinación, veinticinco hospitales públicos y un poco más de cinco mil camas para atenderlos. En el hach del 2012, los médicos hicieron cuatrocientas sesenta y tres cateterizaciones cardiacas, treinta y cinco cirugías a corazón abierto y dos mil veinticuatro tratamientos de diálisis. Un estudio de salud pública del reino enumeró una larga lista con los factores de más riesgo en la peregrinación. Al tope, están el calor y la exposición al sol, luego la sed, la muchedumbre, atascos de tránsito, mal descanso y el uso de calzado inadecuado.
Para los saudíes el hach es el motor de la sociedad. En los medios locales, es la gran noticia. Es natural que sea así. En el 2013, los ingresos por la peregrinación fueron de cien millones de dólares. Los visitantes desembolsan millones de dólares tan sólo en comprar el ihram —las prendas del peregrino—; casi cuarenta millones de dólares cada año.
Hay que usar la imaginación para hacerse una idea de como era La Meca en tiempos del profeta Muhammad, mil cuatrocientos años atrás, cuando el último de los profetas moldeo la peregrinación anual. Desde el boom petrolero, La Meca y Medina, las dos ciudades emblemáticas del islam, son urbes prósperas, con hoteles de cinco estrellas y rascacielos estilo Nueva York. Hay grúas y obras gigantescas donde quiera que uno mire. Los saudíes no se andan con pequeñeces: derrumban manzanas enteras y levantan edificios nuevos, perforan montañas y conectan túneles (La Meca, por lo pronto, está rodeada de montañas), levantan estadios al costado de la ruta, mezquitas junto a cada estación de servicio, y todo eso al mismo tiempo. La gente que pasa cinco años sin visitar La Meca, cuando regresa le parece irreconocible. Buscar rastros de la vida de Muhammad es como buscar rastros de Colón en América. Por suerte, allá afuera las águilas siguen revoloteando igual que antes y el desierto de Arabia continua como figura de cera, intacta, impenetrable.
Los lugares, en verdad, los hace la gente que pasa por ellos. Este desierto, donde no hay más que piedra volcánica y montañas y un sol que cae a plomo, Muhammad lo transformó en el epicentro espiritual: las montañas lo amaban, las ramas de los árboles eran cepillos de dientes, los dátiles frutos del paraíso, y las especias como el comino eran remedio contra todos los males, excepto la muerte.
Hace tanto calor en La Meca que en la mayoría de los hoteles de categoría las ventanas no tienen manija. Una forma de decirte: “Ni pienses en abrirlas”. Para los saudíes ahora es otoño, la temperatura llega a 40°C. Para ellos es un alivio; para cualquier turista, un horno.
Mis días en la peregrinación
En el Corán, Allah dice que uno viene a este mundo a ser probado: el hach es la gran prueba de resistencia. Hay cosas que no puedo hacer una vez que me pongo las prendas del peregrino, dos telas blancas llamadas ihram que simbolizan pureza y la igualdad de todos los musulmanes frente a Allah. No puedo tener sexo, ni cortarme pelo o uñas. Ni pienses —me advierten— en discutir, ni enojarte. En la medida de lo posible, lo mejor es despreocuparse. A cada uno Allah le prepara su medicina para curarse. Es su forma de hacerse ver. En un viaje de placer cada uno conoce su itinerario antes de poner un pie en el avión. Un viaje espiritual, en cambio, está en manos de Dios.
Paso el primer día del hach en Mina, a doce kilómetros de La Meca, el campamento más grande del mundo: 1.45 millones de metros cuadrados de carpas. Trescientos sesenta y un días al año, Mina es un pueblo fantasma. Los otros cuatro, desborda. Desde que se disparó un incendio que consumió dos kilómetros de carpas en 1997, donde trescientos cincuenta peregrinos perdieron la vida, se instalaron kilómetros de redes de agua y sensores de calor en las carpas. Ahora, techos y paredes son de teflón y fibra de vidrio.
En Mina, aguanto el calor y espero. Rezo junto a un peregrino de Tajekistan que, en tres años, quiere ser presidente; un general retirado del ejército de Marruecos, y un hombre de Dubuti, África, un lugar tan caluroso que, tres meses al año, la mitad de la población escapa al país vecino. En Mina, me hago uno con la multitud. Allah se sirve de la muchedumbre para ilustrar lo que hace con tu vida: arrastra, bloquea, empuja, eleva, aplasta, rescata, libera. No importa cuánto esfuerzo haga, si no sintonizo con la multitud estoy frito. Y esta es la llave que Allah pone en tu mano: la lección de dejarse llevar por Él.
Al día siguiente me traslado a Arafat, en los alrededores del monte Rahma, veintidós kilómetros al sudeste de La Meca. La primera foto que conozco de Arafat es una toma aérea del monte cubierto de nieve. “Estás confundido, eso no es nieve”, me dicen. “Es gente”.
Aun cuando es válido pasar el día en la ciudad, los peregrinos buscan sitio monte arriba, entre las rocas. En este lugar, por poco, Abraham sacrifica a su hijo Ismael, a pedido de Allah; y en una saliente, el profeta Muhammad dio su último sermón tres meses antes de morir.
Si uno viene aquí en este preciso momento —el hach son cinco días al año y se da en el mes del calendario islámico llamado Dhu’l-Hijjah—, Allah toma nota de lo que uno pide. Y cumple. El día de Arafat es el día de los pedidos, así que escalo el monte Rahma cuatro horas antes del amanecer, para ganar lugar. Llevo una libreta con los ruegos de cuarenta y siete familiares y amigos. Allah te lo muestra: uno es aquello que añora. Hay gente que pide amor. Gente que pide un buen morir. Gente que pide lo que no necesita. Rogar delata tu debilidad. Paso el día en Arafat leyendo una y otra vez la lista, pidiendo y pidiendo. Al atardecer, parto en autobús a Muzdalifah a descansar como indica la tradición, y de allí nuevamente al gran campamento de Mina. Es el momento de la limpieza.
Durante tres días, arrojo cuarenta y nueve piedras sobre monolitos gigantescos que simbolizan al demonio. Con cada piedra que uno tira, se van nuestras miserias. No es fácil desprenderse de ellas. Es como decirle a alguien que, si quiere bajar de peso, debe dejar el helado. Nos encariñamos con nuestro lado oscuro. Pero aquí, bajo el sol aplastante del desierto, Allah promete limpiarnos siempre y cuando nos comprometamos a no reincidir. No hay chance de mirar atrás.
Históricamente, este era el punto más crítico de la peregrinación. Las autoridades lo llamaban “la pesadilla logística”. En 1990, mil cuatrocientas veintiséis personas murieron aplastadas en el puente mientras apedreaban los monolitos. Para evitar tragedias, se construyeron otros pisos, un nuevo ramal de desembocaduras y se rediseñaron los monolitos. Abrar Siddiqui, operario del hach, señala que los pilares antes eran más pequeños y la gente a veces no acertaba en su tiro, entonces debían repetir el ritual, lo cual generaba catástrofes. Ahora, las explanadas son amplias y hasta compraron autobuses electrónicos para trasladar a los inválidos a descargar sus pecados.
En Mina, a izquierda y derecha, blancas filas de peregrinos subiendo y bajando puentes. El paisaje tiene un aire apocalíptico. “Parecen almas luego del juicio final”, compara un peregrino de Malasia. “Por eso se dice que el hach es un ensayo de la muerte”. Una vez que me libero en Mina de los demonios, me rasuro la cabeza, vuelvo a la ropa habitual, puedo tener relaciones y protestar, como tanto nos gusta. Mientras tanto, kilómetros más arriba, una multitud de ovejas y cabras son sacrificadas en nombre de todos nosotros. Recién entonces se abre el camino para visitar la Kaaba, en La Meca, la esperada casa de Allah.
A medida que me acerco a la Kaaba, el templo pionero construido por Adán, reconstruido por Abraham y su hijo, y luego remodelado en tiempos del profeta Muhammad, y la dirección a la cual millones de musulmanes orientan sus rezos cada día, mis oraciones tienen otro sabor. Cuanto más cerca estoy de la casa de Allah, más se siente la presencia del Dueno.
La Kaaba está de estreno. Un día antes le colocaron la nueva kiswa que cubre el templo: según el Saudí Gazette, en su elaboración trabajaron doscientos cuarenta costureros y se utilizaron seiscientos setenta kilos de tela importada de Italia y Suiza, que fue bordada con ciento veinte kilos de hilo de oro y plata.
Vi, como tantos, imágenes de la circunvalación de la Kaaba en televisión: el milagro de la multitud girando en sentido contrario a las agujas del reloj, la sincronía perfecta del hombre ante su Creador. Conocerla en persona, es otra historia. Hay gente que la rodea mientras habla por celular. Padres que llevan hijos y esposa detrás, sujetados a los hilos de su mochila como racimo de uvas. Hay un anciano doblado como una viga, sostenido por un hijo delante y por detrás otro, masajeándole la espalda.
Tengo suerte: me acerco tanto que puedo besar sus santos muros. La han perfumado y el perfume me pica en los labios. Doy siete vueltas alrededor de ella, la forma en que Él nos revuelve hasta disolvernos en un mismo caldo. Cada vez que la vuelva a ver en fotos, en la tele o donde sea, algo en mi interior dará un salto. Ya bastantes problemas trae explicar el amor que uno siente por otra persona. Expresar cómo la Kaaba capta mi corazón, imposible.
Dios tiene un sentido del humor muy fino: plasma la peregrinación más numerosa del planeta en un lugar donde las veredas prácticamente no existen, nadie se traslada a pie y muchas avenidas se cruzan a las corridas. En el monte Rahma, en Arafat, donde uno va a pedir, emplaza a media docena de mendigos —si quieres pedir, te dice, primero debes aprender a dar—. En la Kaaba, la multitud casi traga mi ihram y quedo desnudo, y por poco me arrolla una mujer en silla de ruedas. Tras ascender hasta la cueva de Hira, donde por primera vez el profeta Muhammad recibe la visita del ángel Gabriel, encuentro un puñado de monos y a dos comerciantes vendiendo celulares último modelo. No sé cual me sorprende más.
Al principio, pataleo. Todo eso, observo, no corresponde a una experiencia espiritual. Luego, acepto lo que viene. En definitiva, el musulmán acepta su destino. Y al final, entiendo. Así como muestra su humor, a lo largo del hach, Allah enseña su generosidad: se disfraza de peregrino de Uzbekistan, los dientes con funda de oro, y me rescata de una cueva taponada por la multitud. En el pico de sed de la tarde, me pone una pera en la mano. Y cuando el termómetro atraviesa los 40°C, tiende a mis pies una montaña de sombrillas.
Cada cual recoge del hach el antídoto contra sus males. Cuando está apurado, le cierra el paso. Cuando está agotado, alguien llega a darle fuerzas. Cuando la muchedumbre parece un caos, irrumpe el llamado a la oración y las filas se ordenan como campos de maíz.
El príncipe del reino llama a este hach uno de los mejores de la historia. Ni un caso de epidemia. Ni una estampida. Ni una amenaza. Un final feliz. La multitud vuelve a sus hogares, renovada, revivida y, si Allah quiere, perdonada.