Los sueños y el ritual
Vi The Warriors cuando tenía doce años. La pasaron en el Cinco (censurada, por supuesto). Me imaginé cómo le haría yo para recorrer una ciudad tan caótica y enorme como Nueva York en una sola noche. Pero lo que más me interesó fue la meta: Coney Island. Una isla-parque de diversión a la cual tenías que regresar: reelaboración de la Odisea, con pandillas, bates de beisbol y un profeta anarquista negro.
La siguiente vez que pensé en Coney Island fue en 2011, cuando Zoe Beloff trajo a México (al Museo Arte Alameda, exactamente) las películas de La Sociedad Psicoanalítica Amateur de Coney Island.
La historia va así: Freud visitó Estados Unidos, en 1909, para impartir unas conferencias en la Universidad de Worcester, Massachusetts. Fue su única visita a ese país.
La leyenda va así: Freud, en ese paso por Norteamérica, visitó Coney Island, que a principios del siglo XX estaba resurgiendo como campo vacacional de Nueva York. Los casinos, hoteles y burdeles abundaban y se construyeron los emblemáticos parques de diversiones: Luna Park y Dreamland. Freud quedó impresionado: Coney Island representaba, de una manera u otra, el colectivo de deseos no expresados o reprimidos, que encontraba su salida por medio de una algarabía de colores y simbolismos. Coney Island era el mundo de los sueños.
En esa visita, un tal Albert Grass, impresionado por La interpretación de los sueños (publicado en 1900), conversó con Freud sobre su teoría y sobre la pertinencia de los sueños en el análisis. Grass era ingeniero y, después de ese encuentro, definió su objetivo en la vida: “Construir un parque de diversiones siguiendo estrictos principios freudianos”.
Seguramente por falta de recursos y por la extraña propuesta, Grass nunca llevó a cabo su proyecto. En cambio, creó otro: La Sociedad Psicoanalítica Amateur de Coney Island. Esta Sociedad se dedicó, desde principios de los treinta hasta finales de los setenta, a discutir sobre la teoría freudiana de la interpretación de los sueños. La dinámica era simple: cada miembro, cada mes, debía elegir un sueño, reconstruirlo por medio de una película, interpretarlo según postulados freudianos y someterlo al escrutinio del grupo. Todos los años se daban premios al “mejor soñador”.
Esas grabaciones han sido rescatadas por Zoe Beloff y, en su canal de Youtube, pueden verse algunas de las películas de la Sociedad y un video de su aniversario de 1934.
Benjamin menciona, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, que la obra de arte (sobre todo la plástica, pero también la danza, la escultura y la música) nació como un parásito del ritual: sólo por su dependencia con un esquema religioso tenía lugar en el mundo.
La tradición, entonces, genera el espacio en el que la obra es entendida: como parte de una ceremonia sacra o como prueba de herejía. En cualquiera de los dos casos, la obra era lejana, ya fuera porque no debía ser tocada (un riesgo de contagio, de transmisión de un cierto maleficio) o porque debía ser mantenida a la distancia, como lo divino. También, para ambas posturas, el ciclo de las obras se cumplía porque existían, no porque fueran vistas. Una obra pagana afecta aunque esté velada: el becerro de oro tuvo que ser destruido por Moisés, no porque los judíos lo adoraran, sino simplemente porque existía; el Éxodo es claro: “No tendrás dioses ajenos delante de mí”.
Los murtis, en el hinduismo, son objetos rituales que sirven de “línea directa” con los dioses: a través de ellos se rinde veneración directa a Brahma. Sería completamente entendible que un murti permaneciera tras un velo siempre, que nunca fuera visto. Su función no depende de la veneración del ser humano, sino de que exista. Porque en realidad, el objeto es más que la obra, es una representación-materialización de la divinidad en este plano de existencia.
Este lugar parasitario dentro del ritual (es decir, que sólo a través del ritual tiene un sentido) crea lo que en la sociedad secular se llamó la “autenticidad”: parece que lo importante de Laocoonte, del Greco, es su lugar en la tradición (un ejemplo de la evolución pictórica Renacentista), su valor como testimonio histórico. Si El Prado se incendiara, no bastarían todas las fotos que se le han tomado al Laocoonte, algo se habría perdido irremediablemente; lo que importa es que la pintura exista, no que sea vista.
En las películas de la Sociedad Psicoanalítica Amateur de Coney Island, el movimiento es el opuesto al del arte como parásito: un sueño, que bien puede ser entendido como un objeto único, cuyo sentido depende de un esquema que lo soporte (la psique completa de quien lo sueña) y cuya importancia es que exista (suceda), se vuelve materia de estudio. Pero no sólo eso, también es materia pública, con capacidad de reproducción técnica.
El sueño que se cuenta en el análisis se queda en el análisis. El discurso que se elabora sobre él no puede ser reproducido, sucedió una vez y, si ha de retomarse el sueño en un punto posterior del tratamiento, será otro discurso, que será irrepetible, etcétera. Lo importante del discurso sobre el sueño (más que el sueño, porque éste es evanescente) es que exista, no que el analista lo escuche.
Con las películas de la Sociedad, los sueños se evaden del ritual —porque bien puede entenderse el análisis como un ritual de la persona, cuyos símbolos mutan según cada paciente—. Se abren más allá de la posibilidad del análisis. Estas películas ya no están en conexión directa con los que las “soñaron”, sino con aquellos que podrían verlas.
Las películas como materia de interpretación psicoanalítica se convierten en materia de exhibición. Su fundamento, como diría Benjamin, ya no depende de una existencia, del culto o del ritual, sino de su posibilidad de ser vistas.
Para Benjamin, si la función de culto del arte (que tiene como heraldo a la “autenticidad”) falla para entender el cine, es porque su fundamento está en otra parte: la política, la posibilidad de crear aglomeraciones humanas heterogéneas. La intención de Glass (construir un parque de diversiones bajo estrictos conceptos freudianos) se llevó a cabo pero en otro sentido al que él deseaba: en efecto, creó su propio Dreamland pero con películas y así como lo importante de una montaña rusa es la diversión que pueda causar (por eso es tan triste un parque de diversiones abandonado: la reliquia del sinsentido), lo importante de estas películas es su poder de exhibición: el parque de diversiones de Glass sucede casi ochenta años después en el Museo Arte Alameda.
Dos recomendaciones de las películas de la Sociedad:
[También los invitamos a leer De la Filosofía, Benjamin y el Cine, que es el texto inaugural de esta serie].