Tierra Adentro
Fotografías: cortesía de El Diario de La Pampa

¿Es la marginalidad una sentencia ineludible? ¿Puede pensarse como una condena hereditaria? El cronista argentino Leonardo Tarifeño muestra, mediante un suceso lamentable ocurrido en la provincia argentina de La Pampa, posibles respuestas a éstas y otras preguntas vitales sobre el perdón y la sensibilidad humana.

Para Luis Moreiro

El video dura poco más de siete minutos y aún hoy está disponible en YouTube. No es una snuff movie , pero a su manera recrea la obscena representación de la muerte en directo. En las imágenes, una chica tapada con una capucha negra y de espaldas a la cámara cuenta, con precisión escalofriante, los mismos hechos que pocos días antes de la grabación había denunciado ante la policía. “Nos habíamos separado hacía un mes. Yo había vuelto con él porque me había amenazado con que se iba a matar. Estuvo como tres semanas así. Me pegó. Y desde que se quiso matar, cuando le dieron el alta, no quise saber más nada. Le dije a la madre que me perdonara pero que no podía seguir con esa situación. Además, yo ya no estaba con él porque quería, sino porque me amenazaba con que se iba a matar”. La voz suena dulce, suave y quebradiza. Es la voz de una niña frágil, una menor de edad violada y desesperada, que había acudido a ese programa televisivo, En boca de todos, para pedir una ayuda que nunca llegó. Que el video todavía retumbe en las profundidades de la caverna digital podría significar que su historia se resiste a desaparecer. O que el pedido de auxilio no caduca y se mantiene, cruel recuerdo de una tragedia que convirtió la ternura de esa voz en un grito agazapado en el abismo del tiempo.

Carla Figueroa tenía diecisiete años cuando entró al estudio de En boca de todos. La acompañaban su hermana Soledad y la sombra aterradora del miedo, un sudor helado y pegajoso que le recorría las sienes y el pecho cada vez que pensaba en la posibilidad de que Marcelo Tomaselli, su exnovio y padre de su hijo, saliera de la cárcel tras la violación a la que la había sometido tres días antes, la noche del 14 de abril de 2011, en un descampado a las afueras de General Pico, el pueblo de La Pampa en el que ambos vivían. “Ese día, yo llegaba a lo de su mamá, y en lo que estacionaba la moto se me apareció por detrás —señala Carla en el video—. Se subió a mi moto y me dijo que fuera con él, que tenía que hablar conmigo. Yo le dije que no, que se bajara, que iba a hablar con su madre pero con él no. Insistió y me dijo que si yo quería volver a ver a mi hijo, Valentín, le hiciera caso y arrancara para donde me decía. Ahí le pregunté qué le había hecho al nene, porque yo recién salía de trabajar y no sabía dónde estaba mi hijo. Me dijo que le hiciera caso, yo le decía que no y que no y que no, y entonces sacó un cuchillo y me lo puso en las costillas. Yo todavía pensaba que estaba jugando, y le pedí que sacara la mano. Y él contestó que no le importaba nada, y que le hiciera caso y fuera por donde él me dijera”. De acuerdo a su relato, verificado por la justicia, Marcelo forzó a Carla a ir juntos en la moto hasta la salida a la carretera provincial. A un costado de ese camino solitario, Tomaselli le exigió a los gritos que lo perdonara, le dijo que la quería y que no entendía por qué ella era “tan mala” como para no disculparlo. Carla le respondió que necesitaba estar tranquila porque ya se había cansado de tantos problemas, y empezaba a acercarse a la moto para regresar al pueblo cuando él la golpeó y la tiró al piso. Desde el suelo la tomó con fuerza hasta un desagüe y, entre insultos y amenazas de que las cosas “podían ponerse peor”, sacó el cuchillo, se lo puso en la cara y la obligó a quitarse la ropa. “Me dijo ‘sacate todo porque yo acá te cago matando y no me importa nada’. Le hice caso. Hizo lo que tenía que hacer. Fue, se prendió un cigarrillo. Yo me vestí, me paré, y él, con el cigarrillo y el cuchillo en la mano, me empujó y me tiró al piso otra vez. Se me sentó arriba de la panza y me dijo que yo no me iba a ningún lado, porque él había ido ahí a matarme”. El 15 de diciembre, meses después de aquella escena, la madre de Tomaselli recordaría con iguales dosis de asombro y angustia la pesadilla que vivió esa noche. “Serían más o menos las once cuando llegaron los dos juntos en la moto de Carla —contó Rosana Muchiut—. Ella me dijo que se habían encontrado para hablar, pero que él se puso mal. En un ratito lo hizo entrar a bañarse y lo acostó. Y cuando nos quedamos solas, me llevó a la cocina y me dijo ‘Flaquita, tu hijo me violó’. Le dije ‘¡Carla, Dios mío, por qué no me contaste eso apenas entraron!’. Pero yo la entendí: pobrecita, ella estaba amenazada, le tenía miedo”. Ese pavor indescriptible la había arrastrado hasta el programa de televisión, uno de los más vistos de General Pico, para alertar públicamente sobre lo que podía suceder si Tomaselli quedaba libre. En su testimonio, Carla concluye: “Yo quería dejarlo en la casa de la madre, un lugar donde sabía que se iba a quedar, e ir a buscar a mi hijo, porque no sabía dónde podía estar. Cuando lo dejé, me fui a lo de mi hermana, le conté lo que había pasado y nos fuimos juntas a hacer la denuncia. Ahora él está detenido por unos días, pero me dijeron que es posible que salga a la calle. Y yo tengo miedo porque no sé de lo que él es capaz. A mí me dejó muy en claro que no le importa nada, y yo tengo un hijo”.

La madrugada del 10 de diciembre, una semana después de haber recuperado su libertad, Marcelo Tomaselli hizo realidad las amenazas y mató a Carla Figueroa de once puñaladas. Cuando la policía entró al cuarto de la casa de Rosana, donde se había cometido el crimen, el oficial Javier Silvane vio que el asesino fumaba y acunaba a Valentín, a quien le susurraba que las manchas de las paredes y de los cuerpos de ambos no eran de sangre, sino de pintura. Por la tarde, ya en la soledad de su celda, Marcelo quiso ahorcarse con sus pantalones. El policía que descubrió el intento de suicidio lo desató rápidamente, y tras darle agua y llenarlo de recriminaciones, le preguntó si quería matarse porque se daba cuenta de lo que había hecho. “No, yo sé lo que hice. Yo por algo la maté”, le respondió Tomaselli.

—Haya sido por lo que haya sido, nada te justifica —contestó el oficial.

—¿Con todo lo que me hizo? ¡Si se lo merecía!

El caso de Carla Figueroa forma parte de una larga lista de abusos y violencia contra la mujer que recorre la Argentina Actual. Fotografía: cortesía de El Diario de La Pampa.

El caso de Carla Figueroa forma parte de una larga lista de abusos y violencia contra la mujer que recorre la Argentina Actual. 

La dramática historia de Carla Figueroa sería una más de la larga lista de abusos y violencia contra la mujer que recorre la Argentina actual, donde cada treinta y cuatro horas se produce un feminicidio, si no fuera porque en este caso el asesino salió de la cárcel por expreso pedido de la que finalmente sería su víctima. Tras una tenaz e inexplicable lucha de Carla, quien durante meses había manifestado su deseo de que Marcelo recibiera una condena, la pareja se casó el 28 de octubre, medio año después de que él ingresara a prisión por los hechos del 14 de abril. Gracias al polémico recurso legal de “avenimiento” o perdón, Tomaselli fue liberado el 2 de diciembre. Y una semana más tarde mató a Carla ante los ojos de Valentín, quien acababa de cumplir dos años.

Diecinueve años atrás, durante una noche de carnaval, el oficial Javier Silvane también había atendido la denuncia del asesinato a puñaladas de una mujer. El policía nunca olvidaría esa llamada porque, en esa época, en General Pico eran muy raros los delitos seguidos por violencia extrema (hoy hay más de cua- renta denuncias anuales de abusos sexuales de todo tipo, una cifra altísima para una población de ochenta mil habitantes).

El asesino fue detenido de inmediato y el fiscal consiguió que se lo castigara con la pena de cadena perpetua. Pero ocho años después, tras cumplir los últimos cuatro de la condena bajo el régimen de libertad condicional, el hombre que había matado a su esposa quedaba libre y sin cargos. Cuando en la madrugada del 10 de diciembre Silvane llegó a la casa de Muchiut, reconoció al ensangrentado Tomaselli (a quien había visto en la cárcel del pueblo durante sus días como detenido por violación), le arrebató a Valentín de los brazos y, tras preguntar el apellido de la víctima, recordó en un fogonazo cada detalle de aquella noche de carnaval. Y ató cabos: Carlos Figueroa, el asesino de entonces, había matado a su esposa, la madre de Carla, quien mientras él hacía memoria yacía destrozada en un cuarto donde su sangre corría por el piso, las paredes y los muebles. Hoy Carlos vive en la misma casa donde asesinó a la que era su mujer, y los hijos que tuvo con su nueva pareja duermen en el cuarto que fue, y aún es, el lugar del crimen. El 11 de diciembre, mientras unos pocos familiares velaban a Carla, él asistía al bautismo del hijo de un amigo.

Al momento de su muerte, Carla era una chica atractiva, de grandes ojos negros, sonrisa contagiosa y un pelo oscuro y lacio que nunca sabía cómo llevar. En su vida todo había sido muy difícil. Tenía apenas ocho meses cuando perdió a su mamá; de chiquita la criaron entre su hermana Soledad y su abuela Juana, y a los doce años dejó la escuela para trabajar como personal doméstico en casas y oficinas. A los trece conoció a Tomaselli, quien era seis años mayor y hacía labores de peón en una obra junto con el novio de una prima. Marcelo y uno de sus hermanos, Walter, visitaban todas las noches a su amigo, y como su casa era vecina a la de Carla, se acostumbraron a juntarse para tomar mate y charlar un rato. A pesar de la diferencia de edad, a nadie sorprendió que se pusieran de novios, y tras un año de amor sin grandes sobresaltos se fueron a vivir juntos. A los quince, ella quedó embarazada. Él no tenía un trabajo fijo, y el día a día se hizo cada vez más difícil. La convivencia se tornó áspera y conflictiva, aunque ninguno de los familiares recuerda haberlos visto discutir o pelearse en público. En marzo, después de varias semanas en las que él la amenazaba con suicidarse si ella lo dejaba, la relación se terminó. Carla regresó por unos días a la casa de la abuela Juana, muy próxima a la de Soledad. Empezó a trabajar en el maxikiosco de Daniel, en el cruce de las calles 33 y 36. Hacía planes para volver a estudiar y terminar la escuela. Se inscribió en una academia de danzas folclóricas, Renacer Zupay, donde descubrió que bailar la hacía feliz. Pero el 14 de abril Tomaselli volvió a irrumpir en su vida, y ella ya no pudo o no supo o no quiso detenerlo.

De hecho, la gran pregunta que envuelve el recuerdo de Carla es por qué ella decidió, contra todos los consejos y advertencias de parientes, amigos y fiscales, sacar de la cárcel a aquel que la había violado y amenazado de muerte, el mismo al que durante un buen tiempo le temió al grado de presentarse en un estudio televisivo para denunciar su peligrosidad. A pesar de lo que Figueroa creyó, o quiso creer, la realidad indicaba que Tomaselli nunca dejó de agredirla, y por eso el perdón y posterior casamiento resultan tan desconcertantes. “La noche que se casó yo fui a ver a mi mamá, la abuela de Carlita —indicó Stella Maris Quiroga, tía de la joven—. Cuando llegué, vi que mi sobrina hablaba por teléfono con él, que llamaba desde la cárcel. Me dio el celular y me pidió que escuchara. Y ahí, Marcelo decía: ‘hija de puta, por tu culpa ahora soy la novia de la cárcel, te voy a matar como a tu mamá’. Yo no aguanté y le dije: ‘cuidado con lo que decís, Marcelo’. Y entonces me respondió que no me preocupara, que era un juego. Pero no era un juego, la amenazaba en serio”. Ya con los hechos consumados, y por más que cueste ponerse en su lugar, para entender la historia de Carla es imprescindible comprender la que fue la decisión más importante de su vida. ¿Por qué intercedió en favor de quien la había golpeado y violado y juraba matarla? ¿Por culpa, por pena, por soledad, por el recuerdo de la vida compartida? ¿Por no exponerse como “madre soltera” en un pueblo chico? ¿Por la necesidad urgente de tener una familia? ¿Por amor?

Una semana después de haber recuperado su libertad, Marcelo Tomaselli hizo realidad las amenazas y mat+o a Carla Figueroa de once puñeladas. Fotografía: cortesía de EL Diario La Pampa.

Una semana después de haber recuperado su libertad, Marcelo Tomaselli hizo realidad las amenazas y mató a Carla Figueroa de once puñeladas.

Lo único cierto es que la tozudez de Figueroa llegó a su clímax el 28 de octubre, cuando se casó con quien menos de dos semanas después cumpliría su promesa de matarla. El impacto de la boda fue decisivo y convenció a los jueces Gustavo Flores y Carlos Jensen de permitir el “avenimiento”, la cuestionada salida legal que liberó a Tomaselli. Acerca de este recurso, que parece una herencia de los tiempos en los que la mujer que denunciaba una violación se convertía en blanco de sospechas, el ministro de la Corte Suprema de Justicia, Eugenio Zaffaroni, señaló que “sin dudas, es una pieza arqueológica del Código Penal. Con el ‘avenimiento’ decimos que, si la víctima perdona, el victimario ya no debe cumplir la condena. Pero, ¿por qué el delito de violación es el único del Código que puede tener esa excusa absolutoria? Sería más lógico que existiera en el robo: alguien se lleva algo, lo devuelve, es perdonado, paga su acción con una condena de ayuda social como, por ejemplo, arreglar una casa durante un mes. Allí tiene más sentido. Pero en la violación, que incluye violencia, me parece que quedó como un resabio de otro tiempo, una pieza arqueológica”.

El “avenimiento” reflejaría una época en la que las mujeres no habían conquistado los derechos que poseen actualmente, y en pleno 2011 sirvió para que dos jóvenes que sólo se tenían el uno al otro reafirmaran un vínculo tan poderoso como indescifrable. El 30 de noviembre, dos días antes de la liberación de Tomaselli, Carla le explicaba a una amiga, vía sms, el motivo de su decisión: “Nada justifica lo que él hizo, simplemente supe perdonar. Marcelo es la persona que más amo en mi vida junto a mi gordito, fui capaz de perdonarle cualquier cosa x amor no x locura y lo único que quiero es estar junto a ellos”. Los jueces Jensen y Flores creyeron en palabras parecidas, y sus votos de aprobación del “avenimiento” hoy cargan con el peso de la mayor responsabilidad en el destino fatal de Figueroa. “Haber autorizado el matrimonio de estos chicos fue una barbaridad —me dijo el fiscal general Carlos Salinas, en su oficina de los tribunales de General Pico—. ¿Qué validez puede tener la decisión de una persona que estaba totalmente traumada, tanto por la violación como por lo que había sido su vida? Carla y Marcelo eran dos marginales sin ninguna contención social, de lo cual bastante culpa tenemos todos nosotros. Pero está claro que no se puede juzgar o condenar sin conocer a la gente, como fue el caso de Jensen y Flores, que no se movieron de la capital, Santa Rosa, y ni siquiera se acercaron a Pico para conocer su entorno”.

Visto lo ocurrido tras la salida de la cárcel de Tomaselli, la decisión de los jueces parece, por lo menos, desacertada. Sin embargo, ese error no explica por sí solo las múltiples dimensiones de una tragedia en la que el abandono, la indiferencia y la hipocresía también jugaron su rol. En el caso de Marcelo, se trataba de un adicto a las drogas desde los trece años que jamás había recibido una ayuda social. A los diecisiete intentó suicidarse, y en febrero de 2010 su padre murió por cáncer de pulmón. Cuando ingresó a la cárcel por la violación de Carla, su hermano Walter pidió que se lo internara en un hospital psiquiátrico, pero tras dos días de exámenes le dieron el alta. “Yo no entendía cómo los médicos dicen que un tipo que abusa de una chica y la amenaza de muerte está bien de la cabeza —me explicó—. Así que le pregunté al doctor Palacios, del Hospital Gobernador Centeno, y me dijo que le daba el alta porque no quería un interno, un presidiario, en el hospital. La justicia le había otorgado el permiso para un tratamiento ambulatorio, pero lo que él necesitaba era una internación efectiva. Yo sabía que él era peligroso para ella. Y para curarse necesitaba ayuda”.

Mientras tanto, en el Congreso provincial, el pedido de juicio político a Carlos Flores y Gustavo Jensen corrió por cuenta de los mismos legisladores que, meses antes, no autorizaron el presupuesto necesario para que los tribunales pampeanos tuvieran una Oficina de Atención a la Víctima. “A mí me pareció absolutamente sincera —se justificó Flores en la prensa local—. Nos dijo que estaba de acuerdo con el casamiento y que quería rehacer su vida de pareja junto al hijo de ambos. De ninguna manera me pareció que se encontrara bajo presión, y por ello adopté una decisión que me pareció la correcta”. En la misma línea, Jensen señaló que “la gravedad de los sucesos requiere autocrítica. Es fácil juzgar después de que ocurrió el hecho, pero lo más difícil de esta actividad es que juzgamos conductas humanas y es imposible saber con antelación lo que va a pasar. En este caso, más allá de la desconfianza que generaba la situación, era importante evitar el error de negarle la oportunidad de perdonar a su agresor a quien así lo pedía, y de convivir con él si así lo deseaba. Además, el abogado de Carla, Raúl Quiroga, era su tío. ¿Qué había para presumir que no actuaba con libre albedrío?”.

Sea como fuera, ningún atributo legal o catástrofe jurídica revelan el enigma de Carla, quien casi de un día al otro pasó del pánico al amor y de la condena pública al perdón privado. Tras la violación, ella había intentado rehacer su vida junto con César Elías, un policía de treinta y un años a quien había conocido en febrero. En la intimidad le contó el maltrato que había sufrido, el miedo que le tenía a Tomaselli y por qué pensaba dejarlo definitivamente. Pero un día ella fue a la cárcel para que Marcelo estuviera un rato con Valentín, y ahí César decidió alejarse. La relación acabó poco después, a mediados de julio, y a partir de ese momento Carla volvió a quedar a solas con sus fantasmas. “Es verdad que al final ella estaba convencida de lo que decía, lo que de ninguna manera significa que decidiera en forma libre y consciente —me dijo la fiscal Ivana Hernández, quien veía a Carla al menos dos veces por semana durante los meses que duró el proceso—. Por eso yo me negué al ‘avenimiento’. Se había convencido de un discurso, o de que lo quería y lo seguía queriendo, pero lo cierto es que, desde mayo al 20 de septiembre, cuando presenta el ‘avenimiento’, le tenía mucho pero mucho miedo a Tomaselli, y siempre quiso que él tuviera una condena”. Ivana es una mujer pequeña y rocosa, de voz ronca y el temperamento blindado de quien un día sí y otro también firma pedidos de prisión. Toda su fuerza, que no me pareció poca, se concentraba en sus furiosos ojos miel, donde el recuerdo de Carla ensombrecía su mirada. Mientras me hablaba, sonó el teléfono: una niña de once años había salido por la tarde con su novio de veinte y ya no volvió a dormir a su casa. “¿Ves? La madre no va a buscarla a la casa del novio, prefiere llamar a la comisaría. Pero la policía no puede cumplir el papel de la familia. Acá es donde me parece que fallamos como sociedad”, señaló, asombrada, en un susurro grave que revelaba su tristeza.

—Durante las audiencias del “avenimiento”, ¿Carla te explicó su repentino cambio de opinión sobre Marcelo?

—En esos días yo le expliqué que me iba a oponer, por más que ella quisiera llevarlo adelante. Y después de una audiencia me mandó un SMS donde decía que me agradecía mucho, pero que creía que ésa era la mejor solución. A mí lo que ese sms me decía era que atrás había algo más. En la audiencia no hablé de “manipulación directa”, porque no me constaba ni podía pro- barla, pero estoy segura de que todo el entorno facilitó esa decisión. Y esto tiene que ver con un entorno sociocultural donde las mujeres seguimos determinados mandatos que, de alguna manera, nos imponen algo así.

—¿Te refieres a que ella no quería que se la viera como una “mujer violada”?

—Yo no sé si eso le pesaba a Carla. En realidad le pesaba toda su historia, no quería que su hijo viviera lo que a ella le había tocado vivir. Todos sus problemas estaban relacionados con las carencias afectivas que tuvo de chica. Ella tenía una familia que la rodeaba, pero se crió sola. Y, de hecho, cada vez que vino a la Fiscalía llegó solita, sin nadie que la acompañara. ¡Estamos hablando de una chica de diecisiete años, una nena! Yo muchas veces le planteé que su caso con Tomaselli no era igual al de su mamá, le dije “tu hijo todavía tiene su madre”. Y hoy por hoy…

—¿Su hijo va a vivir lo mismo que ella?

—Sí, lamentablemente sí. Sólo que ahora espero que el Estado y el sistema judicial hagan por esa criatura lo que en su momento no hicieron por Carla.

—¿Ella se sentía culpable de haber mandado a Tomaselli a la cárcel?

—A mí nunca me manifestó nada de eso. Para mí Carla estaba segura, convencida, de que quería a Tomaselli con una pena y adentro de la cárcel. Quería que pagara por lo que le había hecho. A veces venía aterrada porque le habían dicho que lo habían largado. Y yo le tenía que explicar, sobre todo al principio, que no iba a salir porque habíamos pedido una ampliación de la prisión preventiva. Ella le tenía mucho miedo.

—Carla tuvo, como dices, carencias afectivas. Y Marcelo, también. ¿Por eso la unión entre ambos fue tan fuerte?

—Es muy probable. En general, en casos de abusos, las fa- milias de los acusados se acercan para saber qué hacemos; la de Tomaselli no apareció nunca. Por eso, yo diría que los dos, Marcelo y Carla, estaban muy desprotegidos. El primer juez con el que trabajé siempre decía que, en este tipo de conflictos, “la enfermedad es de uno, pero con el tiempo el otro se la contagia”. Es todo tan triste…

Al salir de la Fiscalía me crucé con el médico encargado de las pericias psiquiátricas, quien días atrás me había negado una entrevista porque sus conclusiones estaban amparadas por el secreto del sumario. A pesar de lo que sugería su discreción profesional, en un momento me llevó a un rincón de un pasillo para decirme, por lo bajo, que de acuerdo a sus pericias Marcelo reunía “todos los rasgos histriónicos del psicópata”. Con amabilidad provinciana, me invitó a sentarnos en un parque vecino. Y ahí me contó lo que más lo indignaba: que en las calles y los bares se hablaba de un misterioso video hot de Carla y un hombre desconocido, supuesta prueba de una alta traición que para algunos justificaba la furia asesina de Tomaselli. “Estamos en un pueblo chico, aquí todo lo que se inventa se convierte en algo parecido a la verdad —me dijo—. Nadie vio ese video, pero todos hablan de él. ¿Y qué hay detrás de eso? Razones que la gente aceptaría. Como nadie se puede explicar lo que pasó, inventan una razón a la medida de lo que quieren creer. Ahora resulta que Carla es más culpable que víctima. Es preferible pensar eso que enfrentar la realidad, mucho más cómodo y tranquilizador. Lo difícil es tratar de entender”.

Marcelo fue condenado a prisión perpetua por "homicidio agravado" el 27 de junio de 2012. Fotografía: cortesía de El Diario de La Pampa.

Marcelo fue condenado a prisión perpetua por “homicidio agravado” el 27 de junio de 2012.

General Pico vivió su momento de gloria el 20 de marzo de 2011, cuando inscribió su nombre en el Libro Guinness de los Récords. Ese día, ochenta asadores cocinaron trece toneladas de carne vacuna para más de treinta mil personas, orgía gastronómica que desde entonces figura como “el asado más grande del mundo”. No es difícil imaginar que, en esa misma jornada, Carla Figueroa le daba vueltas a las intrigas que le planteaba su vida. Acababa de separarse de Marcelo Tomaselli y su futuro le daba vértigo. En dos meses, el 20 de mayo, iba a cumplir dieciocho años.

Recorrí las polvorientas calles de Pico como si buscara explicaciones para lo que ya no se podía cambiar. El silencio cobijado por los árboles y el horizonte de casas bajas me hacían sentir dentro un paisaje de juguete, donde hasta los niños que corrían en la calle parecían parte de un sueño. Nada demasiado terrible podía ocurrir allí, pensé, antes de recordar que el calificativo “infierno grande” se inventó justo para los secretos que albergan los pueblos chicos. Sin embargo, a pesar de mis recelos, la amabilidad constante no me dejaba desconfiar. En cada tienda que entraba, los comerciantes me daban charla y me dedicaban un tiempo y una cortesía que mi vida urbana había olvidado por completo. En una, mientras intentaba pagar por una playera negra, el anciano que atendía me habló y habló de la calidad de la tela, de las marcas preferidas de su esposa y de los clientes que conserva desde hace décadas. ¿Carla sería igual de cálida y amable? Trataba de imaginarla para que su decisión de perdonar a Tomaselli no me resultara tan ajena. ¿Qué me impedía creer que ella podría haber actuado por amor? La vida es demasiado compleja para creer que se puede ser coherente. ¿Y por qué una adolescente que sufrió durante años tenía que ser un ejemplo de coherencia?

En cada calle por la que me perdía, encontraba negocios bautizados como sus dueños: Autoservicio Horacio, Panadería Pérez, Supermercado Luci, Kiosco Dani. Debería entrar a ese kiosco, me dije, porque allí trabajó Carla. Sin embargo, preferí avanzar hasta la casa de Rosana, el lugar donde el drama se había convertido en crimen. Llegué a la esquina de 36 y 29 bis lleno de dudas que cuestionaban mi presencia en ese rincón del barrio Ranqueles. ¿Qué derecho tenía yo para meterme en la casa y la vida de esa gente, herida por un dolor que los acompañaría para siempre? A un lado de la puerta de reja, un grupo de niños jugaban y reían. Seguramente allí Carla dejaba su moto cada noche, antes de meterse en el cuarto que la pareja había transformado en su hogar matrimonial. Nada hacía pensar que detrás de ese patio se había vivido una de las peores tragedias en la historia reciente de la provincia. Hice a un lado la reja y pregunté por Rosana. Lo único que me daba derecho a traspasar ese umbral era la obligación de contar la historia de Carla y Marcelo de una forma que ayudara a comprenderlos.

Rosana estaba sentada a la mesa cuando uno de sus hijos, Walter, me hizo pasar. Con respeto y pesadumbre, ella me invitó a sentarme a su lado, segura de que su palabra era necesaria. Además de Marcelo, Carla y Valentín, era la única persona que había estado presente durante el asesinato de su nuera. Ya había declarado ante la policía; al verla, encogida y pálida, me pareció que quería contar su testimonio para que nadie tuviera dudas de lo que había sucedido esa madrugada fatal. “Esa noche yo había salido a cenar con una amiga —me dijo, con la mirada baja y las manos cruzadas sobre la mesa—. Más o menos a las dos salieron, no sé adónde, y habrán regresado a las 2:30. Marcelo entró la moto en el garaje y ella puso agua para el mate. Yo los sentía desde mi cuarto porque estaba acostada. Todo estaba bien. Después, lo último que escuché fue la llave en la puerta de su habitación, pero no me sorprendió porque lo hacían siempre. Y al ratito me despertaron los gritos del nene, llantos y más gritos. Lo primero que pensé fue que el nene se había caído de la cama. Pero yo sentía que Marcelo hacía algo atroz ahí adentro.

—¿No escuchó los gritos de ella?

—No. De ella no escuché ni un quejido, nada. Me levanté y pateé y pateé la puerta como loca, y cuando él la destrabó, la vi a ella paradita en un rincón, llena de sangre, y con las manos me hizo un gesto como diciéndome “¡sacame de este infierno!”. Pero yo no pude, no pude… quedé paralizada. Lo único que pude hacer fue sacar al nene y llevármelo para el cuarto. Cuando volví, él la había acomodado en el piso y le daba y le daba… hasta que la terminó de matar. Ahí yo pensé “¡ahora viene por nosotros dos!”. Así que volví al cuarto, me puse de espaldas a la puerta y protegí al nene contra la ventana, Dios sabe cómo apreté a ese nene. Hasta que en un momento escuché que él salía del cuarto y decía “ya está, ¡la maté!”.

—¿Y entró a su habitación?

—Sí.

Chorreaba sangre por todos lados y me dijo “dame un beso, vieja”. Me sacó al nene y yo salí corriendo, agarré el teléfono para llamar a la policía pero no podía, marcaba cualquier número, estaba aterrorizada. Al final, cuando conseguí marcar, vi que él salía con el nene en brazos. Tarareaba “mi corazón está aliviado” como si fuera una canción, fuerte. No sé de dónde sacó un cigarrillo, lo encendió y se puso a hamacar al nene. La policía tardó segundos en llegar, está muy cerca de acá. Y cuando entró uno que yo conocía, le dije “sacá el arma y pegale un tiro al cobarde éste”. Yo quería escuchar un quejido, algo de ella. Y después de eso no me acuerdo más.

—¿Cómo pudo haber hecho algo así? ¿Qué explicación te das?

—Al que yo vi esa noche no era mi hijo. Estaba transformado. Para mí, enloqueció.

—¿Ahora lo odiás? ¿Te arrepentís de haberle pedido a un policía que lo matara?

—La verdad, yo ahora no siento nada por mi hijo. Me duele mucho Carla, él no me duele. Es como que no caemos, no sé. La vez que fue preso yo me moría por él, estaba como desgarrada. Ahora no. No sé si con el tiempo voy a caer y me voy a hacer más mal todavía. Casualmente, hoy vino el padre de la parroquia y le dije, no sé qué tengo, no siento nada. No siento nada.

Mural hecho por el Movimiento por los Derechos de las Mujeres de General Pico, a un año del asesinato de Carla Figueroa. Fotografía: cortesía de El Diario de La Pampa.

Mural hecho por el Movimiento por los Derechos de las Mujeres de General Pico, a un año del asesinato de Carla Figueroa.

En General Pico el 2011 se despidió con una manifestación. La convocaba Soledad Reynoso para pedir justicia por su hermana, Carla Figueroa, y en protesta por la violencia contra la mujer. En el patio de la casa de Soledad, como en el de Rosana, también había niños que jugaban y reían cuando yo llegué. Uno de ellos era Valentín. El otro corría de un lado para el otro con una vieja espada de Darth Vader. Era uno de los cuatro hijos de la pareja de Soledad y Mariano, que viven juntos desde hace casi veinte años. Si la ley lo permite, Valentín va a crecer en una familia numerosa.

La casa de Soledad es muy parecida a la de Rosana. En ambas hay un patio mínimo, paredes en plena construcción y un mundo de gente alrededor. A un lado de la gran mesa se ubica un mueble enorme con fotos donde los hijos sonríen, prueba de un ánimo familiar dispuesto a esperar tiempos mejores. En una de las fotos, Carla abraza al niño que en el patio combatía contra el lado oscuro de la Fuerza, sin conciencia de que su madre ha muerto. “Él vio todo lo que pasó, pero por suerte no se dio cuenta —dijo Soledad—. Como la mamá trabajaba todo el día y lo dejaba solo mucho tiempo, todavía no pregunta por ella. Pero yo creo que él presiente que su mamá no está más”. Y antes de que pudiera preguntarle nada, las primeras lágrimas se le clavaron en la voz.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Carla?

—Hace dos meses más o menos. Estábamos enojadas porque yo no quería que siguiera con Marcelo. Yo había pasado por todo, la denuncia, la policía, todo, y luego me tuve que tragar que se casara. Era muy fuerte, muy fuerte. Así que nos enojamos. Pero ahora me reprocho eso. Tendría que haberla ayudado. Siento culpa por haberla dejado sola. Me tendría que haber guardado el orgullo. A veces me parece que, si salgo a buscarla, la voy a encontrar. Es una sensación que tengo. Yo digo que debo estar volviéndome loca.

—Cuando ustedes se distanciaron, ¿pensabas que iba a ocurrir lo que finalmente pasó?

—Sí. Yo digo que ella firmó su sentencia de muerte cuando se casó. Pero como consuelo me dije que Valentín iba a estar feliz con su mamá y su papá. Y luego nos desayunamos con esto. Qué fue… no sé, no encuentro la palabra para decir lo que fue para nosotros. Es terrible, pero yo creo que Carla sabía que se iba a morir. Desde unos días antes del asesinato, ella empezó a visitar a mi mamá, en el cementerio. Como si hubiera sabido lo que le iba a pasar.

—¿Por qué perdonó a Marcelo?

—Y, para mí ella cambió mucho cuando empezó a llevarles a Valentín a la mamá y los hermanos de él. Cada vez que iba para allá, volvía distinta. Una tía mía escuchó que la mamá decía “ay, si a Marcelo lo condenan se muere, Carlita va a tener que preparar a su hijo para el velorio de su papá”, cosas así, que la confundieron un poco. Pero que le tenía miedo a Marcelo, le tenía miedo. Estaba confundida, porque lo quería. Y como que ya estaba cansada. Siempre decía “yo quiero mi familia”. Era una chica muy inteligente, pero esta vez se equivocó.

—¿Le reprochás algo a la justicia?

—Sí, lo del “avenimiento” fue injusto. Yo no entiendo de cosas así, pero fue injusto porque la violación y las amenazas estaban comprobadas, y mi hermana no estaba bien psicológicamente como para perdonar a nadie. Además, ¿cómo es? ¿Vos me violás y a los ocho meses quedás libre? No entiendo eso.

—¿Por eso convocás a la marcha para Carla?

—Sí, para que no haya una Carla Figueroa más. Ni una más. El sol de La Pampa se hundía en el cielo de la tarde cuando dejé a Soledad y a Valentín. Caminé entre calles arboladas y barrios anegados, tomé una avenida que bordeaba una cancha de futbol y retomé la calle que conocía, la del Autoservicio Horacio, el Supermercado Luci y el Kiosco Dani. Debería ir al kios- co, me dije, y volví a preguntarme sobre mi derecho a entrar en el dolor de los demás. Me quedé un rato en la puerta antes de tomar una decisión. En la ventana del kiosco, un cartel reclamaba justicia por Ilián Josías Fernández, un niño muerto en un presunto accidente con armas de fuego. En memoria de Carla no había ninguno.

EPÍLOGO

En marzo de 2012, la figura del “avenimiento” se eliminó del Código Penal. El juez Carlos Flores fue ratificado en su cargo por un jury de enjuiciamiento que, si bien consideró que fue “negligente” en el caso de Carla Figueroa, destacó que su mal desempeño no fue reiterado. Gustavo Jensen, el otro juez que había votado a favor del “avenimiento”, no fue juzgado porque se jubiló. Poco después, el 27 de junio, Marcelo Tomaselli fue condenado a prisión perpetua por “homicidio agravado”. En su fallo, la Cámara de General Pico le adjudicó “un cierto sentimiento de satisfacción por el crimen”. La querella la había llevado adelante Soledad Reynoso, la hermana de Carla. “La condena me trajo paz, pero alivio no. El dolor no se calma”, dijo Soledad, tras escuchar la sentencia.

 

 


Agradecemos a editorial Almadía las facilidades para la reproducción de este texto, extraído de Extranjero siempre. Crónicas nómadas (Almadía/Producciones El Salario del Miedo, 2013).

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Fotografía cortesía de la autora
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