Pensar con imágenes
Cuando supe que Javier Sáez Castán vendría a México, no lo conocía. Me dijeron que era el autor del Animalario del profesor Revillod, publicado por el Fondo de Cultura Económica (hace ya quince años), y que no sólo valía la pena tomar su taller, sino que es una experiencia que te cambia la vida. Recuerdo que creí la existencia del profesor Revillod (Javier tiene la magia de establecer un pacto de ficción inmediato con sus lectores) y cuando vi la página legal no entendía bien quién había hecho el libro. Me dieron más ganas de conocer a ese autor cuyos libros proponen un pacto de juego desde la portada que, en vez de decirte las reglas, te dejan descubrirlas.
Javier Sáez es un generoso coleccionista de detonantes. En sus libros, en sus clases y en su día a día, los ofrece a diestra y siniestra para luego dejar que, en completa libertad, cada bengala dibuje su trayectoria en la oscuridad. Nos deja a la suerte de dios.
En su taller proponía ejercicios cual maestro Miyagi, que revelaba lentamente hasta dejarnos a las puertas de libros álbum potenciales. Javier tiene muy clara la poética de este género y, al hablar de cómo construye sus libros, también determina cómo considera que podemos hacer los nuestros. No tiene escrito una compilación como tal, pero cualquiera que haya asistido a sus talleres habrá descubierto varias reglas de un juego que cada creador al final decidirá cómo jugar.
Cuando teníamos que inventar un personaje o plantear una secuencia gráfica, yo lo hacía primero con palabras. Cuando Javier pasaba a revisar y yo le platicaba mis planes narrativos, me decía que no los pusiera por escrito, que dibujara. Con este límite comencé a comprender la diferencia de los lenguajes.
A Javier le parece que lo más complicado es plantear una ilustración. No le pasa lo mismo con la escritura; para él los textos se dan naturales, fluyen solos. Esto se debe a que para expresarnos cotidianamente hacemos más uso de la palabra que de la imagen. A las imágenes hay que darles vueltas y conceptualizarlas bien, porque son únicas, porque lo deben condensar todo, porque no tienen espacio para la explicación extendida. Javier también escribe novelas y ganó hace seis años el premio de Nostra Invenciones con La venganza de Edison, que curiosamente también plantea un juego a partir de la mentira.
Me di cuenta de que pensar imágenes (igual que leerlas) no es lo mismo que escribirlas (o que leer palabras). Al imaginar una historia, es diferente si ésta se construye por formas y colores dispuestos de cierta manera en un plano, que por una voz narrativa que entreteje una trama al ritmo de palabras. Las palabras vienen de una voz que dicta, y hay que acomodarlas y estructurarlas; la imagen aparece en un destello que luego hay que encuadrar y definir.
«Yo así boceto», le insistí al maestro, pero me dijo que de esa manera sería imposible ver cosas que son imprescindibles en la imagen: el color, la composición, el trazo, el estilo. Era una oportunidad para aprender a pensar de otra manera, descolocarme de un lugar de confort y ver de otro modo cómo concebir una historia. Con todo, ese límite más bien me bloqueó y ese día me quedé sin historia ni estilo ni dibujo.
Hace poco leí en una entrevista a Verónica Gerber que en la carrera de artes visuales a sus compañeros les extrañaba que escribiera en vez de dibujar: «Recuerdo que a mis compañeros de La Esmeralda les sorprendía mucho que yo pensara mis proyectos visuales con palabras. Les parecía extraño porque para ellos las cosas venían a la cabeza en imágenes, antes que en palabras. Ellos le ponían palabras a sus imágenes y a mí me pasaba exactamente al revés».[1] Eso me hizo repensar lo fácil que había aceptado mi renuncia a bocetar con palabras una imagen, incluso cuando sólo necesitaba primero plantear la idea de la secuencia narrativa. Hay gente virtuosa para dibujar y otros no tanto, pero lo cierto es que cada quien tiene distintas formas de elaborar y desarrollar su pensamiento, de plasmarlo para hacerlo legible al exterior.
Tuve el mismo problema con el trabajo en libro de texto y la solicitud de bocetos. En general, los bocetos que se piden son dibujos a línea que aún no tienen color. Lo que muchos editores piden podría equipararse a un libro de colorear: un dibujo de línea perfecta, composición conseguida e idea cerrada. Cuando los bocetos son ensayos inacabados y abiertos a otras posibilidades, pruebas y tanteos indefinidos aún. Muchas técnicas de dibujo no incluyen la línea, ni se colorean en la computadora y por lo general el origen de ciertos bocetos puede terminar en otro lugar; volverse pinturas que ya no respetan el planteamiento previo, libros aparte, ideas que se siguen desarrollando.
Así, cuando nos enfrentamos a trabajos o experiencias que exigen algo nuevo, más que tomarlas como camisas de fuerza, vale la pena disfrutarlas como experimento. De hecho, en 2011, en su conferencia en FILustra, Valeria Gallo dijo que el trabajo de libro de texto puede tomarse como un lugar de experimentación técnica y conceptual. Y es cierto, el libro de texto usa un tipo de ilustración donde las cosas son tan fijas y tan literales, que cualquier centímetro fuera de la línea, funciona en beneficio del libro y de sus lectores. Cualquier entrenamiento abre caminos horizontales y puede hacer visibles otros verticales, pero sólo transitándolos se autodescubre íntimamente cada ilustrador.
En una clase magistral de novela, el escritor John Marsden dijo que existían varios tipos de escritores y usó metáforas de otras artes para describirlos:
- Hay escritores que son como albañiles: hacen una oración, la pulen, la editan, y sólo trabajan una idea, oración o párrafo a la vez.
- Los acuarelistas no planean, sólo escriben y trabajan con las manchas y la espontaneidad.
- Los arquitectos trabajan y planean tan extensamente, y casi no editan, pues ya saben a dónde van de antemano.
- Y otros pintan al óleo: no planean pero vierten miles de palabras que cambian y reescriben.
También hay distintos tipos de ilustradores. Por ejemplo, María Wernicke no manda bocetos, porque su obra es más plástica; si al editor no le gusta el resultado, prefiere asumir las consecuencias y hacer otra imagen. O Javier Zavala, que trabaja con un ritmo en sintonía con el presente, con la construcción en el momento de la obra y con cierto azar y accidente. Wernicke y Zavala prefieren no tener un control absoluto de su obra para que el trabajo haga gala de su espontaneidad. Trazar todo perfecto y luego colorearlo implica convertir el proceso creativo en algo mecánico y matarle el sentimiento a la pieza.
Pero también hay casos como el de Pablo Amargo, que en su conferencia en Ilustratour afirmó que rectificar le provoca gran pasión y que encuentra un gozo enorme en tener el control. Pablo Amargo es un ilustrador que jamás hará una sola nube al tanteo, para eso sirve la goma de borrar; de hecho, confiesa acabarse más gomas que lápices y desconfiar de todo lo que tenga que ver con la espontaneidad. Considera innecesario moverse de la zona de confort, pero imprescindible profundizar constantemente en ella: al final, el fracaso es simplemente no cumplir tus propios objetivos. «El método perfecto no llega con la reflexión, sino con la constancia».
Todos sumamos experiencias y buscamos ese espacio donde es posible transmitir una idea propia, esa lucidez de encontrar un receptor que lee (casi) exactamente lo que quisiste decir. Pero cada quien debe reconocer sus propios caminos luego de andar otros lejanos o ajenos, y no desdeñar las posibilidades de concebir una idea por rutas que no son las nuestras. Quién sabe en qué momento uno deja de hacer recorridos horizontales y empieza a trabajar en vertical, hacia lo profundo de nuestras ideas e intenciones, ahí donde realmente habita el estilo.
[1]Jazmina Barrera, «Artista visual que escribe: entrevista con Verónica Gerber Bicecci», La ciudad de Frente, 2015. Recuperado de: http://www.frente.com.mx/artista-visual-que-escribe-entrevista-con-veronica-gerber-bicecci