Patricio Guzmán: Desenterrar luz en tiempos sin sol
Hemos perdido la memoria. Alguna vez hubo un país donde la gente “se reía sola por las calles”. Fue “un momento de felicidad y de enamoramiento colectivo”.[1] Ese lugar era Chile y el singular momento, paréntesis de la historia, comenzó con la llegada de Salvador Allende a la presidencia en 1970 y terminó en 1973; cuando un aciago 11 de septiembre el sueño se convirtió en terror y el enamoramiento dio paso a la tortura y el destierro. Los militares, garantes del más originario rencor, se vengaron de la felicidad.
En esos tiempos, un joven cineasta chileno de clase media, recién desempacado de sus estudios en España, regresó a su país y, al presenciar lo que le pareció una maravilla colectiva, la trama de su vida dio un vuelco definitivo. Al tatuarse en su mirada aquel sueño en su infame despertar, encontró su propio destino y con él su oficio y encomienda vital: preservar para la memoria humana la luz de aquel tiempo, en el que la fuerza de lo colectivo instauró un estado de felicidad fugaz; un ejemplo para los demás tiempos.
Aquel cineasta se llama Patricio Guzmán. Durante los últimos meses del gobierno democrático de la Unidad Popular que encabezó Allende, se dedicó a filmar esa euforia social y a documentar la amenaza que ya se cernía violenta sobre aquel proceso de cambio: una oligarquía clasista se manifestaba en las calles y boicoteaba en lo económico el esfuerzo de su presidente. Subrepticiamente ellos y sus aliados preparaban un golpe certero. Guzmán fotografió de cerca el rostro de esa burguesía insurrecta: una mujer de aire aristócrata grita vehemente a la cámara; la mirada encendida por la inquina; el rostro desfigurado por la ira. Luego vendría el bombardeo, la muerte, la persecución; el destierro, como mejor fortuna.
Como resultado de aquellos registros fílmicos surge La batalla de Chile, cinta dividida en tres episodios que conformarían el testamento audiovisual del gobierno de Allende y con la cual el realizador se granjearía un lugar sobresaliente en la historia mundial del documentalismo.
Guzmán fue arrestado unos días después del golpe militar y llevado al Estadio Nacional como prisionero de guerra. Corrió con suerte. Dos nimiedades le salvaron la vida: nunca militar en un partido político u organización y ser un recién llegado de la España fascista, donde había estudiado. Escondió los rollos de la película y dejó instrucciones precisas para que los sacaran del país por medio de la embajada sueca en caso de que fuera detenido o asesinado. Más tarde llegaría hasta Estocolmo, en su exilio, para rescatarlos. Después viajó a Cuba, donde concretó la ayuda necesaria para terminar La batalla de Chile, cuyo montaje duró cuatro años. Entre otras distinciones, fue considerada como una de las diez mejores cintas de América Latina entre 1970 y 1980 por la Asociación de Críticos de Películas de Los Angeles, y Gran Premio en el Festival de Grenoble, Francia.
Nunca olvidó.
A lo largo de su carrera, Guzmán ha mantenido el tema de la memoria como una obsesión, lo cual resulta extraño para nuestros tiempos y poco menos que impertinente en un mundo que ha decidido darle la espalda al pasado “porque el futuro es ahora”.
En su largometraje más reciente, Nostalgia de la luz, estrenado en 2010, Guzmán se adentra en el desierto de Atacama. La cinta establece una metáfora de la memoria humana que sirve para abordar el pasado de Chile durante la dictadura de Pinochet y ensayar sobre el papel de la historia en la vida de las sociedades y de las personas. La película nos sitúa en un desierto donde cohabita gente que mira las estrellas y que escarba la tierra, cuya seca atmósfera ha atestiguado y literalmente momificado tanta historia humana. Atacama es el lugar más seco de la tierra y en él los restos se preservan. Atacama también tiene uno de los cielos más claros. Sus cualidades permiten vislumbrar desde el pasado más remoto hasta el más inmediato.
La película nos muestra un sitio que pareciera ser una especie de ombligo de la Tierra, un lugar donde se encuentran el plano celeste y terreno; presente, pasado y futuro; lo más sublime y lo más vil de la condición humana. Un lugar rojo y árido, cuya arena es un receptáculo de eternidad. En él conviven los arqueólogos con los astrónomos; y con ellos, las madres de los desaparecidos de la dictadura.
La cinta comienza con un brinco al pasado. Hasta la infancia de Guzmán; cuando, en sus palabras, Chile era un sitio provinciano donde la vida transcurría tranquila y “los presidentes de la república caminaban por la calle sin ningún tipo de protección”. Por aquella época, nos cuenta el realizador, “los astrónomos comenzaron a interesarse por el cielo de Chile” y fue entonces también que el propio autor desarrolló una intensa pasión por esa disciplina científica, la cual ejerció desde muy joven a modo de pasatiempo. Así se conectan en la mente creativa dos inquietudes remotas que encuentran conexión en el terreno de la realidad.
El relato establece de entrada las cualidades de esa locación como centro en el que conviven aquellas realidades que se encuentran, y más adelante nos confronta con la historia política, como gran vuelco de las vidas humanas. Nos muestra cómo en ese espacio donde hoy hay observatorios y excavaciones arqueológicas se ubicó apenas unas décadas atrás el campo de concentración de Chacabuco, donde la dictadura mantenía cautivos a quienes consideraba de “mayor peligrosidad”.
Entre esas paredes, los prisioneros se organizaron para observar las estrellas; no obstante, al poco tiempo: “los militares prohibieron el curso de astronomía. Estaban convencidos de que los presos se podían fugar guiados por las constelaciones”, como explica la voz del realizador con devastadora ironía. Con el transcurrir del tiempo, las madres de muchas víctimas del pinochetismo tendrían que peregrinar hasta aquel lugar para buscar los restos de sus seres queridos, ante la negativa del gobierno y sus fuentes militares de abrir los expedientes e interrogar a los responsables a fin de obtener una respuesta definitiva: ¿dónde yacen sus muertos? Cada año regresan, con exiguos éxitos a continuar la búsqueda que, ahora en la vejez, se vuelve un motor vital; una fuente de energía inusitada.
Como las mujeres que escarban con palas de jardín en la inmensidad del desierto, el documentalista indaga dentro de un territorio infinito, relaciona las partes; pero, al final, lo que busca es consuelo. La inmensidad, con todo y su imponente fulgor parece otorgarlo. No en balde, uno de los astrónomos que aparecen en la película se dirige a las mujeres que buscan los restos de sus hijos: “desde los tiempos más remotos la luna ha estado ahí; observándolo todo. Habría que preguntarle a la luna dónde están los desaparecidos”.
Mirar el cosmos nos catapulta en el tiempo: es un corredor que une el más remoto pasado con el futuro imposible. Tal vez ahora más que nunca sea momento de echarle un buen vistazo a las estrellas. Chile no es el único país que oculta su estulticia bajo la arena del desierto. Si no hay futuro ahora, entonces miremos las estrellas.
[1] Las frases entrecomilladas corresponden a fragmentos de la narración de la película Nostalgia de la luz (2010) de Patricio Guzmán.