Palinuro de México, algunas consideraciones
En este ensayo, Joserra Ortiz asedia Palinuro de México, la novela emblemática de Fernando del Paso sobre el movimiento estudiantil de 1968, y ofrece, con una lectura que se enfoca de lleno en el análisis del uso del lenguaje y del tiempo narrativo, la visión de una obra que repensó los límites de la novela y de la crítica, tan especializada en encumbrar literaturas menos arriesgadas.
Palinuro de México (1977), la segunda novela de Fernando del Paso, ganadora, entre otros, del Premio Rómulo Gallegos en 1982, suele entenderse como una de las rarezas más extraordinarias de la literatura mexicana del siglo xx, y quizá, también, como una ejemplaridad muy peligrosa para nuestra tradición que tiende a establecer su canon en una narrativa insistente de claridad, de inmediatez referencial y de una fabulación apoyada, sobre todo, en la anécdota. Todo lo contrario. Esta obra monumental, que aborda fragmentariamente el recuerdo de la vida y las obsesiones del joven Palinuro, se sustenta en una inestabilidad narratológica que desarticula el concepto mismo de novela y da pie a una forma textual nueva en la que prevalece el lenguaje, no sólo como materia prima del acto narrativo, sino como un artefacto que permite la constante invención de sí mismo. De ahí que la crítica y los lectores hayan establecido siempre la filiación genesiaca de Palinuro de México en aquellos proyectos novelescos históricos que dislocaron las formas habituales a favor de una hibridación discursiva siempre irrepetible después de ella misma: de Cervantes a Joyce, de Rabelais a Sterne y, finalmente, entre el posmodernismo norteamericano y la llamada “novela del lenguaje” característica del boom latinoamericano y algunos de sus eruditos contemporáneos neobarrocos, como Sarduy o Cabrera Infante. No se equivocan, vale tener esto siempre en cuenta antes de volver a leer una de las novelas favoritas de muchos lectores mexicanos, incluido su propio autor.
Aunque en sentido estricto podríamos considerar a Palinuro de México como una Bildungsroman construido en tres ejes semánticos (la infancia, la juventud y la muerte del personaje), Del Paso propone su novela como una concatenación avasallante de historias dentro de historias, todas catalíticas y muchas veces no anecdóticas, sino referenciales a las obsesiones e intereses de Palinuro, pero también de los pocos personajes con quienes convive. Como fue primero en El Quijote, nos encontramos aquí ante la celebración del acto de contar que permite multiplicar todo el tiempo y hasta donde se quiere la cantidad y cualidad de relatos que caben en uno solo. Esto es en todo sentido la posibilidad imaginaria de detener el tiempo, pues al transformar una cronología histórica en la posibilidad de todas las historias que caben en ella, lo que nos queda es su concepción como lenguaje. Cuando el lector acude a la novela, la vida de Palinuro es convocada como un relato del recuerdo; como un instante que permitirá asistir siempre a un presente donde todo sucede y puede transformarse, “un presente eterno y siempre nuevo donde no [existen] ni los siguientes diez minutos ni los siguientes diez mil años, y donde fuera posible ver las cosas a través de un caleidoscopio que cada vez que el mundo diera una vuelta, dibujara una fábula distinta”. Esta característica de la novela me parece muy importante para su completa comprensión porque es la que permitirá el funcionamiento de su propia maquinación y la llevará a explotar exitosamente sus intenciones narratológicas: si el tiempo se entiende como una fabricación discursiva, su posibilidad de transformarse, alterarse, extenderse, interrumpirse o dislocarse permitirán romper la linealidad del relato biográfico en una multitud de otros relatos que suceden dentro o paralelamente a la que podríamos llamar “anécdota determinante” de la narración —la vida, pasión y muerte de Palinuro—. Del Paso consigue este efecto exitosamente y, pensando en Palinuro de México como un caso ejemplar e irrepetible de la novelística mexicana del siglo xx, vale la pena atenderlo.
Aunque Del Paso ha cultivado con éxito casi todas las formas posibles de la literatura moderna, es en el territorio de la novela donde su afinidad intelectual y sensibilidad inventiva lo ubican dentro de ese reducido grupo de los grandes maestros de la ambición literaria, cualidad autoral que sólo poseen aquellos que sustentan su escritura en el mapa imaginativo y referencial de lo que Roland Barthes calificaría como “mitológico”; es decir, en la construcción de un habla, un sistema u organismo de comunicación sujeto a sus propias condiciones lingüísticas que resignifica sus múltiples referentes sin perderlos del todo, conservándolos como ecos lejanos en su nueva significación. En este sentido, la novela de Del Paso sucede como la convocatoria discursiva de un archivo inmenso que abarca una multitud muy variada de experiencias biográficas e intelectuales formativas o, como se dice expresamente en el libro, “una obsesión constante con la muerte y con las palabras, con el sexo, con la cultura, con la fama”.
Por eso se suele proponer que Palinuro es la más autobiográfica de las cuatro novelas de Fernando del Paso. Algo, tal vez mucho, hay en sus páginas proveniente de su propia experiencia de juventud, marcada por sus intenciones de volverse médico y un romance intrafamiliar. Pero sobre todo significada por una ambición de conocer y comprender el mundo a través de la historia, la ciencia médica, la música, la literatura, la mitología, las artes plásticas y las fabricaciones de la sociedad de consumo. Esta es la novela con más inventiva de Del Paso, pues transforma todo su material original en algo completamente nuevo, contenido y cargado de una renovada significación en los límites del propio texto. Es probable que el lector de Palinuro de México se enfrente a la más posmoderna de nuestras novelas. El libro funciona a partir de sus desplazamientos entre las variaciones intratextuales y las contextuales; se erige como un mapa cognitivo en el que cada uno de los campos abordados (la historia de la medicina, el descubrimiento y la práctica del amor romántico, la publicidad, el origen mitológico de su propio nombre) soluciona la paradoja planteada al hacerla coincidir significativamente con los otros que se le suponen ajenos o extraños.
Es por esta razón que si de entre sus tres grandes obras, publicadas en un periodo de más o menos treinta años —de José Trigo a Noticias del Imperio— destacan siempre las fabulosas al tiempo que triviales aventuras de Palinuro, es porque precisamente aquí el autor atiende a su genealogía literaria y su habla mítica no escatima en referencias y construcciones a partir de una multiplicidad de referentes posiblemente inabarcable para la mayoría de sus lectores. Pero eso no importa. Como en su momento sucedió con El Quijote, Gargantúa, Ulises, Tres Tristes Tigres, e incluso, en el caso mexicano, con Cambio de piel o el propio José Trigo, Palinuro se disfruta porque se construye mientras se lee. Aunque todo provenga desde otro sitio, aquí sucede todo por primera vez en la libre proliferación de situaciones creadas desde el lenguaje. La novela presume, desde este punto de vista, una libertad única y muy rara para la narrativa de largo aliento y seguramente irrepetible.
De ahí el entusiasmo que muchos compartimos por Palinuro, proveniente de esa experiencia vivida en su lectura que nos recuerda o transmuta la sensación creativa o, más claramente, la ilusión de atestiguar el maravilloso acto de la creación que sucede en el instante. Para llegar a esta consideración hermenéutica, quien no haya leído la novela debe saber que, a pesar de lo dicho, no se trata de un texto complicado sino, al contrario, muy amable con el lector que habrá de descubrir su prodigio. De hecho, porque se supone el relato biográfico de su protagonista, la fabulación es presumiblemente sencilla y es tan sólo distorsionada poéticamente por la presencia esquizofrénica de otra voz narrativa que se mueve entre la omnisciencia y la focalización discursiva limitada desde el personaje principal, voces que en conjunto proponen cierta circularidad estructural, propia de este tipo de relatos ambiciosos. Sin embargo, aunque la vida de Palinuro ya ha sucedido y la poética del texto propone la sucesión anecdótica como una recreación instantánea, la novela se lee linealmente y de forma cronológica, desde la primera infancia del personaje hasta su muerte, durante el movimiento estudiantil de 1968. En la acumulación de anécdotas marcadas siempre por el signo de sus aficiones y amplios conocimientos, convive con un limitado grupo de personajes, de entre los que se destacan, además de su familia inmediata, sus amigos Fabricio y Molkas, y su prima Estefanía, a quien ama desde la niñez. Las situaciones que vive a lo largo de su existencia se transforman en complejos universos de subversiva innovación narratológica: la línea anecdótica determinante es cruzada todo el tiempo por el archivo referencial resignificado del que ya he hablado, produciendo un sorprendente efecto ético y estético en el que coinciden todas las mitologías que han formado a Palinuro: la de la memoria, la de lo aprendido, la de lo conocido, la de lo gustado, la de las obsesiones, la de lo leído, la de lo escuchado o la de lo aprendido.
Esta cualidad de la novela permite además a Del Paso explotar el discurso desde su propia riqueza semántica y, como toda la crítica de Palinuro ha notado, construir un relato barroco por su abundancia sensorial y gozo poético por el lenguaje que es, en todo momento, celebrado. Valdría bien pensarla como una novela conceptista en la que la riqueza estética del habla creada por Del Paso, funde o unifica los más disímbolos archivos referenciales de la vida personal del autor, con elementos provenientes de la alta y la baja cultura aquí convertidos en ecos de lo que fueron y vueltos un nuevo aparato de significaciones. Lo que no debe pasar desapercibido, por cierto, es que todo esto es posible solamente por la hibridez discursiva que construye el relato; esa doble configuración del narrador de alcurnia quijotesca y tan interesante que, en otras versiones de experimentación metanarrativa, ya había sido planteada en la literatura latinoamericana contemporánea a Fernando del Paso —La muerte de Artemio Cruz es, probablemente, el antecedente más significativo en México— pero que en nadie antes había conseguido tal perfeccionamiento. En el fondo, lo que avisa al lector esta cualidad narrativa de inexactitud esquizoide es, sobre todo y todo el tiempo, que en la lectura de Palinuro de México se está nuevamente ante el relato, que se acude a la literatura como por vez primera, que lo que se tiene entre las manos es un maravilloso y complicado aparato que sirve nuevamente para el perenne acto de contar. Pero también, como toda obra maestra de la literatura universal, que en esta novela se atiende nueva y directamente a la maravilla del lenguaje: un sistema que falazmente creemos predeterminado, pero que en la enunciación del relato demuestra tener la capacidad de ser siempre nuevo y estar posibilitado de inventar su propia significación en un instante. Y como toda genial invención literaria, valga abundar para terminar estas consideraciones en la amplia tradición de la vaguedad crítica, no reformó ni revolucionó a la literatura de ninguna manera. Es única en su clase y a su sombra yacen los millones de páginas que en este país nunca podrán irle a la saga. Los grandes libros son siempre torreones solitarios.