Orfeu, muracai, el duque tecnicolor
La fama y el estrellato parecen encontrarse siempre en las mismas latitudes, como sucede con el increíble Orfeu Muracai, el duque tecnicolor de Brasil, un pionero desafortunado que siempre estuvo bajo la sombra de David Bowie. En este texto, Bárbara González Miranda relata el descubrimiento y la vida de este músico salido de las fantasmas más tropicales del siglo pasado.
Encontré el disco de Orfeu Muracai en un baratillo de Londres cuando no sabía nada de él. La portada me llamó la atención: bajo una gruesa capa de polvo, un retrato de Roberto Burle Marx, el arquitecto y paisajista brasileño, con una escarcha blanca por bigote y sus cachetes permanentemente hinchados. En lugar de sus piernas, unas hojas de palma, rosas de la china, rosas multiflora y rosas baccará. Tenía dos enormes calabazas por zapatos y debajo de él se leía el título: Edifício do Relações Exteriores. Pagué de inmediato seis peniques por él y permití que se quedaran con el cambio.
Cuando coloqué la aguja sobre el vinil, una sensación familiar me invadió, de la misma manera que los dedos de las tías invaden los cachetes de sobrinos ajenos. Era como saber que ya conocía esto que parecía nuevo, sin saber exactamente de dónde, cuándo o cómo, algo parecido a una comezón en la espalda sin que se pueda señalar el lugar exacto que escuece, hasta que tuve una epifanía: sí había escuchado esto, sólo que no era en portugués y las guitarras eléctricas no sonaban tan lánguidas. Aquello sonaba como un disco perdido de Bowie grabado en Brasil. Canciones con las que uno flota en el espacio, pero, ahora sí, de una forma peculiar: la nave olía a coco y hacía demasiado calor como para conservar el traje espacial. Las marimbas (sintetizadores) llevaban a un Marte que era completamente verde y los bongós eléctricos hacían que las estrellas que conocíamos desde siempre se vieran como magnolias recién abiertas.
Después de escuchar el disco varias veces, comencé a notar las diferencias: lo de Muracai no era Ziggy Stardust o Hunky Dory, pero había cierta melancolía en la música del brasileño que lo hacía parecer algo más que el hermano menor de Bowie, alguien que sólo tratara de seguir sus pasos. A lo mejor eran las guitarras de segunda mano, las campanas agogó y el timbal bahiano que se usaron en la producción (información impresa al reverso del lp), o las letras de ciencia ficción que hablan sobre cohetes construidos en el tercer mundo que nunca nos llevarían a ningún lado. Algo en esa música te podía hacer sentir que no descubriríamos el futuro y que, si acaso nos sucediera, nos encontraríamos con que había ocurrido ayer. Me intrigó tanto que decidí lanzarme en una investigación rigurosa sobre él. Fui a los recónditos archivos de Wikipedia donde sólo encontré unas cuantas líneas: «Músico brasileño (1945- ¿?). Parte del movimiento Tropicália y precursor del género amazonian blues y el glam selvático. Discografía: Neon para o povo, Atlas Jovens, Edifício do Relações Exteriores y Boto de folk».
Unos días después, por pura suerte, un amigo me pasó una nota vieja del NME sobre la movida de la música brasileña en los sesenta. En ella se mencionaba sobre todo a Caetano Veloso quien, huyendo de la dictadura brasileña, vivió en Londres un tiempo. La nota acababa con la anécdota, casi verosímil, de cómo Caetano había llegado con algunas cintas de músicos brasileños para producirlos allá y cómo, se decía, había perdido muchas de ellas durante un viaje de ácido en una esta. El nombre de Orfeu Muracai aparecía ahí como parte de la colección perdida, entre otros músicos como Berinaldo Santos, a quien busqué de inmediato.
Para mi sorpresa (y no tanto) el nombre de Berinaldo aparecía en una página de internet llamada gentepv.com, desde la cual es posible contactar cantantes famosos de generaciones variadas, por decirles de alguna manera menos descortés que «de glorias pasadas o de la vieja guardia», principalmente para contrataciones en eventos privados de políticos y bodas de plata de empresarios envejecidos. Le mandé un correo preguntándole si podría entrevistarlo para una publicación mexicana. A los pocos días recibí por respuesta un número telefónico que, después de marcarlo, resultó no ser de su manager, como esperaba, sino del mismo Berinaldo. Cuando supo que la entrevista tendría como protagonista a Orfeu, lo sentí algo decepcionado. Sólo me pudo decir: «Uno no quisiera que Orfeu fuera la clase de persona que tiene un tatuaje del nombre de su prima en su cachetes inferiores, o las nalgas, como pre eras decirles; pero sí, lo es. Y uno, por otro lado, tampoco quisiera ser la clase de persona que dice esto sobre alguien, pero sí, lo soy».
A fuerza de terquedad y de prometerle a Berinaldo un artículo exclusivo sobre él en un futuro, logré que me diera el número personal de Edson Borba, el percusionista que acompañó a Orfeu durante la mayor parte de su carrera conocida y quien produjo muchos de sus éxitos (ahora olvidados). Cuando contestó mi llamada, pude oír a lo lejos su voz rasposa que tendría el olor del tabaco, unas guacamayas en un segundo plano y el sonido de los cientos de kilómetros que nos separaban. Edson sonaba calvo y me contaba cómo Orfeu nunca quiso ser una copia de Bowie. Más bien, había extrañas coincidencias que los unían: «Orfeu, al igual que Bowie, fue considerado un niño con un don. A los seis años de edad durmió durante tres días seguidos, con el n de tener suficientes sueños para ser capaz de interpretarlos en la batería de cocina de su madre, Regina».
Me dijo que me mostraría imágenes del joven Orfeu y, tosiendo, me mandó a conseguir un fax para que, una vez sumergido en el pasado, me enviara días después a un hombre muy hermoso o a una mujer muy dura (según uno lo viera cerrando un ojo o el otro) portando extravagantes ropas con colores propios de las aves del paraíso. Las fotos mostraban a un chico de piel morena y ojos pequeños, con las diferentes vestimentas que lo caracterizaron durante cada uno de sus periodos: como una deidad del trópico recién descubierta en la tierra, llamada Boto de Folk; como un soldado de plomo neón; como un espíritu pop de la selva y como un oficinista que hubiera pasado desapercibido si no fuera por el pesado maquillaje de diamantina que usaba sobre los párpados.
«Claro que era frustrante para Orfeu», decía Edson, «uno no pretende ser la sombra de nadie y menos de una gura internacional. Entiende que en esas fechas el movimiento nacionalista era fuerte y muchos de los que fueron parte de la Tropicália incluso lo consideraron una especie de traidor, pero esa nunca fue su intención. Hacíamos cosas, a veces, unos meses antes de que se le ocurrieran a Bowie, a veces unos minutos después. Al menos es lo que yo quisiera pensar. Toma por ejemplo «Life in Mars?» Muchos dirían que «Dentes Anemone» de Orfeu es muy parecida, pero sucede al revés: «Dentes…» salió en 1969, mientras que «Life…», es de 1971. Es decir, a Orfeu se le ocurrió primero la idea de unir ese piano casi de cabaret con el pop. Igual, no lo hizo de forma tan afortunada como Bowie, con esos acordes sumados a un coro a punto del llanto, pero eso casi nadie lo sabe. Su abuela, una bruja proveniente de la selva amazónica, diría que todos tenemos a nuestra alma gemela, con la que estamos siempre en constante comunicación. Y la de él era, qué se le va a hacer, Bowie. Yo creo que era simplemente mala suerte. Estábamos del lado equivocado de los universos paralelos donde Orfeu no era Bowie y Bowie estaba en el lugar correcto, donde no era Orfeu. Pero [tosió]: cinzas para las cinzas, ya sabes, ashes to ashes, si me perdonas la expresión».
Edson fue a callar una guacamaya y siguió:
«En una ocasión, Caetano lo invitó a una fiesta en Los Ángeles. Mucha coca, mucha droga. Quería presentarle gente, dijo, porque Caetano creía que Orfeu era un genio, pero que tenía que descubrir su propia voz. Orfeu aceptó con dificultad, lo avergonzaba terriblemente estar con esa gente que seguramente lo creía muy influenciado por Bowie. Y lo admiraba, pero no así, no como los demás pensaban. Él sabía que su destino sería crear desde la sombra. Como si la sombra de la selva nunca fuera a abandonarlo. Seguramente, si hubiera sabido lo que iba a pasar más tarde en la esta, nunca habría salido de la propia sombra de su habitación en el hotelito californiano».
En una de esas que el champaña picoteó su vejiga, corrió al cuarto de baño, abrió la puerta de un jalón y descubrió que ya estaba ocupado, nada menos que por Bowie, quien tiraba un potente chorro dorado, seguramente de 24 kilates. Orfeu pensó que Bowie lo había reconocido. Dijo que se le quedó viendo un largo rato o lo que pensó que había sido un largo rato, como dándose cuenta de que él y Orfeu eran uno solo. Orfeu se disculpó y cerró la puerta, luego dijo que Bowie lo había evadido el resto del tiempo que estuvieron en la esta, sin duda porque le daba pena hablar, no sólo con quien le había ganado algunas ideas, sino con quien también había invadido su privacidad. La verdad es que Bowie nunca supo que él era Orfeu. Peor aún, no sabía que existía un Orfeu Murcarai. Muy probablemente, ni se acordaría de que alguien lo había interrumpido en el baño: eran los tiempos de su Station to Station, de droga en droga.
Así fue como la carrera de Orfeu comenzó su marcha a la in- versa hasta llegar (regresar), según todo mundo supone, a la selva. «Pero el golpe definitivo tendría algo que ver con Caetano. Háblale, que te cuente él».
Veloso nunca tomó mi llamada.
«Bueno», dijo Edson, la siguiente vez que lo tuve al teléfono, «¿cómo iba a saber que se iba hacer el divo?».
Se detuvo un momento para prender un cigarro, escuché cómo dio dos bocanadas.
«Hubo un momento en el que Orfeu pudo haber logrado todo. En vez de eso, pre rió perderlo todo. Por supuesto que fue por una mujer. Era una menina bellísima, pero no era para él, lo supo en cuanto entró un día a su cuarto y la encontró en la cama con Caetano. Sobra decir que le rompió el corazón. Lo bueno es que los grandes discos se dan, sobre todo, ahí, en los corazones vueltos escombro. Orfeu escribió, gracias a eso, lo más singular y lo más bello de su carrera. Era algo tan personal que resultaba impenetrable: letras incomprensibles, metáforas completamente alocadas. Y a la vez, todo el disco estaba hecho con sentimientos tan vívidos, que todo mundo se podía identificar con él, aunque no entendiera un carajo. Luego Orfeu quemó todas la copias, no pensó que nadie querría escuchar jamás algo tan triste».
Esperaba que en algún momento me dijera que él había guardado una de las copias en alguna parte, a salvo todos estos años. Esperaba que dijera que podría mandarme una. Pero sólo dijo algo que parecía una muy mala broma o un pretexto que necesitaba develarse como tal para cortar definitivamente la conversación entre los dos:
«Orfeu ha llegado, tengo que colgar».