Tierra Adentro

El arte, nos recuerda Osfabel Diteos, es una experiencia que debe sorprender sensorialmente. Aquí, el autor muestra un espacio íntimo desde el que se explora la vida de una persona con otoesclerosis, y traza la relación que hay entre la música y los problemas auditivos causados por esta enfermedad.

 

CUADRO CLÍNICO

Al endurecimiento progresivo de alguno de los huesecillos del oído medio se le llama otoesclerosis. Esa cadena de osículos se encarga de transmitir las ondas sonoras hacia el oído interno, que es donde se logra la transducción de la energía en sonido, así como de transportar la información al cerebro. La otoesclerosis, una suerte de calcificación, provoca que el estribo, que asemeja un diapasón y es el hueso más pequeño del cuerpo humano, vibre cada vez menos. El sonido deja de transmitirse con normalidad.

De esta rara enfermedad genética se sabe que tiende a padecerla el diez por ciento de la población. A su vez, de los afectados, aproximadamente el diez por ciento presenta alteración clínica de la audición. Por tanto, la probabilidad de que alguien llegue a presentar deficiencia auditiva por otoesclerosis es de uno por ciento del universo total. Esta alteración genética, como muchas otras, puede o no manifestarse.

Las consecuencias de este padecimiento en el comportamiento y la conducta suelen ser, dependiendo de la intensidad de calcificación de los huesecillos, cambios asociados a la percepción en general, que se manifiestan con predominancia en la función auditiva. El sonido se transmite mediante ondas que se generan en el ambiente. Cuando estas chocan con el oído son recibidas, transformadas/transportadas hacia el cerebro y codificadas ahí. Las ondas no sólo viajan por el aire, que es la manera más frecuente en que las percibimos, sino que también se transmiten mediante los sólidos y líquidos.

Esta alteración auditiva suele provocar una marcada diferencia sensorial, ya que, aunque generalmente el oído interno se encuentra en perfecto estado, el sonido llega desviado mediante el cuerpo y no tanto mediante el oído medio. Algo similar a intentar escuchar siempre con los oídos tapados.

Estos síntomas, a largo plazo, tienen diversas repercusiones en el comportamiento y la percepción. Los individuos con este padecimiento lograrán escuchar mejor en un ambiente ruidoso, por ejemplo, dado que este ambiente provoca que las personas tiendan a elevar el tono de voz.

 

LAS PRUEBAS

Me colocaron en un cuarto insonorizado con unos audífonos gigantes y un interruptor en la mano. Lo único que alcanzaba a ver afuera del cuarto era la parte trasera de un ordenador. Una voz robótica femenina pronunciaba las sílabas «plu», «cru», «mru», « u», «clu», a través de los auriculares. Yo debía intentar repetirlas con la mayor precisión posible. En ese momento pensé que no tenía sentido estar encerrado en ese cuarto tratando de repetir esos sonidos que yo escuchaba, todos, como «glu».

Más tarde, en otra prueba, debía oprimir el interruptor cuando escuchara algún sonido. En cierto momento, la audióloga entró al cuarto y (seguramente ella ya había apagado la computadora) yo seguía oprimiendo el interruptor. Escuchaba los ruiditos de mi cabeza, supongo. Fue uno de los momentos en los que caí en cuenta de lo mal que me encontraba. Estos exámenes auditivos tenían como fin diagnosticar y verificar mi pérdida auditiva, que se manifestaba con un sonido muy particular. Generalmente lo percibía por las noches, antes de dormir; es decir, en el momento en el que menos ruido hay y en el que le podía dedicar la mayor atención. Se trataba de un sonido similar al pitido de un silbato de árbitro deportivo, pero que se pierde en la lejanía, como desvaneciéndose desde mi interior.

 

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LA INTERVENCIÓN

La percepción del ruido, en esta forma peculiar, se convirtió en algo cotidiano para mí. Los sonidos, incluso la voz de las personas, me llegaban constantemente a través del cuerpo y los objetos que me rodeaban. A bordo del microbús, en vez de escuchar las conversaciones y la estridente música del chofer, percibía las fricciones del motor, los engranes mecánicos del camión, las ondas de los baches y los topes que llegaban a mí mediante la estructura tubular del chasís, de la carrocería y del asiento.

Esta relación corporal con el sonido se intensificó de manera progresiva. Por necesidad, el resto de los sentidos también: mi vista se agudizó, mi olfato se expandió y mi tacto se volvió más suspicaz. Mucha información que ya se percibe, pero que no es notoria, se vuelve evidente, como la diferencia entre un archivo comprimido de audio y un disco de vinilo o de acetato. Se vuelve posible adivinar de quién es esa fragancia barata que pica en la nariz antes siquiera de que la persona esté cerca y el simple roce corporal con alguna chica se convierte en un preciso mapeo tridimensional de su cuerpo.

Sabía desde antes, en un plano teórico, que la percepción es más un truco, un engaño al cerebro, pero este padecimiento me hizo comprobarlo desde la experiencia. La intervención quirúrgica para tratar la otoesclerosis consiste en una microcirugía que, en pocas palabras, se trata de retirar el huesecillo auditivo calcificado y en su lugar colocar una prótesis. Este proceso debe realizarse con anestesia local; el paciente debe estar consciente durante el proceso de la intervención para ser capaz de verificar el posible cambio auditivo.

El asunto fue algo así:

Me amarraron con camisa de fuerza, como si estuviera loco. Nunca supe el porqué hasta el momento de la intervención. Parte importante del sentido de equilibrio se encuentra en el órgano destinado al oído. También esto me quedó muy claro ese día. Una vez amarrado me suministraron la anestesia. Bendita sustancia, un producto muy similar a la heroína. Con una sonrisa placentera le pregunté a la anestesióloga por el nombre del producto. Ella respondió con otra sonrisa: «no te lo van a vender». Bajo ese efecto semionírico y en medio de una relajación acelerada, el otorrinolaringólogo me advirtió que durante el proceso debía intentar a toda costa controlar mi cuerpo, que iba a sentir como si me quisiera girar o caer, pero que debía permanecer quieto para que la intervención pudiera realizarse adecuadamente. A mi costado, la anestesióloga, la única persona que podía ver cara a cara por la posición en la que me habían colocado, me preguntó como en secreto (en realidad en ese momento no la escuchaba, pero para entonces ya había desarrollado cierta habilidad para leer los labios): «en una escala del uno al diez, ¿qué tanto sueño tienes?», le contesté que me encontraba como en un ocho. Después me explicó que el umbral de dolor iba a medirse con la misma escala y que debía permanecer despierto en todo momento.

Arrullado y casi levitando por el efecto de la anestesia, comencé a despegarme de la cama hasta chocar con el látex frío que las manos de los doctores posaban sobre mi oreja. Después de ese manoseo llegó un sonido penetrante a través de las puntas a ladas de los objetos de incisión quirúrgica que diseccionaron mi oído. Un sonido muy suave y tibio. La anestesióloga continuaba preguntándome cómo me sentía. Moví la cabeza estúpidamente para asentir. Fue cuando recibí el primer regaño por parte de los doctores: «necesitamos que no muevas la cabeza para nada», a lo que, de la misma manera, tuve el torpe impulso de responder con un movimiento afirmativo de cabeza. Por suerte, en el último momento logré contener esta reacción.

Una vez que los especialistas y su equipo de ayudantes se instalaron, comenzó el frenesí en el oído medio. Un sonido insoportable. Lo más cercano a él que he encontrado es una mezcla de escenas de Eraserhead, de David Lynch, y una de las secuencias finales de Pi, el orden en el caos de Darren Aronofsky (cerca del final, cuando el protagonista se trepana a consecuencia de uno de sus ataques de migraña, introduciendo una especie de taladro en su cabeza). Todo esto, mientras se presentaba un recital de noise anarquista (digamos Keiji Haino, en vivo y a todo volumen).

En ese momento entendí todo aquello del umbral de dolor y la especie de camisa de fuerza. Involuntariamente, en el momento en el que raspaban el huesecillo, además de ese horrendo y demoledor sonido, mi cuerpo se arrojaba como si quisiera desafiar la gravedad o las posibilidades anatómicas. Mis movimientos eran una reacción a las percepciones provocadas por las finas manos del cuerpo médico y sus utensilios. Esa fricción de los utensilios quirúrgicos contra mi oído lograba engañar a mi cerebro y desestabilizar mi equilibrio. Mi cuerpo respondía lanzándose hacia los lados como intentando girar, a pesar de que me encontraba recostado y, como ya dije, amarrado, cual paciente en un cuadro sicótico.

La anestesióloga me preguntó que en qué número me encontraba de dolor. Le respondí que en el quince. Me preguntó si había bebido alcohol un día antes; no pude responderle. Me administró más anestesia, que de poco sirvió: el ruido era insoportable, taladrante, como si el pavimento de mi oído fuera escarbado por un grupo de enanos con palas conectadas a un sensor piezoeléctrico que desembocara en un amplificador de potencia. Sin duda la experiencia sensorial más intensa, inusual y dolorosa que he vivido.

Recuerdo que después del tercer regaño por parte de los doctores, a causa de mi movimiento compulsivo (similar al baile de Ian Curtis), clavé mis manos en la parte lateral de la cama de operación como un gato que se aferra para no tocar el agua. Cada acometida de las palas de los enanos, además del estridente sonido y de que mi cuerpo intentaba arrojarse al vacío, provocaba una reacción involuntaria en el movimiento de mis ojos. Sentía cómo se iban hacia los lados, como en un exorcismo. Parecía que las pupilas quisieran girar trescientos sesenta grados sobre sí mismas. Este era otro resultado de la desestabilización: las imágenes giraban de manera vertiginosa. Me preguntarán: «¿Por qué no cerraste los ojos?», los apreté con tanta fuerza que casi me rompo las muelas y de nada sirvió: con los ojos cerrados seguía sintiendo el deambular de mis pupilas. Ese efecto nauseabundo es uno de los síntomas postoperatorios que, a pesar del medicamento, más trabajo me costó superar. Cualquier movimiento de cabeza era suficiente para sentir otra vez cómo el mundo se deshacía en una licuadora.

 

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FE DE ERRATAS

Esta experiencia no es algo que me enorgullezca ni que cuente a la menor provocación, pero ya es parte de mí. Bajo la condición de aficionado a la música que siempre tuve, con estas operaciones auditivas detrás (me practicaron la misma microcirugía en tres ocasiones diferentes) y con prótesis en vez de los huesos más diminutos de mi cuerpo, mis oídos (mejor dicho mi percepción) comenzaron a exigir cada vez más sonidos inusitados. Claro, hay que otorgarle los honores a la ruptura que generó el flujo de información a través de internet. Esa apertura, de la que aún me aprovecho, ha influido decisivamente en mi mundo sonoro. Gracias a ella he podido acceder a la mayoría de las piezas de las que hablaré. He aquí algunas (pocas) de las cosas que más me han estimulado y sorprendido.

Una de las búsquedas siguió el rastro de la errata como elemento intencionado en la creación musical. A excepción de las propuestas, más artísticas que musicales, de John Cage y Marcel Duchamp, eran pocas las obras que conocía en las que se usara este recurso. Con esto no estoy diciendo que las que menciono sean las precursoras ni las más importantes. Son, simplemente, las que más alimentaron la especie de perversión que venía desarrollando.

La primera pieza fue «3704/3837», que cierra el Eulogy for Evolution de Ólafur Arnalds. Me hizo dudar tanto que la bajé en varias versiones para ver si no se trataba de un error accidental en la codificación del archivo mp3. La duda era aún mayor, debido a que se trata de la única pista del disco en la que usa ese tipo de distorsión. Recuerdo que venía en uno de esos camiones en los que, sin consideración hacia el pasajero, para poder entrar en el asiento hay que flexionar completamente las piernas y dejar las rodillas a la altura del mentón. Había un tránsito denso, en la hora en la que el cielo comienza a pardear. La ventana junto a mi asiento estaba protegida por un plástico que permitía el paso de algunos jirones de lluvia. Al escuchar aquella pieza, entre la sorpresa y la incredulidad, el ventanal de plástico se convirtió en un hermoso lienzo matizado por el efecto de las gotas de lluvia y el destello de las luces de los automóviles, con el pardo del cielo al fondo. Ah, Boris, bendita espuma de los días.

Después descubrí el trabajo de Gregory Jacobsen a través de uno de sus grupos musicales, Ritualistic School of Errors. El disco, titulado Sweat Stained Fancy Heaps For First-Rate Ladies, es un trabajo inquietante. Al escucharlo no pude dejar de asociarlo al cuento del hombre con el brazo deforme que abre la serie de Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. (Por cierto, me sorprendió ver que sus pinturas parecían ilustrar perfectamente el sonido de ese disco). Fue gracias a este descubrimiento que llegué a la compilación perfecta para saciar esta, digamos, perversión auditiva que comenzaba a afinarse. Al parecer dos personas creían que hacía falta algo por escuchar que se pareciera a los sonidos que necesitaba: Robert James Sell y Suzy Poling se dieron a la tarea de poner todo eso en un mismo lugar: String of Artifacts (Audio Documents from 1975-2005). En este gran disco (del que aún no me repongo) aparece una de las piezas del grupo de Gregory, otro gran grupo que merece mención: Fat Worm of Error. Desafortunadamente este descubrimiento también se acompañó de frustración cuando supe de la existencia de Brutal Sound Effects Volume 1, una antología en formato dvd, en la que también participa Ritualistic School of Errors. Esta se encuentra en la lista de mis inconseguibles. Suena difícil de entender, pero cada día que paso sin escucharlo es otro mal día.

Más recientemente, cuando ya creía difícil que algo lograra sorprender mi escarbado oído, me topé con e irteen Bar Blues y Homage To Hazard Live, Amsterdam 2008, de Luc Houtkamp, en proyectos bajo distintos nombres. Al escuchar su trabajo me recordó algunos pasajes de esas dolosas experiencias quirúrgicas, sólo que con un sentido completamente creativo. En su música consigue un grupo de sonidos que extrae con sensores y que modifica en tiempo real mediante la plataforma de programación sonora SuperCollider, con la que el ordenador se vuelve un instrumento musical más.

 

DESENLACE PROVISIONAL

Al fin, mi volumen auditivo no quedó tan mal.
 Hay ocasiones en las que escucho un ligero cascabeleo. Quiero imaginar que es el metal de la prótesis que vibra repentinamente a consecuencia de una sensación sonora, pero que ya no escucho. A veces ese cascabeleo me llega como perdiéndose en el silencio. Los doctores me prohibieron saltar en paracaídas y practicar buceo. En cuanto tenga alguna de las dos oportunidades no dudaré en hacerlo. Supongo que mi necesidad compulsiva por escuchar algo nuevo quedó empapada por la consecuencia de ese defecto genético. Esos enanos se siguen apareciendo, lo sé porque van dejando huellas de placer, cada vez que cavan en el concreto con sus palas bien enchufadas y saltando de una pieza a otra en cada sonido que me parece nuevo.

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