Tierra Adentro

La diferencia entre alta y baja cultura es, ahora, irrelevante. Entre centenares de propuestas musicales, lo que cada persona prefiere consumir responde
 a una serie de experiencias previas. Paul Medrano no sólo hace una
 apología de los gustos culpables, también desentraña las excusas que usualmente se ponen al hablar de la música popular.

 

salgan al Sol ¡revienten!

salgan al Sol ¡idiotas!

 Billy Bond, La Pesada

 

 

No me enorgullece saber que una extraña fuerza me obligó a aprenderme casi todas las canciones de Los Temerarios. No me quita el sueño saber en qué radica ese bastardo encanto que las vuelve tan pegajosas y lacerantes. Contra toda lógica, no tengo un solo disco de estos zacatecanos. Ni un mp3. Tampoco sé el orden y nombre de su discografía. Casi todos los temas de Los Temerarios los he escuchado en cantinas y microbuses en los que pasé muchas horas. Quizá ahí radica su fuerza. Quizá no.

El catálogo de gustos culposos (para algunos; yo los disfruto mucho) también incluye propuestas tan extrañas como Los Rodarte, El Palomo y el Gorrión, Los Bárbaros o Mike Laure, por mencionar algunos. Es música que me ha acompañado en alguna etapa de mi vida. Es importante para mí y para nadie más. Finalmente, mi gusto es y nadie me lo quitará.

No soy purista del jazz, ni fundamentalista del heavy. Soy un tipejo de gustos musicales heterodoxos. Le entro a todo. Naco, dirán algunos. Hipster, dirán otros. Eso es lo de menos. Lo que me parece importante es reconocer a la música como un rito colectivo. De nada serviría poner el disco de Highway Robbery y gritar como loco mientras todos me observan. La comunión musical no se consumaría. En cambio, he llorado junto a amigos y amigas mientras cantamos esa balada robótica del dueto llamado Amistades Peligrosas que decía: «la paz con guerras son mi día a día…».

Alguna vez, mientras bebía con Eduardo Añorve, uno de mis amigos más cultos, puso una canción en la rockola: «Te quiero tanto», de La Onda Vaselina. Yo regresé a verlo, entre absorto y emocionado. «Una canción es una cápsula emotiva», me dijo. «Esta canción me recuerda a alguien, y con eso me basta para que sea una gran canción».

Ya sabemos que la clasificación de bueno o malo tiene mucho de subjetivo y otra cosita. Pondré un ejemplo: cualquier canción de Bob Dylan es nada para mí (Nik Cohn lo definió como «un talento menor con un don especial»). No provoca en mí ninguna emoción. Ignorancia, pendejez, arrogancia o vocación por la polémica. Llámenle como quieran. No cambiarán un milímetro mi postura. Por lo tanto, ni siquiera está en mi colección. En cambio, «Huracán», de un grupo mexicano casi desconocido llamado Las Madrastras, representa una especie de tema vertebral para mí. Me acompañó mientras me desintoxicaba de una temporada en la que fui piedrero. Estaba amarillo y flaco. Y esa canción estuvo conmigo en esos días de temblorina, sudor e insomnio. No es que no tuviera más canciones. Simplemente, cuando llegué esa noche a casa, dispuesto a dejar la piedra nomás por mis tanates (una clínica estaba fuera de toda posibilidad), en mi pequeña grabadora estaba un disco quemado con temas de Las Madrastras. Lo puse a tocar sin saber que tenía activada la opción de «repetir». De ese modo, «Huracán» sonó durante setenta y dos horas seguidas en mi grabadora. Por eso es tan importante para mí. No importa que no figure en alguna lista, recuento o canal de videos.

Según Pierre Bourdieu, los hábitos son principios generadores de prácticas distintivas y son esquemas clasificatorios, «establecen diferencias entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que es distinguido y lo que es vulgar, aunque no son las mismas diferencias para unos y otros».

Sólo así puedo entender una conversación con Federico Vite sobre las canciones de Timbiriche y definir uno de sus mejores versos: «tus ojos son dos verdes bofetadas». Las cervezas con Juan José Rodríguez para intercambiar datos inútiles sobre el Buki, Don Ramón o Tin Tan. La caminata en la madrugada con Luis Téllez Tejeda mientras hablábamos sobre lo influyentes que son Chayito Valdez y Chalino Sánchez en la música popular mexicana. La velada con Iris García y Geovani de la Rosa, junto a los abrasivos boleros costeños de la Luz Roja de San Marcos. El análisis que hicimos junto a Julio César Pérez Cruz del corrido «El asesino», de Los Cadetes de Linares, sobre el cual coincidimos en la capacidad narrativa de la melodía. Las enseñanzas de Jeremías Marquines sobre la vida y obra de Chico Che. Hay hábitos, de la infancia, adolescencia y madurez, que nos hacen identificarnos en algún punto con alguna de estas canciones no cultas.

La distancia entre la música buena y la música mala no existe. Es una cadena a la que nos amarramos en algún punto de la vida para hacernos los interesantes, para escribir un libro o apantallar a una morra. Me dan risa las personas que «sólo escuchan rock». O los que «ni por error cantan algo de Los Caminantes». Imagino que les salen ronchas si escuchan una cumbia de Selena o un bolero de los Rancheritos de Topo Chico. En cambio, celebro encontrar gente dispuesta a escuchar cualquier grupo musical: desde Camperos de Valles hasta Spiritualized.

Recuerdo la ocasión en que, en un encuentro de escritores, bebíamos copiosamente en el bar del hotel. Hablábamos de esto y de lo otro. De pronto, vimos aparecer a Kalimba, el tipo que había sido acusado de pedofilia, cantante y célebre meme en las redes sociales. Verlo llevó nuestra plática hacia los gustos musicales culposos. Así, comenzaron a emerger confesiones tipo: «tengo una colección con discos y un mechón de Amanda Miguel»; «a mí me latía mucho Magneto, hasta los fui a ver a un concierto»; «yo soy fan, pero muy fan de Luis Miguel». Sin embargo, había un tipo en la mesa que comenzó a reprobar nuestra conversación. Decía cosas como: «No mamen. No es posible que sean escritores y hablen de esa mierda. Mejor hablemos de jazz o de blues». No le hicimos caso y seguimos con la conversación culposa y jalando vidrio a discreción. Luego de varias horas, mientras hablábamos sobre las revistas literarias misóginas y escritores vendepremios, el tipo amante del jazz, visiblemente ebrio, se puso de pie y confesó: «yo admiraba a Laureano Brizuela. Me vestía igual que él y guardo sus casetes en los más profundo de mi biblioteca».

Lo que es sagrado para ti, para el vecino es papel higiénico. Tu colección de acetatos, para algunos, se vería mejor si los derritieran y los moldearan en forma de peines. Las discusiones sobre lo bueno y lo malo no empezaron ayer y no terminarán mañana. Son como las listas de discos, los mundiales de futbol o los libros de tal o cual año: cada quien tiene sus favoritos.

Hace tiempo, en una discusión en Twitter, dije que las tres mejores bandas de rock en toda la historia de México, para mí, eran:

 

  1. El Personal
  2. Real de Catorce
  3. La Barranca

 

De inmediato, los escritores torreonenses Carlos Velázquez y Daniel Herrera me dijeron que estaba bien, pero bien pendejo. Que no sabía lo que decía y que me fuera mucho a las antípodas. Ninguno me mencionó sus tres bandas mexicanas. De antemano saben cuál será mi respuesta.

Para Jim Thompson, «una mala yerba es una planta que no está en su lugar». Los malos gustos, como los míos, son unas yerbas nocivas, que no mueren, sólo contaminan la tierra y riegan su semilla indecente.

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