Nota al margen
Escribo en Adobe Caslon Pro, puntaje 11. Una tipografía elegante y flacucha, rara vez predeterminada en el procesador de textos. Siendo tan delgada y, por capricho, tan pequeña, la Caslon exige que el lector centre su mirada en las formas, le exige distinguir ángulos y espacios en blanco. Su lectura no es sencilla. Al ser una tipografía con serifas puede llegar a verse como un sólo grupo de texto subrayado, o como letras tachadas, atravesadas por una línea que las anula; rechazo de todo astigmatismo, de toda miopía.
En un intento por traducir las minucias de mi caligrafía a la escritura tecleada, la Caslon me pareció la familia de tipos que mejor la emulaba. Decir que se parece a mi letra me parece una idiotez, pero hay algo de idiota en cada mediación que va del pensamiento a la hoja en blanco. La Caslon, aunque es inevitablemente clara, sigue siendo una tipografía de difícil lectura, sobre todo cuando se le compara con fuentes más concretas como Helvetica o Arial. He conocido personas capaces de imitar esas tipografías, su letra es concisa, de trazo firme y una legibilidad envidiable; casi podría decirse que las inventaron. Sus cuadernos de apuntes y recados son de una claridad ridícula, aterradora.
«Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo», dice Mario Levrero en El discurso vacío. Aunque me gustaría pensar lo contrario, la Caslon no es linda, sólo difícil; si le subo el puntaje me hace sentir pequeño, aplastado por sus serifas punzantes; si lo bajo, simplemente la pierdo. No sé si existan más fuentes de tales necedades, pero ésta concentra casi todos los aspectos de una tipografía inescrutable, lo que explicaría por qué jamás viene predeterminada. Su uso es recomendado para impresión, pero no tanto para lectura en pantalla.
Sin contar a ciertos amigos editores, y uno que otro diseñador, conozco pocas personas que hayan reparado en las peculiaridades de la fuente y su peso. Probablemente piensan que se trata de una labor absurda. Tienen razón. Los cambios de fuente y las modificaciones en su pixelaje parecen relevantes sólo cuando forman parte de uno de esos aburridos poemas de vanguardia. De lo contrario, la tipografía es vista como un artificio de diseño, un detalle insustancial, una menudencia que puede ser sustituida con facilidad. A pesar de esto, no todos rechazan la contundencia de la fuente Garamond en 16 o 14 pixeles, la elegancia de Times New Roman en puntaje 12, el impacto de usar Helvetica en negritas. Los más detallistas eligen una tipografía distinta según la interfaz en la que están escribiendo. Ellos también tienen razón.
Escoger una tipografía es como robar una pluma para luego olvidarla en un lugar insospechado, sabiendo que no importa demasiado perderla, pues de cualquier forma escribiremos de nuevo. Toda tipografía, como todo teclado, como toda pluma, es tan sólo un punto de cruce entre la escritura y aquello que entendemos como vida.
Levrero intuyó la pulsión de la literatura en sus ejercicios grafológicos, la pulsión de un discurso que respira debajo de cualquier intento por realizar una escritura insustancial. Como si el propio discurrir de la letra, fuera, en cierto modo, también el de la literatura.
La escritura puede ser deficiente e insípida, pero siempre da muestra de sus pulsiones, siempre trata algo, aun cuando hablemos de «muchas páginas llenas y un libro vacío», aun cuando el texto pretenda no decir absolutamente nada. Esquivarla mediante fijaciones como la tipografía, el color de la tinta, un perro, el flujo del agua en un fregadero estancado, es también una forma de hacer literatura, una forma de descifrar la vida como si se tratara de una tipografía tan extraña que nos resulta imposible leerla. La tipografía, como todo lo demás, es una nota al margen de la literatura; la literatura es una nota al margen de la vida.