Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mariana Martínez.
Ilustración realizada por Mariana Martínez.

La novela debe reemplazar a la historia en ese punto en que la experiencia es lo bastante emocional, espiritual, psíquica, moral, existencial o sobrenatural como para que el historiador, al perseguir tal experiencia, se vea obligado a abandonar los límites precisos de la investigación histórica.

—Norman Mailer

En 1948, un exsoldado de 25 años publicó su primera novela y se unió al torrente sanguíneo de la narrativa estadunidense: pletórica, imparable (por ser acaso joven como él); una literatura siempre dispuesta a revitalizar el cuerpo de una sociedad trepidante, en cuya dermis las dominaciones y conquistas dejan llagas y suturas y en cuyos órganos se gestan infecciones longevas e incurables como el oro y la guerra.

Con Los desnudos y los muertos, narración semi autobiográfica sobre la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, Norman Mailer (1923-2007) llegó al pináculo de la consagración. Giras, entrevistas, publicidad, contratos, gran expectativa, altos niveles de exposición mediática y todo lo que implica el terrible beso de la fama.

Desde ese momento hasta su muerte en 2007, Mailer tuvo que estar a la altura de su doble bautismo de fuego: su experiencia en la guerra y su combate en la trinchera periodística. Su precocidad se correspondió con una escritura fecunda. Junto a Truman Capote, Tom Wolfe y más adelante Hunter S. Thompson —entre varios más—, revolucionó la manera de hacer y escribir periodismo. Heredero de las firmes desilusiones de la Generación perdida, admiró el genio y figura de Hemingway, de quien elogió la virtud de la bravura y la virilidad, el pacto de armas y letras, entre lo escrito y lo vivido en carne y sangre, que debe honrar el escritor al encarnar sus ficciones.

 

Vicios, virtudes y ficción sin fronteras

“Al fin y al cabo no hay manera de que alguien trate de aprehender una realidad compleja sin alguna ‘ficción’”, escribió Mailer en Advertisements of Myself (1959). Desde entonces ese sería el santo y seña de su quehacer literario, en su mayor parte el de un escritor político—y no sólo en el sentido temático (Mailer aspiró a ser alcalde de Nueva York en 1969).

Llamó novelas a varios de sus largos reportajes políticos y culturales, los cuales , sin duda, se encuentran entre lo más brillante de su obra, como La canción del verdugo (1979).

Para quien se adentre en la década de 1960, son piezas documentales imprescindibles: Los ejércitos de la noche, Miami y el sitio de Chicago (ambos de 1968), Of a fire in the Moon (1971) y varios de sus largas crónicas sobre las convenciones republicanas y demócratas.

En este periodismo innovador de Mailer, la aparición de extensos rodeos metafóricos, el comentario abundante al pie del acontecimiento, el cotejo de varias fuentes noticiosas, la introspección, así como el perfil sociológico y psicológico del momento, son una lucha contra el lenguaje árido y presuntamente objetivo de una prensa estadunidense que, desde mediados del siglo XIX —en 1846 se fundó la Associated Press en Nueva York— fue desplazando poco a poco a un modelo francés, mucho más literario.

Mailer emprendió una cruzada por derrocar al reino del dato duro, al periodismo instantáneo (que ha triunfado en nuestros días). Después tomó por asalto la simplificación televisiva, en la que veía locura, banalidad, manipulación; una reducción de la realidad.

Por eso, a Mailer nunca puede reprochársele el talento de haber devuelto al periodismo al nido: la literatura. Sin embargo, en este renovado ímpetu, el ego creador puede avasallarlo todo.

“La validez de la noticia —apunta Monsiváis sobre Mailer— depende de la variedad y sucesión de estados de ánimo que provoca en quien la interpreta y describe (y finalmente la crea) […]. Con una salvedad: quien resiente y transmite la noticia se concibe a sí mismo como termómetro magnífico, el receptáculo de la más alta sensibilidad. Mailer lleva, in extremis, arrogancia y egocentrismo al reportaje […]”1.

Tiene razón Monsiváis, hasta cierto punto. El egocentrismo es una muralla de petulancia que se impone al lector, pero sólo quien tome a Mailer al pie de la letra pensará que el muro es infranqueable.

Las sinuosas parrafadas de este novelista con disfraz de reportero, tienen fuerte dosis de auto-parodia, puesta en escena de ese falso ego genial (no olvidemos que Mailer dirigió y actuó en varias películas de Hollywood), despliegue de ironía mordaz contra una realidad bastante más absurda, que muchos periodistas ataviados en la modestia servicial.

El problema, y aquí tiene razón Monsiváis, es que con Mailer la frontera entre el ego creativo necesario y su personaje público, altanero e insoportable quedó diluida. Quizá a causa del mismo juego teatral de Mailer, que se comió por igual su vida y sus libros. Su estilo, devorador y omnívoro, fue una sobreactuación del precepto de Wilde: “la Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida”.

 

Los ejércitos de la noche y las aguas del olvido

Algo me dice que nuestro autor —como tantos otros “maestros” de siglos anteriores— está siendo arrastrado río abajo por las aguas del olvido. Mailer permanecerá en los anaqueles de las escuelas de comunicación y periodismo, pero ¿qué tanto se lee hoy? Me temo que poco o nada.

Lo cierto es que, si viviera, sus barbajanadas, su protagonismo sostenido, su defensa de la virilidad masculina, su condenable vida privada y su misoginia puntual (en una riña apuñaló a su esposa con un cortaplumas) lo habrían llevado al tribunal de la cultura de cancelación.

Dejemos que cada quien escoja a sus artistas y decida si separa al creador de la obra. No hay duda de que Mailer retrató con muy finas pinceladas la era contracultural de los 1960, los cambios en la sociedad bajo la guerra de Vietnam, los asesinatos de los Kennedy o de Martin Luther King y toda la revolución “hippie” con sus “ritos de tránsito”. Sus pretenciosos murales narrativos buscaban, en muchos casos, “la margarina institucional de las ideas norteamericanas más asfixiantes” y al aparato militar-industrial que tanto lo obsesionó.

Dejemos como muestra este pasaje del que es acaso su mejor libro,  Los ejércitos de la noche; obra que revive con ademanes de crónica, la marcha pacífica al Pentágono en octubre de 1967, durante la cual Mailer acabó detenido

Aquel viaje a través de la noche era un rito de tránsito, y aquellos desencantados herederos de la Vieja Izquierda, aquella chusma del Vietcong norteamericana, aquellos hippies pacifistas y demás jóvenes que allí quedaban, navegaban a la deriva […] Ahora dieciocho horas más tarde, a la débil luz del alba, el eco de otros insignes ritos de tránsito en la historia de los Estados Unidos, el esplendor de otras horas más heroicas y excelsas iluminaba quizá el universo interior y las cavernas de aquellos jóvenes anárquicos, quizá flotaba en el aire algún atisbo de un futuro glorioso, algún melodioso acento de todos los grandes ritos de tránsito norteamericanos, cuando hombres y mujeres se maniataban a una causa perdida y dolorosa y sobrevivían un día, una noche, una semana, un mes, un año […] El país mismo había sido fundado sobre un rito de tránsito. Pocos habían emigrado a este país sin un eco de tal rito, aun cuando sólo se tratara (nada menos) de los ocho días de hedor, de agitación, de miedo y de promiscuidad (en la entrecubierta, el pasaje más barato) de una travesía oceánica (o los ochenta días de agonía en un barco de esclavos).

Y algunas de sus observaciones no son egocentrismo sino verdadera lucidez augural de nuestro tiempo:

El siglo XX estaba en vías de arrebatar al hombre el poder de los sentidos que le quedaba, en aras de almacenar el poder en apiñados bancos de saber codificado. La esencia del conocimiento codificado residía en que podía dejarse al alcance de todo el mundo, ya que sólo unos pocos poseían las claves de su comprensión2.

Más allá de antipatías personales, a Mailer lo seguirán leyendo para abrir boca, en las escuelas de periodismo y en las mesas de trabajo, quienes quieran entender cómo formarse una voz propia y así lanzarse al ruedo cruel de los hechos. Hoy parece irrefutable el talante estético de cualquier reportaje; no lo era cuando Mailer y el Nuevo Periodismo remodeló el género.

 

Junta de sombras (para nuevas efemerides)

Para el centenario de Carlos Monsiváis (2038), Juan Villoro y Martín Caparrós buscan organizar un ciclo sobre crónica y reportaje literario, el viejo y el nuevo periodismo: mesas y lecturas desde los modernistas hasta John Reed, James Agee, Kapuscinski, Mailer, García Márquez… No encuentran patrocinadores ni instituciones interesadas. Quedan exiguos casos de prensa escrita.

Algunas plumas humanas envían por mail boletines diarios a suscriptores exquisitos, incurables nostálgicos. Los periodistas se han mudado a redes sociales de paga donde informan en vivo, en un flujo constante de videos de realidad virtual, a todas horas y desde cualquier lugar.

Quien no se pone sus cascos VR en tiempo y forma, puede leer los despachos instantáneos que redactan miles de bots personalizados, hijos todos del temible protocolo ChatGPT, y con quienes se puede dialogar sobre casi cualquier tema de actualidad.

En esas circunstancias, en el patio colonial de la actual sede del Banco Nafta, antiguo Colegio Nacional, aparecen los espectros encorvados de Norman Mailer y Monsiváis.

MAILER: ¿Qué hacemos aquí? ¡Qué ciudad más horrible! ¿Quién fue el inhumano que nos invocó esta vez en un banco?

MONSIVÁIS: No se preocupe, Norman. Después de la primera generación de escritores mexicanos nacidos en Estados Unidos, ahora ya somos todos una impúdica familia feliz norteamericana. Usted está aquí porque en una sesión de ouija le dije a Juan que me hubiera encantado verlo en mi centenario.

MAILER: No me sorprende que mi influencia haya llegado al sur del Río Bravo. Siempre fui uno de los mejores escritores de entre todos los vivos.

MONSIVÁIS: Su modestia siempre fue admirable, Norman. Veo que el polvo de los cementerios no le ha afectado.

MAILER: Si usted lo dice. Jamás logré hacer la gran novela que pudiera revolucionar la conciencia de mi país. Y eso que escribí más de 30 libros, varios de ellos geniales.

MONSIVÁIS: Los medios masivos lo consumieron en su pira. Trabajó para ellos, contra ellos, por ellos. Nunca resistió ni se redimió del discurso normativo de la caja idiota, siempre necesitada de antagonistas bufones, histriónicos intelectuales rebuscados, como usted.

MAILER: No se haga, Charles. He hurgado en la biblioteca de este banco. A mí no me engaña. Usted también fue periodísticamente ubicuo en un país no menos paranoico. Paz lo acusó de ser hombre de ocurrencias, no de ideas. Alguna vez lo llamaron de cariño “MonsiMarx, MonsiMailer”.

MONSIVÁIS: Pero mis ocurrencias no exhibían ese ardor payaso en público. Yo no soltaba a los mastines de mi Gran Ego a la menor provocación. Su esfuerzo por mantener su mala reputación, renovándola, fue una empresa energética y deprimente.

MAILER: Tuve que vivir en el sarcófago de mi propia imagen. Los reseñistas y entrevistadores de medio pelo fueron muy dañinos, víboras insaciables del star system. Dicen que usted, undercover, tuvo una proverbial lengua viperina. A mí esa ponzoña me fortificaba en mi ánimo combativo. Hasta fui buen pugilista.

MONSIVÁIS: Y un político lamentable.

MAILER: Esa campaña fue un desastre. La política fue mi cosmos pero también mi campo de tiro simbólico. Además, usted sabe que varios tiros acabaron con ciertos políticos de mi época.

MONSIVÁIS: Algo similar ocurrió también aquí, the Mexican way. Justo cuando sonaba un hit de la redención postrural, hablando de víboras: una canción llamada La culebra

MAILER: ¿Cómo? ¿También tuvieron a un Lee Harvey Oswald?

MONSIVÁIS: Gracias a su tocho de 800 páginas sobre Oswald y a su teoría del lobo solitario, muchos le dieron sentido a los hechos del 94 mexicano: Oswald-Aburto.

MAILER: La vida es absurda y los egos fascinantes…

 

Una puerta rechina. Desde la biblioteca se arrastra una sombra más ágil, con unos gruesos lentes negros diciendo: ¡Aquí hay dos fusilados que viven!

 

MAILER: Otra víctima de Nixon, ¡es Allende!

MONSIVÁIS: Norman, compórtese. Es Rodolfo Walsh, uno de nuestros grandes maestros. El verdadero iniciador de la novela de no-ficción.

MAILER: Bullshit! Ese fue mi amigo Truman con A sangre fría, una novela inmortal.

MONSIVÁIS: La autosuficiencia cultural yanqui le impide saber que don Rodolfo urdió una obra maestra: Operación Masacre, y la hizo casi diez años antes que Capote y corriendo mayores riesgos que él.

WALSH: Hasta hace poco han empezado a reivindicarme en ese podio. En 2017, la UNAM publicó mi Operación Masacre en una espléndida y digna reedición y ahora aparezco hasta en la global Wikipedia. Pero, ¡qué importa quién fue precursor de quién! A mí no me dio tiempo de nada más. A mí segaron casi de raíz. A mí no dejaron apelar a un tribunal por cinco días de cárcel en una marcha pacífica. A mí la verdadera noche del pentágono me engulló para siempre en su tiniebla sudamericana…

 

De pronto se oyen las botas de la policía bancaria acercándose…

 

MONSIVÁIS: Vámonos ipso facto. No nos vayan a llevar a los separos. Mailer, no querrá usted que lo vuelvan a detener. Sobre todo, ahora que no hay cámaras de televisión ni reporteros…

MAILER: Me interesa más nuestro amigo Walsh. ¿Rodolfo, verdad? Qué bien suena en español. No como la voz inglesa Rudolf que me recuerda a ese horrendo alcalde… Verá, Walsh, una vez en Nueva York yo…

 

Las voces se pierden en la oscuridad antes del cálido amanecer del 4 de mayo de 2038…

  1. Carlos Monsiváis, Antología de la crónica en México, Ciudad de México, UNAM, 1979, p. 209.
  2. Ambas citas provienen de Norman Mailer, Los ejércitos de la noche, trad. de Jesús Zulaika Goycochea, Barcelona, Anagrama, 2020, ebook.