No pedaleo
El más joven de mis hermanos, aunque diez años mayor que yo, trató de enseñarme a pedalear una bicicleta. Yo había cumplido once y era verano. Para esa aventura, salíamos a media mañana a la colonia de junto. Además de deshabitada, había una avenida que la gente usaba para correr, aprender a conducir o andar en bici. La llamaban El Kilómetro porque esa era la suma de ida y vuelta. Ahí, mi hermano pedía que me subiera al asiento y, antes de que estuviera instalado, gritaba: pedalea, cabrón.
Recuerdo que mi miedo estaba dividido en una balanza. Por un lado era el temor al accidente, y por el otro, a la burla de mi hermano. Su carcajada se reflejaba en cada gota de mi sudor. Sus dientes chocando entre sí miles de veces mientras yo trataba de mantener el equilibrio. Un equilibrio que logré mantener dos o tres veces, cien o doscientos metros, después de que él soltaba el asiento que llevaba sujeto al correr detrás o al lado mío, simulando protegerme. De regreso a casa, una vecina que ahora es solterona me decía: hasta que te dignas a subirte a la bici. El miedo social me rodeaba.
Esas veces sentí lo que escribió Julio Torri sobre ir en bicicleta: “En ella va uno como suspendido en el aire”. Caí muchas veces. Traté de hacerlo solo. Hacer el equilibrio. La pieza del arte de andar en bicicleta que más me costó fue esa que hace que uno se mantenga sin caerse. En el aire. Sobre su propulsión. Dentro de su velocidad. Sin romper amarras con la tierra ni con los límites de la tercera dimensión. Parece que la fórmula de mi hermano funcionaba: su presión social aplicada a mi poca destreza hacían de mí un intrépido gozador de la velocidad.
Parecía, hasta que hubo un verdadero accidente. Mi hermano subió a la camioneta donde llevábamos la bicicleta y arrancó. Yo no había subido pero me quedé agarrado de la puerta: me arrastró unos treinta metros. No me soltaba porque en mi cabeza todo eran regaños. No era la primera vez que mi familia trataba de enseñarme a andar en bici. De mi infancia a mi adolescencia me regalaron cuatro bicicletas. Todas tenían rueditas de apoyo. Nunca aprendí del todo. Esa vez estuve cerca hasta que la grava me dejó las rodillas con los huesos expuestos. Pasé el resto de ese verano comiendo helado y leyendo.
En la prepa volví a intentarlo. No pude. El cuerpo era distinto y el miedo mayor. Si el bullying de mi hermano me arrastró, el de mis compañeros me llevó a la hoguera. Me decidí por los deportes de salón o de campo. Jugué futbol americano y luego hice pesas. Descubrí la bicicleta estática. Era una maravilla. Ponía música y entonces era mía esa sensación juliotorriana de ir como suspendido en el aire. Comprendí que, en efecto, el ciclista es un aprendiz de suicida. Para eso, mi suicidio ideal no sería en la velocidad, sino en lo estático: con una pistola o con la cabeza metida en la estufa. Jamás en una bicicleta cruzando cual venadito una vía rápida.
Tengo la idea de que vivo sobre una bicicleta mental. Camino como si pedaleara la ciudad. He recorrido muchos territorios a pie. Así como Thoreau disfrutaba caminar los bosques, yo lo hago en las ciudades y los desiertos. El paso del tiempo, el reconocimiento, la memoria, ser uno mismo con la mirada justa sobre las cosas. Caminar en ciertas ciudades también es ser un suicida. El exceso de tráfico deja fuera a los peatones: incluso a las aceras. Algunos vivimos sobre una bicicleta mental. Sobre un no pedaleo. Un deambular para ir al encuentro de quizá lo más bello: nuestro propio ritmo.