Tierra Adentro
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En las famosas Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke le recomienda a Franz Xaver Kappus, joven aprendiz de poeta, “no escribir poemas de amor”. Tenía unos diecisiete años la primera vez que leí este libro. Me propuse volver a hacerlo alguna vez porque me dio la impresión de que la traducción era muy mala. Como me desesperé, pues no me daba tiempo de aprender alemán, lo releí poco tiempo después en la misma traducción.

No encontré ninguna novedad. Me volvió a parecer inconcebible una recomendación de este tipo: ¿por qué un poeta como Rilke le prohibiría a un joven aprendiz escribir poemas de amor? ¿Sobre qué habría de escribir entonces? ¿Cuál es el tema que le cuadra a un joven poeta? ¿Debe escribir sobre la correspondencia entre una naturaleza que revela los símbolos de un mundo Ideal; sobre los paraísos perdidos de la metafísica; sobre la muerte del lenguaje? ¿A qué poeta tendría que acercarse? ¿Más a un Valéry que a un Apollinaire?

De todos los consejos que da Rainer Maria Rilke a ese desconocido Franz Xaver Kappus, éste es, a mi parecer, el más desmesurado: parece más lejano para un joven hablar de la muerte, por ejemplo, como motivo poético, que del amor. También en algunas de las cartas le sugiere, o casi lo conmina, a hacerse preguntas sobre su inclinación a ser poeta para basar su oficio no en un simple capricho, sino en algo que se encuentra “en las profundidades del ser”. Es probable que el aprendiz estuviera más interesado en expresar estéticamente sus sentimientos a una muchacha que en conquistar una sinceridad poética basada en la tradición, para ganar lectores.

Jean Starobinski, en un texto donde habla de la idea de nostalgia en la poesía de Yves Bonnefoy y Ossip Mandelstam, considera que el concepto de nostalgia de ambos se remite a una “poesía de la poesía”.[1] Una experiencia impostada de la nostalgia, más cercana de la tradición poética de Occidente que de la propia vida de los poetas; una experiencia en que la construcción de los referentes está basada en la tradición grecolatina más que en las experiencias inmediatas del sujeto poético. De ahí que podamos extender esta consideración al extraño consejo que Rilke da al aprendiz de poeta, esto es, Rilke le dice de algún modo: “no escribas solo, escribo con y para la tradición”.

Existen formas poéticas preestablecidas para hablar del amor. Formas que van desde la expresión hermética, las referencias eruditas, hasta la disposición anímica (inclinada al sufrimiento) del poeta. Rilke quizá temía que la expresión necesaria de los poemas de amor llevara al aprendiz a alejarse del oficio de poeta o a perderse en él. Quizá quería que entendiera, y en eso podría tener razón, la diferencia entre lo ridículo de los sentimientos y la pericia necesaria de la expresión poética, que a veces poco tenía que ver con lo sentido. Tal vez Rilke creía que existen temas que tienden a lo patético, y esa inclinación nata de los temas podía repercutir, en un principiante, en una mala exhibición. En resumen, el lugar común era más común en manos torpes.

Fernando Pessoa también sintió esta aversión por los poemas de amor, al menos en cuanto a su faceta epistolar, mientras se carteaba con Ofélia Queiroz. El famoso poema que principia “Todas las cartas de amor son ridículas / No serían cartas de amor si no fuesen ridículas” da por hecho que la expresión del amor (aunque no el amor) es una práctica de poco aprecio, irregular, que mueve a la burla o al menosprecio. Nada hay de malo en que alguien ame: el problema es que lo diga. Y encima, en cartas. Pero Fernando Pessoa, impostado en su heterónimo Alvaro de Campos, agrega a este poema una revancha posible para el enamorado: “Al final de cuentas, sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor / sí que son ridículas. / (Todas las palabras esdrújulas, como los sentimientos esdrújulos, son naturalmente ridículas)”.

Podríamos darle la razón sin pensarlo a Rilke, basándonos en el hecho de que es un poeta de una expresión impecable, y basándonos, también, en su fortuna literaria. Sin embargo, ¿debe ser eso suficiente como para que alguien que lea sus consejos se prive de escribir sobre el amor por creer que no es lo mejor para su potencial carrera poética? Sería ceder ciegamente a la tentación de la “poesía de la poesía”. Aventuro que debe existir más de un fin para los que escriben versos: Saramago pregunta en un poema que dedicó a Rilke, “¿Por qué, Rainer Maria? ¿Quién le impide / Al corazón amar, y quién decide / Las voces que en el verso se articulan?”, Saramago, más conocido como novelista que como poeta, insinúa con esta pregunta retórica que se pueden escribir versos donde no decida la tradición, o las restricciones o exigencias de una poética que hace las veces de un “superyó” para el autor y que le dicta un estándar expresivo de sus propios sentimientos. Saramago continúa:

 

La tan larga escalera que subiste

Se ha roto en el vacío, cuando la sombra

Del Otro en los peldaños se repartía.

Al vértigo aéreo de tu vuelo

Opongo yo la dimensión del paso,

Terrestre soy, y de este ser terrestre,

Hombre me digo hombre, poemas hago.[2]

 

La oposición a Rainer Maria Rilke puede parecer ingenua, pero es precisamente esa ingenuidad la que le parece atractiva a Saramago en una venia literaria que parece haber caído en desprestigio. ¿No sería más antojadizo decirle al joven Franza Xaver Kappus, “escribe lo que quieras, sólo procura no ser ridículo y que tus versos tengan un ingenio que amerite su lectura”. Escribe poemas de amor, qué más da, peores poemas se han escrito, y de otros temas, menos escasos.

 


[1] Jean Starobinski, “La leçon de la nostalgie”, en L’Encre de la mélancolie, Seuil, París, pp. 254-340.  

[2]Poesía completa, trad. Ángel Campos, Alfaguara, Madrid, 2005.