Tierra Adentro
Ilustración realizada por Maricarmen Zapatero.
Ilustración realizada por Maricarmen Zapatero.

Este texto es una autobiografía. Pero solo de mi relación con el Apocalipsis.

En mi educación primaria pasaba las vacaciones tirado en mi cama viendo televisión. Englutía todo lo que se me cruzaba: películas infantiles que aún revisito, películas aburridas ganadoras de premios, documentales sobre dinosaurios y, finalmente, llegué a los documentales pseudoreligiosos y alarmistas del Discovery Channel. No recuerdo el nombre del programa pero sí que en mi pequeña televisión de caja negra se presentaron imágenes del mundo explotando, siendo impactado por asteroides titánicos, hundiéndose en la lava de los volcanes. Y lo peor para un niño que había tenido una educación medio religiosa: las profecías de Nostradamus, los códigos ocultos en la Biblia, la promesa de que si hubo un inicio tenía que haber un estallido al final.

En su momento ese miedo fue un secreto. Se quedó conmigo pero no germinó ni se trasladó a ningún ámbito de mi vida. Era uno más en la larga lista de miedos de un hijo único. Miedo a los golpes, a la gente desconocida, a estar solo en un lugar oscuro, a los vampiros que, deliraba yo, volaban por encima de la Ciudad de la Furia, viendo a través de los techos de las casas qué niños no estaban cubiertos por sus cobijas para ir por ellos y robarles toda la sangre. Si hubiera sido un niño más valiente, como Leopoldo María Panero, quizá habría escrito una línea como “y los libros hablaban y hablaban y Dios iba diciendo: pronto se acabará el mundo”. Pero ni siquiera leía libros. No fue hasta los once años, cuando ya estaba por ingresar a la secundaría, cuando como mucha gente de mi edad entré a la literatura a través de Harry Potter y sus castillos y sus niños en peligro mortal. Luego llegarían los libros de Stephen King, como una especie de vacuna a mis paranoias.

Eso funcionó hasta la secundaría. Recuerdo que el profesor que nos daba Geografía en la escuela técnica era un oportunista: nos ponía a colorear mapas pero si le comprabas algún dulce, de los que siempre traía en su maletín, te ponía el punto de la actividad de todas maneras. En su clase, muchos compañeros aprovechaban para comer chucherías y no hacer nada. Era un tipo chaparro, con un bigote a lo Mario Bros que se paraba frente al pizarrón a decir cosas que no conocía muy bien, y que seguro ni le apasionaban; una de esas personas a las que no recordaría si no fuera porque en una clase empezó a hablar sobre el espacio y sobre sus peligros: “Vi en las noticias que en diecisiete años vendrá un asteroide y pasará muy cerca de la Tierra. Es posible que nos impacte”. Me quedé helado. Ahí estaba abrazado de nuevo por el pánico. Había un asteroide enorme que cruzaba el espacio a velocidad inmensa para llegar a arrasar con todo. Ahí detonaron varias imágenes infantiles que había hecho de lado: los astronautas de Armageddon yendo al espacio, los meteoritos destruyendo edificios en Impacto profundo, Sarah O’Connor aferrándose a la reja de metal mientras ve la bola de fuego que habría de alcanzarla hasta que la volviera un esqueleto en llamas. No recuerdo si levanté la mano y pregunté algo. No recuerdo qué hice en aquel momento. Pero entendí que era un niño cobarde y que no sabía qué hacer con eso.

Durante días pensé en esas imágenes. Una tarde me rehusé a hacer la tarea de Geografía (ahora tiene sentido por qué). Me quedé tirado en la cama, mirando el techo. Mi madre se acercó en aquel momento y se acostó a mi lado. Le dije que me sentía triste, creo que es la primera vez en mi vida que lo articulé, y le conté lo del cometa y lo del fin del mundo que me perseguían en mis pensamientos. Mi madre, entonces, comentó algo que me liberó de aquella relación tóxica por unos cuantos años: “El mundo solo se acaba para el que se muere”, dijo.

Los pensamientos regresaron en la preparatoria pero ahora acompañados de sueños. En estos me encontraba en un gran muelle de madera que conducía a un pabellón en medio del océano. Una especie de imagen idílica, supongo. Yo caminaba por el muelle hasta que me detenía en el barandal del pabellón, para mirar al agua infinita; en aquel momento observaba la bola de fuego que se acercaba hacia el agua, una imagen que era incapaz de abarcar por completo con mis ojos oníricos pero que me hacía lucir pequeño, insignificante, descartable. El golpe de la bola de fuego contra el agua no era el final. Le seguía una gran ola que se acercaba al pabellón; y aunque yo quería escapar, la ola me alcanzaba y me hacía dar vueltas y no sentir el suelo, y perder las ideas entre el agua que entraba en mis pulmones y me despertaba.

Para entonces, ya me había consumido casi todo Stephen King. En especial, los libros de La torre oscura. En el primero, El pistolero, un niño muere en nuestro mundo y acaba en un mundo medieval donde hay pistoleros en lugar de caballeros; espera en una estación de paso hasta que el protagonista, Roland Deschain, lo topa y caminan juntos por el desierto. Eventualmente, el protagonista tiene que elegir entre salvarlo o conocer más secretos de una misteriosa torre oscura. El niño, Jake Chambers, le dice: “Ve. Al cabo hay otros mundos aparte de este”, y se deja caer en la oscuridad. Otros mundos para huir. Otros mundos que no serían destruidos por el cataclismo.

En aquella época no hacía más que releer los libros de La Torre Oscura y escuchar el disco Casa del proyecto de Natalia Lafourcade, Natalia y la Forquetina: el que fuera el primer disco que escucharía completo y con un fervor casi religioso en mi vida. Supongo que mi condición de hijo único hacía que me encerrara en mí mismo. Y que llegara la crisis. En algún punto no pude controlar mis sueños y mis paranoias sobre el fin del mundo: volví a soñar que la ciudad era arrasada por el fuego y que caminaba por fragmentos de ellos en llamas. Necesitaba un escape. Entonces, como en la saga de La Torre Oscura están cambiando constantemente de dimensión, creí que podría hacer eso.

Un amigo escritor llamado Santiago Iñiguez, uno de los primeros amigos que tuve que escribían, me habló una enorme mansión abandonada –en el tercer libro de la Torre hay una– que él había visitado y en la que decía que había túneles ocultos. Túneles a otros mundos, deduje yo en mi locura. El lugar en cuestión era la casa del narcotraficante Baltazar Diaz, una construcción realizada a la orilla de un parque hundido, en una de las colonias más lujosas de mi ciudad. Había visitado ese parque en una ocasión: muchas casas tenían salidas o patios abiertos al parque. Hasta había caminos. Corrían leyendas sobre la casa: que ahí se reunían cultos de Santería, que la hija de Baltazar caminaba enloquecida por la casa, que había fantasmas que te empujaban hacia el vacío. Así que a inicios de 2006, cuando la promesa del Apocalipsis del 6 de junio, el del 666, estaba lanzada en todos lados, armé una mochila con comida, un discman, unos libros de La Torre Oscura, y me fui a la escuela con la idea de que nunca iba a regresar.

Estuve alegre toda la mañana pensado que no volvería a ver a mis compañeros. Nadie descubrió que no llevaba mis libros escolares. Pero no soportaba la ansiedad: quería irme ya. Así que, como pude, me escapé antes y me dirigí caminando hacía la casa. Sentía, o deliraba, que esta me llamaba. Así como al chico, Jake Chambers, en el tercer tomo de La Torre Oscura no sabe si murió o si vivió tras decir aquellas palabras, pero recuerda su viaje con el pistolero; ahora que está en otro mundo y siente que hay una casa que lo llama para cruzar una puerta y escapar del colegio, de los compañeros con los que no congenia, de su familia. Así que averigua de una casa embrujada que podría ser el punto por el cual regresar. Y así yo pensé que la casa del narcotraficante podía ser mi puerta de escape.

Caminé alrededor del parque buscando la entrada. Al llegar y ver que desde la calle solo asemeja un piso derruido, recordé todas las cosas que Santiago, mientras estábamos sentados en las escaleras de la Catedral, me contaba sobre el lugar: “Los túneles son inmensos, Ceyca, y seguro en la casa hay magia”. No me decidía a entrarme. Como Don Quijote, saqué uno de los libros de La Torre Oscura para convencerme de que estaba ingresando a un universo más grande que el mío. Uno donde podía haber salvación para la humanidad. Donde no temiera el cataclismo. Así que me senté a la sombra mirando la escalera grafiteada que bajaba hacia el interior de la casa. Y en eso llegaron unos chicos de otra preparatoria, quienes también se pintearon las clases para recorrer la casa embrujada: después descubriría que todos los estudiantes de preparatoria de Culiacán de mi edad, se adentraron en la casa bajo la promesa del embrujamiento. Eran dos parejas con uniformes verde con gris; mientras iba yo solo con una playera roja. Les dije que estaba ahí pero que me daba miedo entrar. Así que entré con ellos.

En cuanto se ingresaba al interior de la casa de Baltazar, tras bajar unas escaleras, a mano derecha había dos habitaciones sin muro divisorio que culminaban en un tobogán. Si mirabas desde ese punto, encontrabas al fondo una alberca vacía y llena de hojas moribundas, rodeada de maleza salvaje, y el muro de rejas que separaba del parque; me pregunté por dónde debía entrarse a los túneles que, según Santiago, había debajo de la casa. Recorrí el lugar con los otros chicos: podías bajar a un tercer piso donde había habitaciones llenas de graffiti, jeringas en el suelo, restos de porros masticados, y más de una puerta clausurada por bloqs grises. Quizá esas eran las entradas, me dije, y ya no había forma de pasar a otro lugar. Llegamos a un punto donde debió haber un baño y en el lugar de la tina había un agujero. Uno de los chicos se adentró en él, pero ambas salidas estaban tapadas. Del baño se podía llegar a una plataforma que, seguro, en su momento tuvo plantas para proteger que la gente se tirara al vacío. Ahora solo era concreto desnudo. Invitando a saltar al vacío. “Sientes que una mano te empuja mientras ves los árboles”, me dijo Santiago. Me coloqué en la orilla y miré el parque y las otras casas; cada vez más seguro de que aquel lugar no me iba a ayudar a escapar de este mundo. Pero no sentí ningún empujón.

Ahora que he leído a Mariana Enriquez, me hubiera gustado desaparecer detrás de alguna puerta y que los chicos jamás volvieran a encontrarme. Pero no quedaba ninguna puerta las habitaciones. Bajamos hacia el último piso: el de la alberca. Miré el tobogán color cielo hacia arriba y me adentré en él, para pisar las hojas secas. Los chicos propusieron salir por el parque, mejor, y levantamos la malla metálica para brincar: ahí descubrimos dos cosas. La primera fue un agujero debajo del muro, que rodeaba a la alberca. ¡Eran mis túneles! Pensé. Mi salida. Así que fui el primero en ingresar y con la pantalla de mi teléfono alumbré las sombras; pero ambos caminos, tanto a diestra y siniestra de la base de la alberca, llevaban a puntos cerrados con piedras. Puntos que seguro eran la misma subida del cerro. Así que salí decepcionado. En cuanto bajamos al parque vimos otra cosa: un peluche de Mickey mouse colgado, del cuello, de uno de los árboles, y en ese momento decidimos correr.

Cuando llegué a casa mi madre me preguntó dónde me había ensuciado tanto. No le dije una sola palabra.

Aquel día corrí sin llegar ningún lado. No había escapatoria, me dije. Tenía que esperar la fecha. Y una noche como buen niño instruido en la religión, me hinqué y le pedí paro al Padre Celestial: que no ocurra nada, aún hay muchas cosas qué vivir, aún no sé qué haré con mi vida. Toma lo que quieras. Como no obtuve respuesta, luego lancé el mismo rezo pero hacia abajo.

Mientras se acercó la fecha seguía escuchando el disco de Casa y leyendo La Torre Oscura sin descanso. Finalmente llegó una señal. En forma de una noticia de periódico: Natalia Lafourcade se separaba de su banda, La Forquetina, y no habría más discos. La que en ese momento consideraba mi banda favorita había dejado de existir. Tuve que dar algo, me dije, pero mis plegarias fueron escuchadas.

La siguiente y final amenaza fue el 2012. Pero para ese momento ya estaba vacunado: no volvería a ser presa de mis paranoias. No dejaría que los sueños sobre los asteroides cayendo en pleno océano me detuvieran. Salían muchos documentales científicos desmintiendo las mentiras del Apocalipsis a finales de año, y muchos noticieros pedían que no cundiera el pánico; los veía sin miedo. Estaba más entretenido en la Universidad y en encontrarme con Santiago y otros amigos en las escaleras de la Catedral, donde compartíamos cigarros y alcohol barato, donde éramos los relegados. Para nosotros era mejor esperar el estreno de The Dark Knight Rises. O de The Avengers.

La otra cosa que no estuvo en nuestros planes y que nadie esperaba, es que el mismo día que murió Chavela Vergas, Santiago se metiera borracho a un riachuelo. Y que nunca saliera de él.

Aquella misma mañana le hablé para darle la noticia: “No puede ser, Ceyca. Hay que tomar. Hay que ahogarnos. Por Chavela”. No pensé que fuera a ser tan literal la situación. Que a la mañana siguiente estuviéramos todos en la funeraria, despidiéndolo; recordé las palabras de mi madre sobre que el mundo solo se acaba para el que se muere. Sin embargo, los resquicios de su muerte invadieron el espacio que el Apocalipsis dejó en mí. Durante meses no puse un pie en la plazuela central, ni vi a los amigos con los que compartí su pérdida en una funeraria de losetas blancas y pulcras.

Hasta que el 21 de diciembre unos amigos me invitaron a un bar, el Mr. Rock, a celebrar el fin del mundo. El día que, decían en Internet, se iba a acabar el calendario azteca. Para ese momento ya no me importaba si el mundo explotaba. Si todas aquellas cosas que veía en las noticias –sin saber que luego me dedicaría a ellas– iban a terminarse de una vez por todas. Si iba a haber un punto y final a la existencia humana. Así que los acompañé.

El Mr. Rock era un bar con dos partes: adentro mesas en el aire acondicionado, y unas cuantas mesas afuera, para los fumadores. Al lado de un inmenso expendio de cerveza Tecate, en el que había un espectacular de una mano sosteniendo una charola de cervezas, del cual una vez un hombre quiso matarse. Nos sentamos afuera y empezamos a pedir tarros baratos. Platicábamos de la Universidad y de nuestras vidas. Y en algún momento alguno pidió un brindis por el Apocalipsis. Todos levantamos los tarros y los chocamos. Es posible que sea verdad esto que dicen en Internet de que el mundo se está yendo al mierda tan rápido porque en realidad todo terminó ese diciembre; para mí el punto de inflexión sería ese momento en que chocamos los tarros y el de un amigo explotó en cientos de pedazos, derramando cerveza por toda la mesa. En ese momento quizá se acabó el mundo. O quizá no. Quizá solo son excusas que nos permiten continuar avanzando mientras enfrentamos ‘sufrimos los golpes y dardos de la indignante fortuna’.

Buscando nuevos trabajos y nuevos caminos y nuevos amores. Nuevas maneras de ver la vida. Y de sobrevivir a catástrofes mundiales que parecen nunca acabarse. A lo mejor esa noche sí se acabó el mundo e inició, de inmediato, otro como en 31 minutos. A lo mejor aquella noche se inició algún evento cósmico que sigue hasta nuestros días. En realidad, no me importa saber la verdad. Hay una cosa que sí sé que cambió ese año: se fue, por completo, el miedo al Apocalipsis. Era hora de irse de ahí, al cabo hay otros miedos aparte de ese.


Autores
Sergio Ceyca (Culiacán, 1990) ha publicado la novela No tendrás perdón (ISIC, 2018) y el libro de cuentos Magia moribunda (Ediciones del Olvido, 2021). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa y se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos. Participó en el primer Curso-taller para jóvenes creadores de la Fundación para las Letras Mexicanas, con sede en Xalapa; y ha sido beneficiario del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artístico de Sinaloa durante 2018, así como de la beca de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en el periodo 2019-2020.

Ilustrador
Maricarmen Zapatero
Estudió Diseño en el Instituto Nacional de Bellas Artes e Ilustración en la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Ha colaborado en distintos proyectos de ilustración para libros y publicaciones así como en medios digitales, proyectos independientes y de autoedición. Vive y trabaja en la Ciudad de México escribiendo e ilustrando sus propias historias