Tierra Adentro
Tomado de la base de datos de Google

 

Hace unos meses leí una antología de ensayo que malamente me llamó la atención: la gran mayoría de los textos empezaba de la misma manera. En las tres primeras líneas, una fecha, un lugar y un personaje aparecían como constante. 1598, Roma, Caravaggio. Berlín. Tabucchi. 1971. Lisboa. Málevich. 2006. Virginia. 1978. Guatemala. Broadway. 1969. Cirlot. Buenos Aires. 1935. París.

El ensayo se me presentó como un cúmulo de nombres, referencias apiladas, rocas sofocantes. Los pocos textos que proponían otro punto de partida me regresaron el oxígeno. No pude sino pensar en lo triste que era el haber catalogado a casi cincuenta personas que parecían hablar igual, tener una misma voz: el timbre de la necesidad de situar, la obligación de la referencia.

Una de las principales razones por las me gusta leer ensayo es porque me regala una dosis de algo imprevisto. Pensar en lo que no he pensado, llegar a otras conclusiones, ventilar mis ideas, darme aire. Mis libros favoritos recuperan ese derecho a la miscelánea que el propio Montaigne disfrutó a plenitud.

Al leer sus Ensayos siento lo opuesto a mi experiencia última con las antologías: en un mismo autor, descubro miles de voces. Lo que más aprecio de Montaigne es que hace y dice lo que se le pega en gana. Nunca me parece el mismo.

Se puede obsesionar con un asunto que llevará a sus últimas consecuencias a lo largo de un considerable número de páginas, como también encuentra placer en hablar de un tema en apenas un par de ellas. Recupera sus lecturas, da vida a los clásicos, habla de sí mismo. Leer a Montaigne siempre me ha parecido una conversación con un buen amigo del cual, por muy familiar que me parezca, no sé bien qué esperar.

Ese sentir que lo conozco tanto como lo ignoro me explica por qué su figura se ha convertido casi en un mito. El ejemplo de lo que significa ser un hombre moderno. Aunque muchos repitan junto a él que en los Ensayos descubrimos su autorretrato, lo que pinto de sí mismo, deja tantos huecos que han hecho posible y necesario para muchos otros escritores seguir hablando de él.

Allí está el prólogo que escribió Arreola, la espléndida autobiografía de Stefan Zweig, el estudio de Peter Burke o, incluso, el chispeante dato que Szymborska recopila tras la lectura de un libro sobre la higiene en el Renacimiento: a diferencia de sus contemporáneos, Michel de Montaigne no le tenía asco al agua, se bañaba a menudo y con placer.

¿Cómo no obsesionarnos con la vida de un autor que más que un hijo fue un proyecto educativo? ¿Será verdad eso que dicen acerca de que cada mañana era despertado con el dulce rumor de un dueto de músicos para avivar su espíritu? Ojalá supiéramos más del padre de Montaigne. Ese loco sujeto que decidió legarle el latín como “lengua materna” al contratar a un maestro que no hablaba francés y al negarle a su familia y los sirvientes comunicarse con él en otro idioma.

Ese mismo que, según se cuenta, llevó a su hijo a vivir con una pobre familia en sus primeros años para fortalecer su cuerpo con la inclemencia. ¿Qué dirá de nosotros el fascinarnos con su biografía? Quizá es un tanto ridículo admirar a un superhéroe cuyo mayor poder fue el gozar de una buena y exagerada educación.

Acepto que me seduce la torre con sus 67 máximas inscritas en el techo, ese lugar de reclusión y aislamiento del mundo. Pero sobre todo me intriga la naturaleza de esos textos que conforman los Ensayos y parecen fijar el vapor de una conversación.

Aunque hoy muchos piensen en un ensayo como una escritura constreñida, estirada y llena de citas, me gusta recordar que en su origen fue tan sólo el dictado que Montaigne hizo a un escriba para sujetar sus pensamientos libres. Ensayar es ejercitar la oralidad que nos descubre el orden y caos de la cabeza.

Porque Montaigne nació un día como hoy, me pregunto cómo sería celebrar el cumpleaños de tu escritor favorito. Conozco a ñoños incurables que tienen pequeñas tradiciones para festejar esos días feriados que ellos mismos se impusieron: relecturas de obras o pasajes, recordar la fecha a los demás casi como una admonición… Hasta ahora, ese universo de conmemoraciones y monumentos me resulta casi ajeno. Si olvido los cumpleaños y aniversarios de mis amigos, pagar el gas, contestar mensajes, con mayor razón suelo pasar por alto un natalicio que se ha repetido 488 veces. Mi cerebro no es un cerebro efeméride.

Este es el primer año que llego al 28 de febrero con una marca en el calendario, señal para el recuerdo que puse hace algunos meses cuando el ocio me hizo pensar en cuál sería la fecha idónea para conmemorar mi autoseleccionado Día Internacional del Ensayo. Hoy que la veo no dejo de imaginarme a mí sentada en una mesa junto a Montaigne, ambos con gorritos de fiesta frente a un pastel tapizado por las casi quinientas velitas que habría qué colocar.

Más que feliz, se me representa como un momento incómodo: dos seres humanos que no comparten la lengua, nada por hablar, de mundos diferentes. Felicitar a Montaigne, incluso aunque sea a través de estas líneas, no deja de parecerme más que otra manera de arrastrarlo fuera de su torre y de su paz.

Pero si acaso tuviera oportunidad de preguntarle sólo una cosa o conversar con él como estoy acostumbrada gracias a la magia de la comunicación discontinua de la literatura, aprovecharía para averiguar qué piensa de haber donado una palabra que designa textos tan diferentes. Los tediosos trabajos finales que reavivan la escolástica en estos tiempos, por ejemplo. O la prosa flácida que abarrota los periódicos y revistas. Mas, no sé por qué, sospecho que mi interlocutor entornaría levemente los ojos y me desplegaría su más sincera indiferencia. Regresaría a sí mismo y a asuntos más interesantes.

Porque quizá esa respuesta resulta inútil cuando se pronuncia, está hecha tan sólo para ponerse en acción: para seguir haciendo del ensayo la escritura que toque los bordes vírgenes del pensamiento, que se cuestione su propia vergüenza e impudicia, que nos permita descubrir e inventar con libertad lo que no hemos visto aún.