Tierra Adentro

Entre las múltiples aficiones que cultivó Tomás Segovia en México, luego de su exilio republicano, su faceta como amateur del son jarocho guarda un lugar privilegiado. A propósito de su nonagésimo aniversario, reproducimos una controversia decimera que sostuvo con el también poeta y músico Gilberto Gutiérrez, líder del grupo Mono Blanco.

 

1977 fue un gran año para mí. Habiendo llegado a la Ciudad de México en 1974, al fin gozaba de cierta estabilidad económica. Eso me permitía moverme y tener mayor vida social. Rodeado de quenas, bombos y charangos, entre los que se escuchaba también el canto nuevo. El folklore andino, me recordó que en mi tierra había una música similar. Quizá por eso preferí tocar la música que tocaba mi pueblo y no el andino. Esa decisión me llevó a la casa de Juan Pascoe, sede del Grupo Tejón, un grupo dedicado a la música tradicional mexicana, y del Taller Martín Pescador, entonces una imprenta casera.

La casa de Juan era punto de encuentro para una camada de jóvenes músicos y poetas, en la cual algunos ensayaban y otros preparaban sus primeras publicaciones. Los que más la frecuentaban eran Francisco Segovia, Carmen Boullosa, Alfonso D’Aquino (el primero que se fijó en la versada tradicional), José María Espinasa y Francisco Hinojosa. Yo provenía de la poesía tradicional y conocía, por haberlos declamado en la escuela, a Rubén Darío, Salvador Díaz Mirón y Ramón López Velarde. Entonces me enfrenté por primera vez a la poesía en verso libre… Pero estos poetas que escribían en verso libre, sabían del verso medido y rimado y no les era ajena la poesía del mundo jarocho. Un día, entre los jóvenes poetas, apareció Tomás Segovia. Se hizo obvio que los ahí reunidos lo reconocían como al maestro, aunque él se movía como otro más de aquellos jóvenes poetas. Pronto me empezó a preguntar sobre las coplas, sobre la historia del son jarocho, del que sabía mucho. Con motivo de la publicación de su libro Cuadernos del nómada hubo una convivencia más estrecha con él. Se presentó el libro, vinieron grandes personajes y como siempre sucedía en el Taller Martín Pescador, la fiesta que siguió a la presentación fue una especie de fandango. Después de eso, Tomás estaba y no. Se decía que andaba en el extranjero; de repente daba alguna lectura en Casa del Lago o alguna conferencia, y luego desaparecía de nuevo. Mono Blanco representó a México en la Expo Sevilla de 1992. Al término de ese compromiso, la mayoría de los músicos regresaron a México, pero algunos nos fuimos a visitar a Tomás a su casa. Ésta se encontraba en una huerta llamada La de en medio, por el rumbo de Murcia. Era una casa al estilo de Tomás, con adecuaciones que él mismo hacía. Aquella era una típica casona vieja que sus habitantes habían dejado para ir a vivir a la ciudad. Así era España en ese momento: por dondequiera, en el campo, se veían hermosas casonas abandonadas. Ya en la reunión de la tarde, con los amigos murcianos de Tomás, que a la postre resultarían nuestros amigos, el son jarocho pasó a ser el centro de la plática. Sonidos que se asemejaban a sonidos que antes y ahora existían por las tierras murcianas. —Canten el «Cielito Lindo» —dijo Tomás— pero como debe de ser, con la seguidilla compuesta—. Puse toda mi atención en el asunto y Tomás explicó cómo la seguidilla compuesta era la copla correcta para cantar el «Cielito Lindo», y que, al parecer, en algún momento los jarochos la perdieron aunque los gitanos y los huastecos la seguían usando. De esa manera Tomás hizo una aportación al son jarocho y en buena medida hemos recuperado el uso de la seguidilla compuesta para el «Cielito Lindo» jarocho —llamado «El Butaquito»—, y además nos ayudó a descubrir que es la misma forma que se canta en «La Bamba». A partir de aquel encuentro murciano, nuestra amistad fue creciendo. En cada oportunidad sosteníamos alargadas pláticas sobre la copla, sobre el verso, sobre la ventaja de dominar el verso y la rima para que el verso libre o la prosa tuvieran ese sentido rítmico y musical inherente al idioma. Y el vasto conocimiento sobre el tema que Tomás tenía, nos iluminaba al respecto del tesoro que guarda el son jarocho en particular, y el son mexicano en general, respecto a su acervo de coplas. Un año le mandé una décima como felicitación cumpleañera; no tardó en contestarme, en décima también. Y en ese ejercicio, seguimos intercambiando décimas. Fue de su agrado publicarlas en su blog y más tarde se imprimieron en el Taller Martín Pescador. Seguimos nuestros encuentros esporádicos. En cuanto había posibilidad le llegábamos con instrumentos en mano a tocarle unos sones. Qué alegría ver su rostro iluminado, poniendo atención en cada copla, como si estuviera en una lectura de poemas. Así nos despedimos, con una décima, una tarde defeña. Al poco tiempo falleció. Con los amigos murcianos, intentamos consolarnos; admitimos que nos habíamos quedado en la orfandad. Nos consuela pensar que Tomás anda de viaje, dando alguna conferencia o leyendo sus últimos poemas, que tan prolíficamente escribía. Siempre lo recordaré con las palabras con las que se despidió: «Adiós les dice este aprendiz de poeta,/ que aprende cuando y donde se puede…». Mil maneras de ser lo mismo 1 Mil maneras de ser lo mismo 2 Mil maneras de ser lo mismo 3