Mi última comida
Estimado señor alcaide,
Como uno de sus presos más antiguos y peligrosos, me he tomado la libertad de escribirle esperando que en honor a los cerca de quince homicidios, desmembramientos y violaciones que cometí en mi larga carrera como asesino serial, tome usted en cuenta esta breve crítica a la calidad culinaria del corredor de la muerte de esta cárcel, en la que fuera de un par de motines y peleas con otros prisioneros, he pasado unos años bastante agradables.
No le escribo para postergar mi ejecución, que como bien sabe tendrá lugar en la sala de inyecciones letales el día de mañana en punto de las seis y a la que, dicho sea de paso, está usted cordialmente invitado.
El motivo de mi carta es expresarle la inconformidad que siento con la comida (si es que se le puede llamar así a la mierda que me sirvieron) que pedí como último platillo antes de morir, y que a pesar de tratarse de una petición común entre los comensales del pabellón de la muerte, resultó una experiencia culinaria por demás desagradable.
Alentado por las reseñas de mis antiguos compañeros de condena y presidio, quienes antes de freírse en la silla eléctrica alabaron la sensibilidad y el vigor argumental de los platos que les habían servido como última comida, decidí pedir como entrada una ensalada de ortiguillas, navajas, espardeñas y algas escabechadas, que no estuvo mal pero que tampoco tenía una pizca de esa cocina amable, honesta y exultante de la que Billy «el Pirómano» tanto me había platicado.
Decepcionado por los sabores más bien áridos de las algas y la falta de argumentos culinarios de las espardeñas, procedí a pasarme el mal sabor de boca con un vino de la casa que por momentos me hizo recobrar la esperanza.
Mis ilusiones se vinieron abajo nuevamente con la llegada del segundo plato; una ventresca de cordero a la brasa con berenjenas, café y regaliz, en el que todo, desde la presentación hasta los cubiertos desechables de plástico, encendieron una alarma en mí antes de probar el primer bocado. Está de sobra mencionar que la personalidad revoltosa e inquieta; las cocciones equilibradas y milimétricas, y las sublimes texturas que me había prometido el guardia al arrojarme el plato por debajo de la puerta de mi celda no las encontré por ningún lado.
Basta con decir que tuve que devolver el plato tres veces. La carne, seca y de textura áspera, me recordó por momentos a la carne de aquella mujer a la que asesiné hace quince años, y de la que me tuve que alimentar todos esos meses en los que estuvo cerca de atraparme la policía. Los condimentos eran pasables, pero el plato en su totalidad quedó arruinado, a mi parecer, por la excesiva ambición, falta de creatividad y las pretensiones del chef al momento de prepararlo.
El postre fue sin duda lo más rescatable de la comida, y aunque se haya tratado de un simple helado de pulpa de cacao, lichis salteados y macarrones de vinagre balsámico, descubrí con sorpresa una elaboración transgresora que invita al comensal a callar y pensar, mientras la conjunción de sabores juguetones, audaces y coloridos, se deshace en la boca a la misma velocidad que el cadáver de un bebé en ácido sulfúrico.
Del servicio no me quejo, ya que en todo momento los custodios me atendieron de manera seria pero desenfadada, y no tuvieron empacho en hacer sugerencias, anticiparse a mis órdenes, y ante todo en darme el espacio personal que cualquier comensal y preso en confinamiento solitario necesita para tener buena experiencia culinaria.
Ahora bien, ¿volvería a comer en esta cárcel? Definitivamente no. La cantidad de años que llevo esperando mi ejecución no justifican la calidad más bien mediocre de los platillos, que aunque pueden impresionar por su sofisticada presentación, en realidad no proponen ni le aportan nada al ya de por sí desprestigiado mundo de la comida carcelaria. Aunque el servicio fue bueno y rápido, cuando a uno le quedan unas cuantas horas de vida es preferible esperar más pero en cambio agasajar el paladar. Por lo menos desde el punto de vista de este humilde crítico y futuro cadáver.
Calificación final:
Servicio: 4 de 5 (El custodio que me atendió no sabía nada de vinos)
Sabor: 2 de 5
Precio: 1 de 5 (Por veinte años de encierro lo mínimo que uno espera son ingredientes frescos y de calidad, y servicio con cubiertos y vajilla de plata).