Memoria y presencia
Escribió Borges que «somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». Quizá la memoria no sea otra cosa que una particular manera en la que recontamos las historias vividas o inventadas frente a los espejos rotos. Veo ahí a Miguel Donoso en los últimos años de los setenta, con su suéter de botones, su barba de León Trotsky y esa corpulencia de montaña al amanecer, haciendo gala de una generosidad cómplice ofrecida a cuanto joven con ganas de ser escritor que visitara el décimo piso de la Torre de Rectoría de la UNAM.
Creo que lo escuché por Radio Educación: Punto de Partida tenía un taller literario en Ciudad Universitaria. Miguel Donoso nos recibía sin demasiado trámite. Era el maestro ecuatoriano que todos los lunes de 6 a 10 nos obligaba a mirar de frente a las palabras, a festejarlas y respetarlas. Los sobrevivientes de la aventura se aferraban al barco. Miguel sorteaba o provocaba los oleajes. Si reconocía una verdadera condición de escritor o de lector, no dudaba en entregar su amistad. Poco a poco identificábamos que el conocimiento del oficio no sólo está en el encuentro con el acierto, sino también en el descubrimiento del error. Elogiaba sin aspavientos y tacañería, señalaba fallas sin contemplaciones. Era el guía, el amigo, el confidente; el maestro, desenfadado y mordaz, con una capacidad enorme para comer tacos al pastor, para la risa explosiva y la sonrisa discreta.
Miguel es uno de mis padres. Rosario Castellanos dijo que «el que se va se lleva su memoria, su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca». Pero el maestro Donoso es tan sorprendente como un cuento redondito. Nosotros, sus alumnos, abandonamos la absurda creencia de que los héroes de Ecuador eran solamente Julio Jaramillo o Ítalo Estupiñán, el goleador del Toluca de aquellos años. Miguel era el héroe al que abrazábamos los lunes, el que vemos en los fragmentos del espejo todos los días.